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Una larga y demoledora transición

Cuando el FCS perdió en marzo tras 20 años ininterrumpidos de ejercicio del poder provincial, desde distintos sectores se consignaron los riesgos que incubaba el extenso período de transición que se abría hasta el 10 de diciembre.

Serían nueve meses -embarazo y parto- en los que el radicalismo tendría que gobernar vaciado de poder, con la expectativa social puesta en la gestión sucesora y dos elecciones nacionales -primarias abiertas simultáneas y obligatorias en agosto y generales presidenciales en octubre- en el medio. Como las decisiones que tomara en función de Gobierno repercutirían en la gestión siguiente, parecía lo más prudente estructurar una instancia de negociación para restar posibilidades a derivaciones traumáticas hasta el traspaso de mando.

Esta visión se basaba sobre todo en el factor económico y financiero como determinante del escenario político.

El peronismo ganador sostenía que le asistía el derecho de opinar sobre medidas que afectarían el Presupuesto en su primer año de gestión gubernamental, e incluso más allá. En el radicalismo, algunos sectores consignaban la conveniencia de evitarse más desgastes después de la derrota exhibiendo una actitud generosa, por un lado, y comprometiendo a los sucesores durante la transición, por el otro.

Ambas posturas eran más que razonables, pero el Gobierno prefirió profundizar el aislamiento que lo había llevado al derrumbe.

Apuró designaciones de personal que había mantenido postergadas durante años y avanzó con licitaciones que imponían hipotecas millonarias a la futura administración, mientras un peronismo entonado y encolumnado por el triunfo, todavía sin responsabilidad de gestión y, por lo tanto, sin pagar costo alguno, descargaba su artillería por las unilaterales decisiones oficialistas gastando sólo saliva.

A un frente externo polémico, se sumó la exacerbación de las rencillas intestinas de la UCR, que ni el Gobierno ni la conducción formal del partido supieron contener y terminaron en el desastre de las primarias de agosto, donde los candidatos del Frente para la Victoria le dieron a los radicales la peor paliza electoral de la historia democrática, con una diferencia de más de

60 mil votos.

Peligrosa prescindencia

El Gobierno se mostraba prescindente de lo que ocurría. Esgrimía el gobernador Eduardo Brizuela del Moral la Constitución Provincial para legitimar sus acciones y resaltaba que su período terminaba en 10 de diciembre y que hasta entonces gobernaría como mejor le pareciera.

Esta explicación prescindía del contexto político. Pecaba -para usar un término caro al senador nacional Oscar Castillo- de legalista. La Constitución puede decir cualquier cosa -también habilita la reelección indefinida, y a nadie le sirvió hasta la fecha- pero sus disposiciones han de aplicarse en un marco de racionalidad y prudencia.

El FCS está en descomposición acelerada y los integrantes del elenco gubernamental, con muy contadas excepciones, dedican menos esfuerzos y tiempo a gobernar que a planificar su futuro en el llano.

Al margen de los plazos constitucionales, lo cierto es que la gestión de Gobierno perdió legitimidad en marzo y nada se ha hecho para resolver el dilema de ejercitar el poder sin poder, salvo acentuar los rasgos que, precisamente, provocaron la caída: sordera, miopía y aislamiento.

Imponderables

Nadie estaba en condiciones de predecir que el concurso de la tragedia ubicaría al FCS en el peor de los escenarios. La muerte de cuatro adolescentes en la Alcaidía desencadenó una reacción social y política donde las omisiones y el abandono de las responsabilidades de liderazgo cobran un alto precio.

El Gobierno se aisló solo, y aislado está en la crisis.

Las culpas del Estado en las espantosas muertes son claras: fallas en el sistema judicial de menores y familia, deficiencias en la contención de los chicos en conflicto con la ley, anacronismo en las políticas de asistencia y atención a la problemática de minoridad.

Todo esto es cierto, pero el Poder Ejecutivo, encerrado en una burbuja, carece además de mecanismos y actores para reaccionar con eficacia frente al drama que, a esta altura, anonada las posibilidades de irse "por la puerta grande", como pretende. Sus deficiencias políticas e institucionales resultan palmarias.

La estrategia inicial de deslindar la responsabilidad en las juezas de Menores ha fracasado. Tampoco se ha logrado gran cosa con el descabezamiento de la cúpula policial y la renuncia del secretario de Seguridad.

Elocuente silencio

La oposición, los familiares y amigos de las víctimas, los fiscales a cargo de la investigación y hasta facciones del propio oficialismo buscan la yugular del ministro de Gobierno, Javier Silva.
En la circunstancia de Silva se resume la crisis oficialista.

El jefe de la cartera política ha sido ratificado en su cargo por el Gobernador para recibir los azotes. En lugar de funcionar como fusible, funciona como escudo para tratar que las esquirlas de la tragedia de la Alcaidía afecten a Brizuela del Moral.

Mal o bien, Silva es el único de los ministros oficialistas que todavía pone la cara por el Gobierno, al margen de las muertes que lo colocaron en el vértice de la polémica ahora. Tiene que resistir donde está porque es la última muralla antes de su jefe Brizuela del Moral. A duras penas, cumple la ingrata misión de inmolarse que le han asignado.

Pero la soledad no es del ministro Silva, sino del Gobernador. En el radicalismo todavía no se animan a cuestionar de frente a Brizuela del Moral, y le reprochan a Silva lo que no osan recriminarle al mandatario. Porque es Brizuela del Moral el responsable político último de lo que en el Gobierno ocurre.

Aunque la Corriente Progresista Radical del diputado José Antonio Sosa tiene razón cuando cuestiona el silencio del radicalismo en torno a la tragedia de la Alcaidía, es una ingenuidad suponer que tal silencio obedece a una decisión de la presidenta formal Marta Grimaux de Blanco. El silencio es una decisión política de la conducción real del partido, que Brizuela del Moral encarna.

Este silencio empieza a ser excesiva e inconvenientemente estruendoso, sobre todo si se tiene en cuenta que ni siquiera se ha roto para defender orgánicamente al Gobierno propio.
¿Puede ser que el radicalismo ni siquiera ensaye la defensa propia, que renuncie hasta al básico instinto de conservación? Es, por lo menos improbable.

El mutismo corona el desbande oficialista iniciado en marzo. Cuando se dice que Silva se las arregle como pueda, lo que se dice en realidad es que Brizuela del Moral se las arregle como pueda. Sin liderazgo, cada uno quedó librado a su suerte.

Con la tragedia de la Alcaidía, la transición, aparte de ser larga, se volvió demoledora.

CAJONES

La gestión de Gobierno perdió legitimidad en marzo y nada se ha hecho para resolver el dilema de ejercitar el poder sin poder, salvo acentuar los rasgos que provocaron la caída: sordera, miopía y aislamiento.

El silencio de la UCR empieza a ser estruendoso, sobre todo si se tiene en cuenta que ni siquiera se ha roto para defender orgánicamente al Gobierno propio. ¿Cómo puede ser que el radicalismo ni siquiera ensaye la defensa propia?