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Una organización sin poder de fuego

*Por Fawaz A. Gerges. Hace casi 10 años, Al Qaeda cometió uno de los atentados más espeluznantes y brutales marcados en el recuerdo de una generación y transformó el panorama internacional.

El radicalismo político de una pequeña banda de extremistas se convirtió en el asunto de todos, y esos actos criminales pusieron en marcha unas reacciones y contrarreacciones que desencadenaron dos guerras, guiaron la política exterior estadounidense y definieron las prioridades nacionales.

El domingo por la noche, Osama bin Laden, la encarnación misma de lo que ha llegado a significar la palabra terrorista en la mente de estadounidenses y occidentales, fue abatido por las fuerzas de EEUU. Aunque esa muerte constituye una importante victoria, Al Qaeda ya había dejado de ser una organización poderosa. Bin Laden sólo era un símbolo de odio y violencia.

En términos operativos, Al Qaeda ya estaba inutilizada: su sistema de comando y control se encontraba desmantelado y sus principales jefes habían tenido que ocultarse cada vez más, obligados a elegir entre la seguridad personal y la eficacia operativa. Según los servicios de inteligencia estadounidenses y occidentales, existen menos de 300 miembros supervivientes de Al Qaeda.

Están atrapados, asediados en las zonas tribales de la frontera entre Pakistán y Afganistán, en donde Estados Unidos ha desplegado casi 100.000 soldados. La mayoría de los operativos cualificados y los lugartenientes de nivel medio han sido abatidos o capturados. El grueso de los efectivos de Al Qaeda está hoy formado por cocineros, conductores, guardaespaldas y soldados rasos.

Si bien los terroristas suicidas siguen siendo el arma predilecta de la organización, su capacidad para proyectar fuerza y llevar a cabo atentados complejos similares al 11-S se ha degradado considerablemente.

A pesar de las repetidas amenazas efectuadas a lo largo del último año por Bin Laden y su número dos, Ayman al Zawahiri, no han conseguido atentar en EEUU. Las ramas locales en Iraq, Arabia Saudí, Yemen, el Magreb y otros lugares han puesto de manifiesto la pérdida de control operativo de la organización y han perjudicado los esfuerzos por lograr el apoyo musulmán.

Los ataques indiscriminados contra civiles han hecho que la opinión pública musulmana dé la espalda a Al Qaeda, sus tácticas y su ideología. Para la mayoría de los musulmanes, la organización es responsable de causar la ruina de la umma (la comunidad musulmana mundial).

En otras palabras, Bin Laden y su criminal grupo han perdido la lucha por conquistar la mente y los corazones de los musulmanes; y ahora atraen cada vez menos a reclutas cualificados y encuentran cada vez menos refugios. Esa erosión del apoyo público ha minado aún más su fuerza. En muchos países, la información acerca de Al Qaeda procede hoy de los ciudadanos, incluidos parientes, amigos y vecinos, no de las fuentes de vigilancia e inteligencia.

La predicación por parte de Bin Laden y Zawahiri de una yihad transnacional centrada en la violencia ya no encuentra eco en el musulmán de la calle; la propia organización casi se ha desvanecido o, al menos, ha menguado hasta convertirse en una pálida sombra de lo que llegó a ser.

Con todo, a pesar de ese derrumbe, lo que amplificó los miedos fue que Al Qaeda y Bin Laden estaban envueltos en gran medida en el mito, retratados por lo general como multiplicadores de fuerzas, acechando en todas partes, tramando sin descanso para asesinar en masa a personas inocentes. Como consecuencia de ello, ninguno de los dos acabó de adquirir su tamaño real. Los comentaristas y los analistas se mostraron más que dispuestos a seguir propagando el discurso del terrorismo avanzado por los funcionarios y los llamados expertos sobre el terror, quienes afirmaban que Estados Unidos se encontraba bajo la permanente amenaza de Bin Laden.

Sin embargo, el mundo ya había dejado atrás a Bin Laden y Al Qaeda. Las revoluciones árabes habían puesto de manifiesto su irrelevancia respecto a los problemas concretos a los que se enfrenta la sociedad árabe.

Ni sus consignas yihadistas ni sus tácticas violentas han encontrado un público receptivo entre los millones de manifestantes. En contra del discurso dominante, los árabes y los musulmanes nunca han odiado a Estados Unidos ni a Occidente; más bien, admiran nuestras instituciones democráticas, nuestras elecciones libres y nuestras libertades civiles. La primavera árabe ha ensanchado la brecha entre la ideología de Al Qaeda y las aspiraciones universales de los árabes.

La organización terrorista no ofrece ningún programa económico, ni horizonte político ni visión de futuro: una bancarrota teórica y práctica. Aunque es probable que persista un bajo nivel de violencia en el futuro inmediato, la descomposición que está en marcha es imparable. Sólo un milagro podría resucitar la Central Al Qaeda. Como ha dicho el presidente Barack Obama, "Bin Laden no era un dirigente musulmán. Era un asesino de masas". Por lo tanto, hace falta una clausura, un cierre para todos aquellos que han perdido a seres queridos y también para la guerra contra el terror; una guerra que ha sido muy costosa en sangre y dinero y que se ha cobrado un precio muy alto sobre la posición de Estados Unidos en el mundo.

Esperemos que la desaparición de Osama bin Laden señale la caída de Al Qaeda y el final de su dominio sobre la imaginación estadounidense.