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Violencia escolar e impunidad

Los cada vez más graves casos de indisciplina en la escuela muestran que carecemos de políticas de Estado en el tema.

La violencia en las aulas se ha convertido en un flagelo frente al cual las autoridades mantienen una actitud de ambivalencia que se traduce en una peligrosa aceptación.

Hace muy pocas horas se observó cómo el director de una escuela secundaria de Pergamino, en la provincia de Buenos Aires, había sido ferozmente golpeado por la madre de un alumno a la que había convocado al colegio para hablarle sobre el comportamiento de su hijo. También se conoció también la agresión que sufrió la directora de un colegio de Tres Arroyos por parte de la madre de dos alumnos.

Los hechos, lamentablemente nada novedosos, que motivaron un paro por 24 horas de la Federación de Educadores Bonaerenses, se produjeron pocos días después de que se conociera una encuesta realizada en junio último por la Unión Docentes Argentinos (UDA) entre dos mil maestros agrupados en ese sindicato, según la cual tres de cada cinco de ellos tienen actualmente pedidos de licencia por problemas psicológicos, de estrés o deterioro físico a raíz de la violencia escolar. La muestra, realizada en 17 provincias y en la ciudad de Buenos Aires, indicó, también, que el 70 por ciento de los docentes está preocupado por los hechos de violencia física y verbal que frecuentemente se registran en las aulas.

Según la información proporcionada por el gremio, hay alumnos que concurren a la escuela bajo los efectos de drogas y portando armas blancas. De la encuesta surge que, por esos y otros motivos, un 90 por ciento de los maestros tienen miedo de lo que pueda suceder en el aula mientras están dando clase.

La UDA acaba de presentar ante la Cámara de Diputados de la Nación un proyecto de ley por el cual impulsa la creación de un núcleo integrado por representantes de los sindicatos docentes, psicopedagogos, psicólogos, asistentes sociales, médicos y abogados para abordar la problemática.

Es por cierto loable que el gremio busque la manera de neutralizar una situación de extrema gravedad como la descripta. Sin embargo, está claro que la raíz del problema y, consecuentemente, su solución pasa por algo demasiado evidente: el resquebrajamiento del respeto al principio de autoridad del docente, la evaporación de los límites entre alumno y maestro, y entre hijos y padres. Al fin, la pérdida de valores en un país cuya sociedad observó, entre otros casos paradigmáticos, cómo el poder premió a quien tomó una comisaría o a quien decide bloquear el funcionamiento de una empresa o, cosa de todos los días, interrumpir el derecho a la libre circulación.

No hay más que recorrer las crónicas de los últimos meses para comprobar que la violencia física en las escuelas, entre alumnos y de éstos sobre sus maestros, se ha convertido en moneda corriente, pero no hay que pasar por alto otros hechos de inusitada gravedad protagonizados por alumnos y que contaron con el apoyo de muchos padres, de docentes y de altas autoridades, como fueron las tomas de colegios. Las más recordadas fueron las del Nacional Buenos Aires y, más recientemente, las del Carlos Pellegrini, ambos dependientes de la Universidad de Buenos Aires. En todos los casos, la raíz de los bochornosos conflictos estuvo en los cuestionamientos de alumnos a resoluciones adoptadas por autoridades de los colegios e incluso del rectorado de la UBA, y su exigencia de participar en la toma de esas decisiones.

Ante la pasividad de las autoridades -en el caso de esos establecimientos, el Ministerio de Educación de la Nación, a cargo de Alberto Sileoni-, se utilizó una modalidad ya habitual en el país: la de impedir que quien no está de acuerdo con una protesta pueda seguir adelante con su actividad. En este caso, para ser claros, se impidió que alumnos y profesores que deseaban tener clases pudieran hacerlo.

El viejo y tácito acuerdo de padres y educadores en procura de formar a niños y jóvenes parece cada día más lábil. El respeto a la autoridad se ha desdibujado casi por completo y quienes tienen la obligación de restablecerlo están paralizados por el miedo a ser tildados de autoritarios y, consecuentemente, ser sancionados por sus superiores o mal mirados por la sociedad.

Fue patético escuchar a Sileoni, durante un diálogo radial con el director agredido, decir: "Si debiera haber sanciones, hay que tomarlas", luego de que el docente dijera que el alumno lo había atacado con un cuchillo. ¿Hace falta algo más para que recaiga sobre ese alumno una severísima y ejemplificadora sanción?

Hay que contar también con que el deterioro actual que se observa en muchas familias es responsable del problema en gran medida. El restablecimiento del principio de autoridad en el aula, en la escuela, es entonces tarea de toda la sociedad.

Lo que no se advierte es que haya políticas del Gobierno que marchen en esa dirección. Los reiterados y cada vez más graves hechos de indisciplina de todo calibre claramente indican que se está yendo en sentido contrario. Es decir, en franco retroceso.