Volviendo: Señor! Propásese por favor!
Estaba en la oscuridad deseando con toda el alma que el señor que tenía sentado al lado me tocara una teta. No había en mí un ardiente deseo, ni siquiera una pizca de erotismo, no era tampoco una experiencia post moderna de esas escritoras que se acuestan con cien hombres para después contar como se acostaron con cien hombres y se llenan de plata.
El señor no era lindo. Era un morochón con una panza indescriptible que asomaba bajo una remera mugrienta, un pantalón igualmente andrajoso, zapatillas blancas sin cordones y los dedos de la mano llenos de anillos de brillantes. (Enigma que no pude descifrar).
Ambos, por el aciago destino, compartíamos dos asientos a las diez de la noche, de Córdoba rumbo a Buenos Aires, Ni nos habíamos saludado. Sencillamente el gordo entro tosiendo como si se le fuera la vida junto con el pulmón y gargajeando sin parar... A poco de andar comencé a sentir arcadas. Temía sobre el destino de sus expectoraciones, y el olor a mugre me mareaba. Por supuesto no quedaba un solo asiento libre a donde poder mudarme
Sufría.
Pero ¿cómo pedir que me lo sacaran de al lado solo por ser asqueroso? Desde otro punto de vista, el hombre quizás era un pobre enfermo de tuberculosis, un indigente de solemnidad que ni siquiera tenía ducha en la casa...! ¿Acaso iba a ser yo, cara pálida polaca, quien pidiera que lo sacaran? ¿Y si el INADI me llevaba presa?
Así fue como se me ocurrió la solución ideal: si la bestia jadeante me tocaba la teta, me habilitaba a dar un grito de virgen profanada, y seguro que, por lo menos, lo corrían. Pero el muy maldito no me registraba como persona, y mucho menos a mis tetas, que tampoco están para un pellizco ni aun con una tuberculosis aguda.
Comencé a ofenderme ¿que clase de catástrofe de sex apeel era yo que ni ese deshecho de la humanidad quería tocarme? ¿Y si gritaba aunque él no hubiera hecho nada? Y si gritaba porque NO me había hecho nada?
Pese a ser parlanchina deseché el diálogo. La cara de mi compañero era de una hosquedad temible pero básicamente si mi tosía en la cara, me desmayaba.
También consideré la posibilidad de hurgar en la cartera a la búsqueda de algún remedio perdido, (soy de las que siempre tienen algo por las dudas), "vieja pastera" dijera Calamaro. Pero en la oscuridad solo tanteaba un lápiz de labio y pese a sus insólitos anillos de brillantes el hombre no parecía dado a esos gustos.
Avanzábamos por la ruta en esa situación desesperante. Decidí pasar al contra ataque, empujarlo, codearlo, levantarme seis mil veces para ir al baño, tirar y recoger mi cartera del suelo moviéndole las patas y hasta saqué mi frasco de Carolina Herrera y me fumigué, en la esperanza que el gordo fuera alérgico y se muriera de una vez por todas. Mis consideraciones humanísticas habían desaparecido dejando en su lugar un odio concentrado.
Resumo, me ganó diez a cero a fuerza de toses y gargajeos. De aquí en más antes de sentarme en un colectivo de larga distancia, a falta de un certificado de salud, miraré si tiene anillos en los dedos. "A veces es difícil volver a casa".
Ambos, por el aciago destino, compartíamos dos asientos a las diez de la noche, de Córdoba rumbo a Buenos Aires, Ni nos habíamos saludado. Sencillamente el gordo entro tosiendo como si se le fuera la vida junto con el pulmón y gargajeando sin parar... A poco de andar comencé a sentir arcadas. Temía sobre el destino de sus expectoraciones, y el olor a mugre me mareaba. Por supuesto no quedaba un solo asiento libre a donde poder mudarme
Sufría.
Pero ¿cómo pedir que me lo sacaran de al lado solo por ser asqueroso? Desde otro punto de vista, el hombre quizás era un pobre enfermo de tuberculosis, un indigente de solemnidad que ni siquiera tenía ducha en la casa...! ¿Acaso iba a ser yo, cara pálida polaca, quien pidiera que lo sacaran? ¿Y si el INADI me llevaba presa?
Así fue como se me ocurrió la solución ideal: si la bestia jadeante me tocaba la teta, me habilitaba a dar un grito de virgen profanada, y seguro que, por lo menos, lo corrían. Pero el muy maldito no me registraba como persona, y mucho menos a mis tetas, que tampoco están para un pellizco ni aun con una tuberculosis aguda.
Comencé a ofenderme ¿que clase de catástrofe de sex apeel era yo que ni ese deshecho de la humanidad quería tocarme? ¿Y si gritaba aunque él no hubiera hecho nada? Y si gritaba porque NO me había hecho nada?
Pese a ser parlanchina deseché el diálogo. La cara de mi compañero era de una hosquedad temible pero básicamente si mi tosía en la cara, me desmayaba.
También consideré la posibilidad de hurgar en la cartera a la búsqueda de algún remedio perdido, (soy de las que siempre tienen algo por las dudas), "vieja pastera" dijera Calamaro. Pero en la oscuridad solo tanteaba un lápiz de labio y pese a sus insólitos anillos de brillantes el hombre no parecía dado a esos gustos.
Avanzábamos por la ruta en esa situación desesperante. Decidí pasar al contra ataque, empujarlo, codearlo, levantarme seis mil veces para ir al baño, tirar y recoger mi cartera del suelo moviéndole las patas y hasta saqué mi frasco de Carolina Herrera y me fumigué, en la esperanza que el gordo fuera alérgico y se muriera de una vez por todas. Mis consideraciones humanísticas habían desaparecido dejando en su lugar un odio concentrado.
Resumo, me ganó diez a cero a fuerza de toses y gargajeos. De aquí en más antes de sentarme en un colectivo de larga distancia, a falta de un certificado de salud, miraré si tiene anillos en los dedos. "A veces es difícil volver a casa".