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Una muerte digna

El drama de una niña en vida vegetativa plantea la posibilidad, como pide la madre, de permitirle morir con dignidad.

Un nuevo caso dramático conmueve la opinión pública argentina, frente al pedido de Selva Herbón, madre de Camila, quien pide la desconexión de los aparatos que, desde su nacimiento, con severas limitaciones, mantienen a Camila en estado de vida vegetativa.

Aparentemente, la niña no tiene posibilidades de mejoría y su actividad cerebral está disminuida. La madre se resiste a realizar un planteo judicial para que se autorice la interrupción de los elementos que se le inoculan y se ha dirigido al Congreso de la Nación en procura de una ley que trate el problema en su integridad. La llamada "ley de la muerte digna".

Desde estas columnas nos hemos pronunciado muchas veces sobre el tema de la eutanasia, siempre en favor del derecho a la vida y su más celoso respeto, en casos tan sonados como los de Karen Quinlan, quien vivió 10 años después de desconectada, y Terri Schiavo, en los Estados Unidos; el caso Welby, en Italia, o, si se quiere verlo desde sus aspectos más siniestros, el del Dr. Muerte, condenado en los Estados Unidos por ayudar a morir a 130 personas que no tenían cura.

El tema es ciertamente complejo y las opiniones contrapuestas no dejan de tener un fuerte componente emocional. Los médicos se resisten a tomar decisiones que puedan colocarlos en conflicto moral, o en violación del juramento hipocrático, o aun en situación delictual, pues entienden que desconectar sin autorización legal podría equivaler a matar.

En los casos en los que la voluntad del enfermo no puede intervenir en modo alguno, es imposible cumplir con lo que se ha dado en llamar el "consentimiento informado", que consiste en que el paciente tenga plena conciencia de cuál es su situación médica, su posible evolución y la solución drástica que pueda querer asumir. Es difícil hablar de representantes que deciden sobre la pérdida de la vida del representado.

Otro de los conceptos que se han ido desarrollando es el de evitar el "encarnizamiento terapéutico", definido como el abuso de medios para la prolongación de la vida más allá de lo razonable cuando se tiene la convicción médica de que son sólo remedios artificiales, para mantener una situación irremediable. Es el pretender prolongar la vida a toda costa sabiendo que los medios empleados no mejorarán el estado terminal del paciente.

Esta situación es la que configura un atentado a la dignidad del paciente, afecta su condición de ser humano. Es una situación a la que no debería sometérselo. Obviamente, la muerte también atenta contra lo más precioso del ser: su existencia.

El dilema moral preocupa a comités de bioética, llamados a expedirse sobre las situaciones posibles; a médicos; a pensadores, religiosos, y, como es natural, a los parientes del enfermo, muchas veces enfrentados ante las posibles soluciones del tema.

Quienes han estudiado el asunto, de por sí delicado, piensan que no es posible cortar o suspender la hidratación, alimentación e higiene, pues son bienes que toda persona tiene derecho natural a recibir. Pero, en cambio, no sería reprochable suspender tratamientos cuya prolongación sólo implique una postergación de lo inevitable, sin posibilidad alguna de que la situación remita.

En otras palabras, no es posible atentar contra la vida, pero, dadas las circunstancias, es aceptable que, manteniendo siempre las prestaciones naturales aludidas, se permita que por fin llegue la muerte. Los médicos deberían también aceptar que, cuando por decisión de los familiares -en caso de que el paciente no pueda prestar su consentimiento- se interrumpe el uso de un medio mecánico que mantiene la vida artificialmente, no se está practicando la eutanasia, sino dejando obrar a las leyes naturales, que tarde o temprano desembocan en nuestra muerte física.

No es fácil la tarea legislativa, ni mucho menos debe ser apresurada. Se tratará siempre de no atentar contra la vida, pero permitir la muerte con dignidad.