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Una mayoría aún sin voz

*Por Santiago Kovadloff. Es un hecho: la República se tambalea, pero ni los propósitos ni las conductas del populismo son denunciados con la claridad y la firmeza necesarias.

Los opositores invierten más tiempo en hablar de las propias virtudes y en denostar al competidor que en denunciar los riesgos que corre el sistema.

Claridad y firmeza no sólo implican energía y transparencia. Implican, además y ante todo, aptitud persuasiva, coraje y lucidez unidos al poder de comunicación. No otra cosa demanda el desperdigado sector mayoritario de nuestra sociedad. Por eso es Moyano y no sus adversarios quien de veras preocupa al Gobierno. Es el único que, por el momento, condiciona la avidez de sus aspiraciones. La vía extorsiva, sin embargo, no puede ser el camino legítimo para disputarle al oficialismo la conducción del país. Una vía, dígase de paso, por la que el oficialismo no vacila en transitar cuando lo cree necesario.

Quien aspire a alcanzar, en nombre de la oposición, la presidencia de la República debería tomar muy en cuenta lo que ha escrito Susana Viau y disponerse a "caracterizar con menos miramientos al gobierno de Cristina Fernández, denunciar la corrupción, fustigar los desbordes cesaristas y alertar acerca de sus ya insinuadas intenciones de perpetuación; sólo la inminencia de una aventura autoritaria legitimaría la construcción de una gran alianza opositora". Todo ello sin olvidar esa franja más que dilatada de trabajadores que, por no integrar las compactas filas camioneras, se ve privada de los beneficios que Moyano sabe recaudar para los suyos. Esa brutal asimetría ha generado descontentos que todavía no encuentran representación entre los opositores de algún relieve.

El juego pendular desplegado por los coqueteos cristinistas (me voy, me quedo, me voy) no puede confundir sino a los distraídos. Unicamente ellos son capaces de creer que la Presidenta se entretiene deshojando la margarita. Por supuesto, su psicopatología podría marcarle algún límite. Pero no su ambición.

¿Hasta cuándo se subestimará a los voceros del oficialismo que invocan la necesidad de que la Presidenta encuentre el recurso "legal" que le permita perpetuarse en el poder, como lo hacen siempre que pueden sus aliados provinciales? Es, la de esos voceros, una propuesta que lo dice todo acerca de la lógica que vertebra el propósito primario de quienes promueven "el modelo" y se ufanan de ser populistas. El desborde frecuente en el que incurren brinda demasiada transparencia a lo que el tacto aconsejaría presentar por el momento con mayor discreción. Esa franqueza descarnada siembra el espanto en la clase media, a la que, por otra parte, la Presidenta se propone seducir para ganar más espacio electoral. Los gestos medidos que hace suyos se quieren indicio de un espíritu conciliador y tratan de hacer naufragar en el olvido y en el festival del consumo las amargas enseñanzas suministradas por las promesas de diálogo y mayor institucionalidad hechas en 2007 y que el viento se llevó.

La oposición, por su parte, lo será el día en que, como ha dicho Jorge Fernández Díaz, sepa a qué oponerse. Es decir, el día en que los opositores tengan una causa y dejen de vivir consagrados a los preciosismos ideológicos y a la descalificación recíproca mientras arde el edificio al que todos quieren ingresar. Esa causa, frente a las banderas de un populismo que se postula como "vía nacional", no puede ser otra que la democrática. Una causa que tendrá la consistencia que logre imprimirle la denuncia frontal del delito y la demagogia. Una causa que vuelva a animar el fervor por los principios que el Gobierno siempre despreció. Una causa que sepa oponerse al envilecimiento del Estado. A un poder que nunca ocultó su desdén por los partidos políticos y concibe a la República como una cáscara vacía. A un poder que asegura no tener nada que aprender del pensamiento disidente al que, por lo demás, considera senil. A un poder al que le repugnan los controles sobre su gestión. A un poder que no admite adversarios.

A un poder para el cual la pobreza es un recurso político y el narcotráfico un delito sin trascendencia. A un poder que tergiversa los índices económicos y persigue implacablemente a quienes lo hacen evidente. Que no promueve la libertad sindical. Que destruye el federalismo y busca inscribir en el vasallaje a las provincias para consolidar su centralismo despótico.

El dirigente que sepa enunciar estas verdades con la fuerza del compromiso emocional, la claridad expresiva indispensable y el espíritu esperanzado de quien se siente capaz de transformar lo que parece irremediable despertará otra vez el entusiasmo cívico, ese que se pronunció en 2008 y buscó hacerse oír nuevamente en 2009.

No se trata de proceder como el Gobierno y hacer redoblar los tambores que inciten a la resurrección de un pasado mítico. Ese pasado no existe para quienes buscan la república. Se trata, en cambio, de multiplicar la conciencia que ya tantos tienen de que hay que levantar la hipoteca que se está contrayendo con el porvenir. Ello, claro, siempre que se aspire a dejar de ser una democracia espectral. Siempre que se aspire a desplazar la política del terreno en el que hoy agoniza el pluralismo. Siempre que importe aproximarse a la modernización indispensable, a ese empeño en la ley que hace ya tanto se dejó de practicar en la Argentina y que es indisociable de la educación, el orden y la dignidad social.

Ya estamos lejos de la recurrencia a los golpes de Estado. Esa distancia es un logro mayor de la módica cultura cívica de los argentinos. Pero no estamos lejos ni a salvo de las causas profundas de la crisis de 2001. La perversión y el oportunismo que entonces tanto tuvieron que ver con lo que nos pasó siguen vigentes entre nosotros. La euforia económica de hoy no tiene futuro. Podrá prolongarse un tiempo más pero no cuenta con bases sólidas. No la respalda ninguna política de Estado. Lo ha dicho bien Roberto Lavagna: una cosa es consumo con inversión y empleo, y otra, consumo con inflación, sin inversión y sin empleo real.

El oportunismo rapiña la riqueza. El Gobierno no contribuye a crear lo que con insaciable avidez consume. Si obrar criteriosamente fuera su propósito, Guillermo Moreno no seguiría en su cargo. Sin medidas adecuadas no tardará en mostrarse crudamente la enfermedad de lo que parece sano. En suma, el país se encuentra en un proceso regresivo, agravado a partir del catastrófico ingreso al nuevo siglo. Ese proceso sigue sin encontrar su contraparte en un proyecto nítido que posibilite su reversión estructural. No otra cosa es la decadencia. Al promover "niveles de pobreza e indigencia inéditos y una clase dirigente sin legitimidad -señala Sergio Berensztein-, el país abrió una caja de Pandora de la que se escaparon ideas, valores y mecanismos de organización del poder que parecían superados: el estatismo y el intervencionismo sin control, el hiperpresidencialismo hegemónico, el corporativismo sindical arrogante y mafioso, el financiamiento inflacionario del fisco y la tolerancia de una sociedad ensimismada y temerosa".

El populismo se alimenta de la ruina democrática. No aspira a reconstruir lo derruido sino a impedir su revaloración. Esta es la diferencia esencial entre el proyecto populista y el que, aún a los tumbos, trata de expresar la oposición.

La disputa debería ser, finalmente, entre un modelo prebendario y una propuesta republicana. El primero hace ya tiempo que inició su despliegue. La segunda aún no demuestra suficiente energía. Le faltan voces altamente representativas. Y potencia, para concitar la atención sobre los peligros con que hay que terminar en la Argentina y qué es lo que en ella debe empezar a afirmarse de una buena vez. No es hueca agresividad lo que se le exige a esa segunda propuesta, sino intransigencia ante el delito. Osadía para poner al desnudo lo que esconde la retórica que se dice progresista. ¿Brotarán esas voces de la niebla opositora? Si ello ocurriera, la mayoría de los argentinos, harta del oportunismo y la demagogia, sabrá reconocerlas.