Verticalidad
*Por Hugo Caligaris. "No somos librepensadores. Somos militantes de un proyecto político. La verticalidad es parte de nuestro movimiento, pero es de ida y vuelta. No es boba ni represiva. Yo recibo instrucciones, no las doy."
(Del vicegobernador bonaerense, Gabriel Mariotto.)
El rascacielos del poder se construye de arriba para abajo: se empieza por el último piso y después se completa el edificio hasta llegar, por fin, a los cimientos. ¿Cómo hacen para que no se caiga? No lo sabemos: no somos librepensadores. Debe de ser una marca de fábrica de los audaces, los que pueden volar, los rápidos de manos y de mentes (dicho así, en dos palabras, "de" y "mentes", no en una). Antes de comenzar la obra, el elegido se instala allá en lo alto con todas sus pertenencias, con la familia, el perro y el gato y desde allí, mirando hacia el vacío, da las instrucciones pertinentes a los albañiles y obreros, que sin ellos no pueden operar el milagro. Si tiene suerte, el líder llega a completar la torre antes de que se venga abajo. Si no, la aventura durará lo que dure. Razona así: "En caso de derrumbe, ¿quién me quita lo bailado?"
Ese es el paradigma de la verticalidad, su expresión más perfecta, y también su paradoja, puesto que el conductor, que flota entre las nubes del cielo en el punto más alto del edificio aún no terminado, ordena y manda, muy convencido de que la altura le da una perspectiva muy amplia, y al mismo tiempo ignora (o pretende ignorar) que hay una serie de principios físicos que lo separan inconsolablemente de la tierra.
Los que están por el piso, esos seres gimientes y reptantes que, en definitiva, vendríamos a ser todos nosotros, podríamos, haciendo uso del ascensor, puesto que, como dijo Mariotto, la verticalidad es un asunto de ida y vuelta, llevarle al líder volador noticias de la vida acá abajo, pero, por desgracia, esa posibilidad no está prevista en el sistema. Un proyecto político como el presente contempla sólo dos categorías de ciudadanos: el jefe, que sólo habla con Dios y con los ángeles, y los militantes, que se limitan a recibir instrucciones, nunca a darlas.
El rascacielos del poder se construye de arriba para abajo: se empieza por el último piso y después se completa el edificio hasta llegar, por fin, a los cimientos. ¿Cómo hacen para que no se caiga? No lo sabemos: no somos librepensadores. Debe de ser una marca de fábrica de los audaces, los que pueden volar, los rápidos de manos y de mentes (dicho así, en dos palabras, "de" y "mentes", no en una). Antes de comenzar la obra, el elegido se instala allá en lo alto con todas sus pertenencias, con la familia, el perro y el gato y desde allí, mirando hacia el vacío, da las instrucciones pertinentes a los albañiles y obreros, que sin ellos no pueden operar el milagro. Si tiene suerte, el líder llega a completar la torre antes de que se venga abajo. Si no, la aventura durará lo que dure. Razona así: "En caso de derrumbe, ¿quién me quita lo bailado?"
Ese es el paradigma de la verticalidad, su expresión más perfecta, y también su paradoja, puesto que el conductor, que flota entre las nubes del cielo en el punto más alto del edificio aún no terminado, ordena y manda, muy convencido de que la altura le da una perspectiva muy amplia, y al mismo tiempo ignora (o pretende ignorar) que hay una serie de principios físicos que lo separan inconsolablemente de la tierra.
Los que están por el piso, esos seres gimientes y reptantes que, en definitiva, vendríamos a ser todos nosotros, podríamos, haciendo uso del ascensor, puesto que, como dijo Mariotto, la verticalidad es un asunto de ida y vuelta, llevarle al líder volador noticias de la vida acá abajo, pero, por desgracia, esa posibilidad no está prevista en el sistema. Un proyecto político como el presente contempla sólo dos categorías de ciudadanos: el jefe, que sólo habla con Dios y con los ángeles, y los militantes, que se limitan a recibir instrucciones, nunca a darlas.