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Una sociedad anónima de todos

* Por Eduardo Gregorio. Con su suelo agreste y desértico, esta tierra mendocina no deja de sorprender a propios y a extraños por sus abigarradas arboledas y el verde de sus especies.

Había una vez un lugar cercano a las montañas, un lugar de suelo agreste, que muy bien podía haber sido un desierto si no fuera por algunos ríos de limitado caudal que bajaban de la serranía y permitieron que nacieran algunas poblaciones. Ellos proporcionaban el agua suficiente para beber, para cultivos elementales que facilitaban la subsistencia y también para refrescar los atardeceres, cuando los hombres volvían a sus hogares después del trabajo.

Eran épocas en que el ser humano estaba identificado de tal manera con su tierra que todo lo que no saliera de ella le parecía inexistente. Era la época en que se cultivaba el suelo con las propias manos.

Teníamos un desierto de soles inclementes y fríos durísimos, sobre un terreno pedregoso capaz de desalentar a los más emprendedores porque cualquier intento de cultivarlo requería, al menos, un generoso empleo de fertilizantes y el auxilio de algún tipo de riego. Las escasas lluvias de esta región no alcanzaban para soñar con grandes extensiones de cereales o praderas naturales.

Varias centurias antes, los incas habían llegado hasta estas tierras. Habituados a vivir en la piedra, supieron muy bien qué hacer con la fabulosa acumulación de nieve que hallaron en nuestras altas cumbres: convirtieron sus deshielos en ríos, canales y acequias.

Así, aseguraron el establecimiento de comunidades laboriosas y autosuficientes.

Elogio de la sombra

Después ese lugar comenzó a cambiar. Vinieron otros hombres que trajeron nuevas herramientas y comenzaron a transformar la vieja tierra.

Encerraron los ríos, cavaron canales e hijuelas, los escasos sembradíos se hicieron cuantiosos y lo que antes parecía un desierto se convirtió poco a poco en un vergel.

Vinieron ingenieros y geólogos, agricultores y artesanos, comerciantes y obreros, maestros y médicos. Todos ellos se acercaron a disfrutar de la tierra que ahora parecía un jardín, que se mostraba más que generosa y hasta era motivo de envidia para los de afuera.

Las grandes inmigraciones de origen europeo multiplicaron las vías de riego y organizaron un sistema de distribución del agua que fue precursor a nivel mundial. Y, como un símbolo de toda esa maravilla, comenzó a verse por todas partes algo que servía tanto para proteger a los hombres como para cambiar el paisaje, algo que llegó a ser un distintivo del lugar: el árbol.

Aquella provincia árida capaz de todos los rigores es hoy, paradójicamente, un lugar que sorprende por su verdor. Maravillan a los visitantes sus abigarradas arboledas situadas a la vera de los caminos y las calles: álamos, plátanos, fresnos, acacias, sauces y muchas otras variedades compiten entre sí en altura y frondosidad creando, incluso, verdaderos bosques urbanos ante los que el visitante queda atónito.

También allí permanece el recuerdo de los incas: todas las calles, sin excepción, están regadas por acequias que aseguran la persistencia de estas sorprendentes arboledas.

Los grandes protagonistas

Hoy tenemos en Mendoza una gran economía de base agrícola con centenares de miles de hectáreas de vides, frutales, olivos, verduras y otras especies. Nuestros vinos están entre los mejores del mundo, favorecidos por el clima seco, los terrenos de piedra y la altitud. O sea, todo lo que antes había sido nuestro problema natural.

Esta historia tiene tantos protagonistas como habitantes. La realidad de hoy es mucho más contundente que cualquier intento de personalizar en unos pocos su gestación y consecución.

 En esto estamos todos. Es el resultado de una sociedad anónima que incluye a todos los habitantes de una provincia orgullosa de haber sido capaz de torcerle la mano a un destino que aparentaba habernos condenado al desierto.

Una sociedad anónima que, como todas ellas, tiene nombres conductores: el hombre, el agua y el árbol están, seguramente, entre los principales. Canales de riego. Como el de Medrano, posibilitaron transformar la árida realidad de nuestra provincia en tierras cultivables.