Zaffaroni y un malentendido
*Por Aleardo Laría. El juez de la Corte Suprema Raúl E. Zaffaroni ha desmentido los rumores que le atribuían estar trabajando detrás de un proyecto para instaurar un sistema parlamentario en la Argentina.
Los medios que se hicieron eco del rumor vincularon el proyecto con el supuesto deseo presidencial de perpetuarse en el poder más allá del 2015. Pero sólo el desconocimiento del funcionamiento del sistema parlamentario puede dar lugar a semejante malentendido.
Zaffaroni, al desmentir la noticia, reiteró sus conocidas posiciones en contra del sistema presidencialista –que considera definitivamente agotado– y la conveniencia de ir a un sistema parlamentario, siguiendo los lineamientos del modelo alemán. Las tesis de Zaffaroni fueron expuestas hace años, en un difundido artículo publicado en "Le monde diplomatique", de modo que sus posiciones no responden a cuestiones de coyuntura. Probablemente las desafortunadas declaraciones de la diputada kirchnerista Diana Conti, asociando el sistema parlamentario con sus deseos de una "Cristina eterna", contribuyeron a sembrar la confusión.
El mandato de los presidentes o jefes del Estado en las repúblicas parlamentarias –cargo cuasi protocolar que no debe ser confundido con el de primer ministro– está fijado en la Constitución y generalmente no se contempla la reelección. Lo que se admite es la posibilidad de que el primer ministro (denominado presidente del Gobierno en España) pueda ser nuevamente elegido al producirse la renovación de las cámaras legislativas. En España, por dar un ejemplo, la Legislatura dura cuatro años (aunque el presidente del Gobierno puede disolver las cámaras anticipadamente). Al cabo de ese período hay elecciones generales y la Cámara de Diputados se renueva totalmente. Una mayoría absoluta de votos en la cámara puede designar presidente del Gobierno al mismo diputado que lo había sido en la Legislatura anterior.
Felipe González fue designado por la Cámara de Diputados en el año 1982 y nuevamente en 1986, en ambos casos con mayoría absoluta del PSOE. En 1989 y en 1993 consiguió revalidar su elección parlamentaria, pero ya sin mayoría absoluta, por lo que hizo falta el concurso de los nacionalistas catalanes y vascos para obtener la mayoría necesaria. Finalmente perdió las elecciones de marzo de 1996 a manos del líder del Partido Popular, José María Aznar. De modo que se mantuvo en el poder durante poco más de 13 años.
En el sistema presidencialista, el presidente resulta electo por un período fijo de mandato y durante ese tiempo no puede ser revocado –excepto en el caso muy improbable de juicio político–. En el sistema parlamentario, en cambio, el primer ministro puede ser revocado en cualquier momento si una moción de censura, votada en la Cámara de Diputados, alcanza a reunir la mayoría de votos (la mitad más uno). De modo que lejos de contar con un mandato "eterno", el primer ministro –que actúa como mero delegado del Parlamento– puede ser despachado a casa en cualquier momento.
Ésta es la enorme ventaja que ofrece el sistema parlamentario sobre el sistema presidencialista. La posibilidad de que, si el primer ministro –o presidente del Gobierno– comete graves desatinos, pueda ser echado con la misma facilidad que la comisión directiva de un club de fútbol se desprende de un DT ineficaz. Para tomar conciencia de lo absurdo del sistema presidencialista, los lectores pueden imaginar un país donde los DT de los equipos de fútbol fueran designados por períodos de cuatro o seis años y durante ese lapso no pudieran ser despedidos, con independencia de los resultados obtenidos en los campos de juego.
Otra ventaja del sistema parlamentario es que permite que se refleje con mayor fidelidad la voluntad del electorado. A efectos de clarificar esta afirmación, vale la pena hacer un ejercicio comparativo de ficción entre nuestro actual sistema electoral y cómo funcionarían las cosas bajo un sistema parlamentario. Si en las próximas elecciones Cristina Fernández obtuviera, por ejemplo, el 41% de los votos y ninguno de los otros candidatos obtuviera el 30%, quedaría consagrada presidenta en primera vuelta.
En un sistema parlamentario, si el conjunto de la oposición obtuviera, siguiendo el ejemplo, el 59% de los votos, tendría aproximadamente el mismo porcentaje de diputados. Podría, por consiguiente, en el caso de llegar a un acuerdo, elegir al primer ministro. Obviamente, esto requeriría la formación de un gobierno de coalición, en donde los partidos que participan en el acuerdo tendrían que deponer parte de su programa para alcanzar un programa común, que sería fruto del consenso alcanzado.
Como se percibe, este tipo de acuerdos parlamentarios, junto con la revocabilidad del mandato, nos instala frente a gobiernos muy alejados de las formas monárquicas en que actualmente se ejerce el presidencialismo en América Latina. El primer ministro carecería de los inmensos poderes que tiene actualmente el presidente argentino y que le permiten gobernar a su entero antojo, al estilo de los monarcas absolutos anteriores a la Revolución Francesa.
De modo que la iniciativa acariciada por Zaffaroni, lejos de reforzar los poderes actuales del presidente, tiene el efecto práctico de acabar con la tendencia natural hacia el autoritarismo que resulta estimulada por nuestro sistema presidencialista. Ahora bien, lo que resulta más difícil imaginar es que quien no se priva de explotar a fondo todas las posibilidades de poder que ofrece nuestra peculiar semimonarquía presidencialista decida un buen día abrir las puertas del palacio para permitir el acceso de un nuevo sistema institucional en el que su primer deber consistiría en arrojar las llaves del reino a las profundidades del lago Argentino.