Vivir en Suecia: "Acá fomentan que los hombres se queden en casa con los chicos"
Cómo es la vida en el país con el que muchos sueñan vivir. Mitos, realidades y curiosas leyes laborales.
"Suecia no es el país perfecto, lleno de oportunidades y con una calidad de vida inigualable, como lo pintan en muchas ocasiones los medios", revela Maite Bellón, una mujer que en el año 2012 se convirtió en lo que en aquel destino escandinavo llaman "kärlekinvandrare", una inmigrante por amor.
A su enamorado, Jörgen, lo conoció en un viaje de amigas a Perú en el 2008, donde forjaron un lazo de amistad. Luego de visitarlo en Suecia y volver juntos a Buenos Aires, llegó el amor y descubrieron que ya no querían ni eran capaces de vivir separados.
"Estuvimos en Buenos Aires hasta 2012, cuando él quiso que nos vayamos definitivamente a Suecia. Me costó mucho tomar la decisión. Empezar de cero en otro país en donde no tenés trabajo, ni amigos es mucho más difícil de lo que se imaginan", asegura la joven quien, entre hábitos y afectos, también dejaba atrás un buen puesto laboral en su ciudad.
Maite convivía con un sueco y conocía bastante bien las diferencias culturales entre ambos países y, aunque sonara raro para algunos, no estaba maravillada con la idea de irse a ese "país perfecto" con el cual otros soñaban. "Algunas personas me felicitaron, cuando para mí no había motivos: estaba dejándolo todo por una pareja y por otra tierra sin saber si la relación iba a funcionar ni cómo me recibirían. Tal vez, era más consciente que ellos del riesgo que estaba tomando. No sabía si me estaba mandando la macana de mi vida o si era la mejor decisión del mundo. Por las dudas, había sacado un pasaje con fecha de regreso para marzo, como una forma de tener un plan b en caso de que la cosa no funcionara", confiesa.
Hacia un nuevo destino
Maite llegó a los pocos días del solsticio de verano. Al bajar del tren su reloj marcaba las 22, aunque parecía imposible. Recorrió los 30 kilómetros que separaban la estación de su nuevo hogar con plena luz solar, algo que no había experimentado antes y que la impactó profundamente. Cuando la hora le indicó que ya eran las 12 de la noche, el cielo seguía iluminado.
Su primer lugar de residencia fue Vetlanda, una pequeña ciudad de 14 mil habitantes en la región de Småland, al sur del país. Un lugar que la maravilló por su infinidad de lagos y sus bosques, y en donde la naturaleza habitaba en la esquina de su casa. Maite había pasado de ir a trabajar cada día a Córdoba y Callao, a vivir en un lugar en donde abundaban los arbustos de arándanos y frambuesas en cada rincón.
"Aparte de la naturaleza, me sorprendió lo vacío que estaba todo y el enorme silencio que había en pleno centro de la ciudad. Podía caminar varios kilómetros sin cruzarme a una sola persona", rememora, "Pero también me asombró cómo los conocidos de mi novio no me miraban cuando él se los encontraba en la calle: era como si yo no estuviese parada ahí, junto a él. Las personas de ciudades chicas del interior de Suecia se sienten como `amenazadas´ ante la gran cantidad de extranjeros".
Y también estaba el frío y la enorme cantidad de nieve. Ella no imaginó un clima tan extremo y la desconcertó inevitablemente. "Nos encontrábamos en la zona más elevada del sur de Suecia -se la conoce como los `Highlands de Småland´. Podía nevar tanto de un día para otro, que para salir de mi casa tenía que agarrar la pala e ir tirando la nieve para armar un `camino de salida´. Aprendí que los días de frío intenso -por debajo de los 10 grados bajo cero- siempre son soleados y se te puede formar escarcha en el pelo cuando no está cubierto por el gorro y la capucha".
Nuevo hogar, nuevos hábitos
Luego de un diciembre helado, la pareja se mudó a Malmö, la tercera ciudad de Suecia, conformada por 350 mil habitantes y un ambiente muy cosmopolita. Pasaron de la frialdad de un pueblo reticente a convivir con personas de más de 170 nacionalidades. Allí, Maite descubrió que ser extranjera no era una rareza y, por fin, se sintió como en casa desde el primer día. En su nuevo paisaje, reemplazó los lagos por playas de arena y un campo que de inmediato le recordó a la Pampa húmeda.
"Malmö está hecha para andar en bicicleta y las distancias se miden por cuánto se tarda en llegar con dicho medio", cuenta con una sonrisa. "Es conocida por ser el lugar de nacimiento del futbolista Ibrahimovic, por el Öresundsbron -el puente que une Suecia y Dinamarca- (Malmö está enfrente de Copenhague) y por ser un polo de innovación. Pero también es popular por sus problemas de criminalidad, que le hizo ganarse el exageradísimo mote de `la Chicago de Suecia´. Yo amo fuertemente a mi ciudad, con sus defectos y virtudes, y no me veo viviendo en otro lugar del mundo en este momento".
En cuanto a las costumbres, una de las que más le sorprendió e increíblemente más le costó incorporar fue la de sacarse los zapatos al ingresar a una casa. No importaba si era el plomero o la mejor amiga, todos debían quitárselos. Al igual que en muchas oficinas, donde comprendió que había que cambiarse el calzado "de calle" y andar con pantuflas, franciscanas, crocs o directamente en medias. "En las fiestas dentro de las casas también es así".
"Y luego está el `fika´", continúa Maite, "Dos veces al día los suecos se toman una pausa de su trabajo para sentarse con sus compañeros a tomar un café. No está bien visto quedarse trabajando mientras el resto `fikan´. También me llamó la atención el hecho de que los suecos son muy medidos con sus comidas y con el consumo de alcohol durante la semana, pero son todo lo contrario en el fin de semana. Los viernes hay una costumbre que se llama `fredagsmys´ (viernes acogedor), que implica sentarse frente al televisor junto a la familia luego de la cena y mirar un programa o una película junto a bowls gigantes de papas fritas y otros snacks. El consumo de este tipo de snacks es tan grande que solo se venden paquetes enormes. El sábado es el día de las golosinas. Durante la semana los niños tienen prohibido tocarlas, pero ese día pueden comerse medio kilo. Los suecos son quienes más golosinas consumen per cápita en el mundo, con un promedio de 18 kilos al año".
Trabajar en Suecia
Maite arribó a Suecia preparada para el enorme desafío que tenía enfrente. Había estudiado sueco, podía mantener una conversación básica y estaba dispuesta a hacer sacrificios con tal de conseguir un empleo. Sin embargo, la realidad fue totalmente distinta a lo esperado. Se encontró en un ámbito que le cerró las puertas en el primer año y comprendió que para algunos empleadores ser extranjero era casi sinónimo de ser analfabeto. "Muchos se sorprendían cuando les contaba que había estudiado en la universidad. Yo no había dejado mi trabajo como gerente de Comunicación de una empresa que organizaba ferias para no poder conseguir trabajo ni de moza o en limpieza", reflexiona Maite.
Su primer empleo fue de niñera para una nueva agencia que necesitaba reclutar personal. A lo largo de cinco años, cuidó a más de cincuenta chicos de todas las edades. Para ella fue una gran experiencia antropológica en la que pudo adentrarse en las casas de muchas familias suecas y de inmigrantes y observar cómo se vive realmente dentro de las cuatro paredes. "Recién pude reinsertarme en mi profesión en 2017. Me surgió la posibilidad de hacer una pasantía en una empresa de energía grande y allí trabajé para un nuevo proyecto: una aceleradora de startups".
Y en marzo de este año, Maite comenzó a trabajar como Communications & Community Manager de un programa que se llama Ignite Sweden, cuyo propósito es unir startups tecnológicos con grandes empresas como Volvo, Electrolux e Ikea, entre otros "gigantes suecos". "Suecia está a la vanguardia mundial en lo que se refiere a innovación y tecnología, y parte de la receta de su éxito es la colaboración entre universidades, empresas y gobierno. En todo el país hay aceleradoras e incubadoras de empresas, que apoyan los emprendimientos tecnológicos. El objetivo del programa para el cual trabajo es ayudar a estos nuevos emprendedores a conseguir su primer gran cliente", explica Maite con satisfacción.
Con trabajo a tiempo completo, Maite se halló ante un país con una muy buena calidad de vida, y con un ritmo social y laboral muy relajado. "Las pausas son sagradas, nadie se queda trabajando después de hora, las decisiones son consensuadas por todo el equipo y ninguna crisis es tan grave como para volverse loco. No es normal ver personas almorzando en su escritorio ni jefes gritando. Uno se siente escuchado, es parte de las decisiones y trabaja con mucha libertad".
Calidad humana
En su nuevo hogar, Maite descubrió así mismo una tierra ideal para ser padres, donde la licencia de "maternidad y paternidad" es compartida. Allí se cuenta con 480 días, que cada pareja divide como quiere y, además, la madre tiene derecho a que una persona que ella elija pueda tomarse una licencia de su trabajo para que la acompañe las primeras semanas.
"Lo más habitual en parejas heterosexuales es que la madre se tome los primeros seis meses y el padre los otros seis, y que se guarden el resto para más adelante. Las empresas fomentan que los hombres se queden en casa con los chicos. Es más, no está bien visto que un padre no se tome la mitad de la licencia", explica Maite, "Una de las cosas que más le sorprendía a mi novio era la poca cantidad de cochecitos de bebé que veía en las calles de Buenos Aires. No lo comprendí hasta que me mudé a Suecia: gracias a la licencia tan amplia estos son parte del paisaje, especialmente durante las mañanas, cuando los padres se juntan para dar una vuelta en el parque o ir a tomar café".
En general, la calidad humana sorprendió a Maite gratamente. "No son tan fríos y distantes como nos imaginamos. Los suecos son pésimos desconocidos, pero excelentes amigos. No hay grises. A veces son tan extremadamente desconsiderados con los demás que da bronca. Pero cuando te conocen, son personas maravillosas, cálidas, solidarias y consideradas, que se preocupan siempre por vos y quieren ayudarte".
Regresos y aprendizajes
Maite volvió a tocar suelo argentino tres años y medio después de su partida. "Hay una sensación muy extraña que sentimos los que vivimos lejos de nuestro país, ese `no soy de aquí ni soy de allá´, que es tan difícil poner en palabras. Obviamente que uno está feliz de ver a sus amigos y familiares, pero al mismo tiempo hay una especie de reconfirmación de que tu lugar, tu casa, ahora está en otro lado", afirma conmovida.
Pero para ella hay otro fenómeno singular con los regresos: siente como si todo en tu cabeza hubiese quedado congelado desde la última vez. "Ver a mis sobrinos tan grandes fue un shock, así como ver que hay personas que ya no están. Volver es como darse un golpe con la realidad que, aunque uno la conocía, no la veía con sus propios ojos. Me gusta decir que ir a Buenos Aires me sirve para darme un baño de realidad de la burbuja que es vivir en Suecia, donde las preocupaciones pasan más por temas relacionados al medioambiente que por llegar a fin de mes".
Al pensar en sus días en tierras lejanas, Maite siente que su aprendizaje es enorme, constante y emocionante. Agradece haber tenido el coraje de emprender esta aventura, una que le demuestra que abrirse al mundo, abre la mente.
"Acá aprendí sobre la importancia del consenso: todas las decisiones son discutidas y consensuadas entre todos. Dar la palabra, respetar la opinión de los otros y llegar a un acuerdo en la diversidad es algo que admiro de los suecos. Creo que los argentinos tenemos mucho para aprender al respecto. Discutir acaloradamente, como lo hacemos nosotros, no sirve de nada porque nos olvidamos de escuchar" , reflexiona en una charla con LA NACIÓN.
"Y aprendí a agradecer más. Los suecos siempre dan las gracias, hasta en ocasiones en donde es uno el que debería agradecerles. Una de las primeras frases que uno aprende a decir en sueco es `tack för idag´, que significa `gracias por hoy´. Los profesores al finalizar una clase, tu jefe al terminar la jornada laboral, los conductores en la tele y un amigo al que fuiste a visitar se despedirán diciendo `tack för idag´. Si bien nosotros somos personas agradecidas, a veces nos olvidamos de dar las gracias en las cosas pequeñas del día a día".
Hoy, a sus 40 años, Maite puede afirmar que la vida como extranjera le enseñó a luchar y no bajar los brazos, y que todo sacrificio que uno haga será recompensado. Para ella, ser inmigrante implica hacer un esfuerzo extra para lograr las cosas. "Darse cuenta de esto y aprender qué tipo de esfuerzo tiene valor en el nuevo país es una de las claves para hacerse un lugar en la nueva sociedad. Adaptarse a otra cultura no es tarea fácil: hay que aprender un idioma nuevo, nuevos códigos sociales, nuevas formas de comportarse y nuevas formas de entablar relaciones. Es un aprendizaje cotidiano y constante, pero sin dudas te fortalece y te da herramientas para poder encarar cualquier nuevo desafío", concluye.
(Fuente: La Nación)