Una hegemonía endeble
*Por Aleardo Laría. Las cifras son apabullantes, pero las bases de la construcción política son menos consistentes. Cristina Fernández ha obtenido un triunfo electoral inobjetable con casi el 54% de los votos y a una distancia superior al 36% del segundo competidor.
En cualquier lugar del mundo, semejante resultado augura al partido político ganador un largo futuro de tranquilidad electoral. En la Argentina, a la luz de lo acontecido luego de resonantes triunfos de similar envergadura, todo debe relativizarse.
En noviembre de 1951, la fórmula Perón-Quijano obtuvo el 62,49% de los votos frente a la de Balbín-Frondizi con el 31,81%. Tres años después, en 1955, cayó el gobierno de Perón víctima de un levantamiento militar, sin que el inmenso caudal de votos sirviera para ofrecer un mínimo de resistencia popular a la ilegítima algarada. En 1973, las elecciones de octubre le dieron a la fórmula Perón-Perón el 61,85% de los votos frente al 24,42% de la fórmula de Balbín-De la Rúa. En julio de 1974 murió Perón y dejó el gobierno en manos de una dirección incompetente que licuó en pocos meses su gobierno y precipitó el golpe militar de 1976.
En 1995 Carlos Menem, en una situación bastante similar a la actual –gobierno personalista, elevado consumo, "deme dos", etc.– obtuvo el 49,97%, mientras que una fuerza emergente como el Frepaso –que ahora estaría representada por el Frente Amplio de Binner– obtuvo el 28,37%. Estos resultados prepararon las condiciones para el triunfo de la Alianza en octubre de 1999, cuando la fórmula De la Rúa-Chacho Álvarez obtuvo el 48,37% frente a la dupla Duhalde-Palito Ortega que alcanzó el 38,27%, infligiéndole así al peronismo su segunda derrota desde la recuperación de la democracia en 1983. En el 2001 el gobierno de la Alianza se vino abajo, arrastrando en el desprestigio a toda la clase política: "Que se vayan todos".
Lo evanescente que resultan las victorias electorales y los cambios de dirección abruptos del electorado son una peculiaridad argentina. En el resto de democracias consolidadas, las formaciones políticas mantienen inalterada una base firme de apoyo y los resultados expresan los cambios de preferencia de los electores independientes –apenas un 10%– que son los que, al inclinarse en una dirección u otra, tuercen el resultado de los comicios. Dos casos extremos, que sirven para mostrar la distancia entre una y otra realidad, son los sistemas bipartidistas de Gran Bretaña y Estados Unidos, donde las formaciones más importantes tienen 200 años "encapsulados" a sus respectivos electorados.
La extrema fragilidad de todos los partidos políticos argentinos –incluyendo los que componen el Frente que se adjudicó la victoria– es un dato incontrastable de la realidad política argentina. Éstos vienen sufriendo el efecto de sucesivas olas de desgaste provocadas por la inestabilidad económica y política característica de nuestro país: la dictadura militar entre 1976-1983, la hiperinflación en 1989, la salida de la convertibilidad en el 2001, etc.
Como señala Gianfranco Pasquino, las democracias contemporáneas son inconcebibles sin partidos y la calidad de las mismas depende de los sistemas partidarios que son los responsables de la selección y circulación de las elites políticas. En esta ocasión, los partidos del denominado arco opositor no supieron sustraerse a la desgarradora competencia personalista que instala siempre la elección en el marco de un sistema presidencialista. La única excepción ha sido el Frente Amplio liderado por Hermes Binner, que renunciando de antemano a los resultados circunstanciales, se ha instalado con el proclamado propósito de conformar una sólida fuerza política de centro-izquierda en el largo plazo.
Por su parte, el triunfo del Frente para la Victoria no puede disimular lo endeble de una coalición electoral que engloba a múltiples y conflictivos "espacios": la CGT de Moyano y la voluble burocracia sindical que por el momento lo respalda; el espacio del gobernador Scioli; el de los intendentes del conurbano bonaerense; la coalición de los gobernadores de provincia; las estructuras tradicionales del PJ, y la presencia folclórica de una izquierda populista –Carta Abierta, La Cámpora, etc.– sin ningún peso electoral. Semejante conglomerado reposa sobre las espaldas de una sola persona, que sólo cuenta con el poder de fuego de un arma eficaz de disciplinamiento: el uso arbitrario de los recursos presupuestarios del Estado.
Si alguien cree que esa colorida "suspensión coloidal" se aproxima a un partido político, debe corregir las dioptrías de sus gafas políticas urgentemente. Ese aparato podrá servir para ganar elecciones, pero no permite construir un "bloque histórico" en el sentido gramsciano de la expresión. De allí que al carecer de la fuerza de un partido político sólidamente asentado, termine renunciando a llevar a cabo políticas de transformación estructural, que quedan siempre reducidas a batallas de tono retórico o al mero reparto asistencial de fondos públicos.
La construcción de una hegemonía cultural y política auténtica no puede eludir librar la batalla por las ideas y los programas. La retórica no suple a la política. Cuando llega el tiempo inevitable en el que hay que afrontar los efectos de las tormentas políticas, la endeblez del andamiaje se pone a prueba. Es el momento en que se percibe que las cifras de los resultados electorales son engañosas y el viento de la crisis se lleva la casa de papel que se confiaba haber construido sólo con votos.