Una forma de complicidad
Para decepción de los muchos que esperaban que Dilma Rousseff aprovechara su visita a Cuba para recordarles a sus anfitriones que les convendría respetar los derechos de sus compatriotas.
La presidenta brasileña optó por minimizar la importancia del tema, afirmando jocosamente que si de derechos humanos se trata "debemos entonces mencionar el caso de Estados Unidos con Guantánamo o el de Brasil", dando a entender así que en su opinión todos los gobiernos son igualmente malos y que por lo tanto sería muy injusto suponer que el régimen cubano es peor que otros. Sin embargo, mientras que la dictadura de los hermanos Castro no es responsable de lo que ocurre en la base militar norteamericana de Guantánamo, sí lo ha sido del destino de las decenas de miles de presos políticos que en el transcurso de los años han sufrido vejaciones atroces en las cárceles de la isla y de los muchos cubanos que siguen siendo perseguidos por motivos ideológicos.
Asimismo, si bien tiene razón la presidenta brasileña al señalar que en su propio país se producen muchas violaciones de los derechos humanos, no se deben a medidas tomadas por el gobierno que ella encabeza, tanto las víctimas de los atropellos perpetrados como los preocupados por el tema pueden denunciarlos sin temer represalias por parte de las autoridades nacionales y existen mecanismos jurídicos que les permiten no sólo impedir que los abusos se generalicen sino también que los culpables de pisotearlos reciban el castigo que merecen.
Por lo demás, puesto que al régimen totalitario cubano, que está en el poder desde hace más de medio siglo, le interesa su reputación internacional, la actitud asumida por gobiernos como el brasileño puede incidir directamente en el trato que reciben las víctimas de la represión. Según Dilma, no le corresponde intervenir en lo que a su juicio es un "asunto interno", pero sucede que su negativa a hablar del abuso sistemático de los derechos básicos de los cubanos es también una manera de intervenir, ya que sirve para informarle a Raúl Castro y otros integrantes del régimen de que su conducta no modificará su relación con el país más poderoso de América Latina, de suerte que no extrañaría que de resultas de las declaraciones de la visitante se endureciera la represión. Puede que desde el punto de vista de la mandataria brasileña sea cuestión de "solidaridad" latinoamericana frente a la prepotencia de Estados Unidos, pero una cosa es respaldar a un gobierno determinado y otra muy distinta solidarizarse con el pueblo. Acaso no le guste la idea, pero Cuba es mucho más que la elite político-militar no elegida que monopoliza todo el poder.
En opinión de Dilma, "no se deben utilizar los derechos humanos como un arma de combate político e ideológico", ya que "el mundo tiene que convencerse de que es algo de lo que todos los países tienen que responsabilizarse", tesis ésta que, claro está, merece la aprobación de todos los tiranos. En este ámbito, por lo menos, la postura de la presidenta brasileña es virtualmente idéntica a la reivindicada –a menudo con las mismas palabras– por el régimen del entonces general Jorge Rafael Videla y sus sucesores en los foros internacionales: como todas las dictaduras, la militar reaccionaba ante las críticas formuladas por gobiernos y organizaciones defensoras de los derechos humanos extranjeros acusándolos de atentar contra la soberanía nacional y, en consecuencia, contra todos los argentinos sin excepción.
Irónicamente, muchos que sólo sentían desprecio por los argumentos esgrimidos por los voceros del Proceso están plenamente dispuestos a usarlos para defender a sus equivalentes cubanos por tratarse de marxistas hostiles a Estados Unidos. Por desgracia parecería que Dilma, a pesar de haber sido ella misma una presa política y víctima de tortura en Brasil, comparte la actitud de aquellos "progresistas" que automáticamente subordinan los derechos humanos a sus propias preferencias ideológicas, razón por la que ha decidido pasar por alto los crímenes cometidos por la dictadura más longeva de América Latina que, además de actuar con la brutalidad que es característica de todos los regímenes totalitarios, ha intervenido desembozadamente en los asuntos internos de otros países de la región y de África.
Asimismo, si bien tiene razón la presidenta brasileña al señalar que en su propio país se producen muchas violaciones de los derechos humanos, no se deben a medidas tomadas por el gobierno que ella encabeza, tanto las víctimas de los atropellos perpetrados como los preocupados por el tema pueden denunciarlos sin temer represalias por parte de las autoridades nacionales y existen mecanismos jurídicos que les permiten no sólo impedir que los abusos se generalicen sino también que los culpables de pisotearlos reciban el castigo que merecen.
Por lo demás, puesto que al régimen totalitario cubano, que está en el poder desde hace más de medio siglo, le interesa su reputación internacional, la actitud asumida por gobiernos como el brasileño puede incidir directamente en el trato que reciben las víctimas de la represión. Según Dilma, no le corresponde intervenir en lo que a su juicio es un "asunto interno", pero sucede que su negativa a hablar del abuso sistemático de los derechos básicos de los cubanos es también una manera de intervenir, ya que sirve para informarle a Raúl Castro y otros integrantes del régimen de que su conducta no modificará su relación con el país más poderoso de América Latina, de suerte que no extrañaría que de resultas de las declaraciones de la visitante se endureciera la represión. Puede que desde el punto de vista de la mandataria brasileña sea cuestión de "solidaridad" latinoamericana frente a la prepotencia de Estados Unidos, pero una cosa es respaldar a un gobierno determinado y otra muy distinta solidarizarse con el pueblo. Acaso no le guste la idea, pero Cuba es mucho más que la elite político-militar no elegida que monopoliza todo el poder.
En opinión de Dilma, "no se deben utilizar los derechos humanos como un arma de combate político e ideológico", ya que "el mundo tiene que convencerse de que es algo de lo que todos los países tienen que responsabilizarse", tesis ésta que, claro está, merece la aprobación de todos los tiranos. En este ámbito, por lo menos, la postura de la presidenta brasileña es virtualmente idéntica a la reivindicada –a menudo con las mismas palabras– por el régimen del entonces general Jorge Rafael Videla y sus sucesores en los foros internacionales: como todas las dictaduras, la militar reaccionaba ante las críticas formuladas por gobiernos y organizaciones defensoras de los derechos humanos extranjeros acusándolos de atentar contra la soberanía nacional y, en consecuencia, contra todos los argentinos sin excepción.
Irónicamente, muchos que sólo sentían desprecio por los argumentos esgrimidos por los voceros del Proceso están plenamente dispuestos a usarlos para defender a sus equivalentes cubanos por tratarse de marxistas hostiles a Estados Unidos. Por desgracia parecería que Dilma, a pesar de haber sido ella misma una presa política y víctima de tortura en Brasil, comparte la actitud de aquellos "progresistas" que automáticamente subordinan los derechos humanos a sus propias preferencias ideológicas, razón por la que ha decidido pasar por alto los crímenes cometidos por la dictadura más longeva de América Latina que, además de actuar con la brutalidad que es característica de todos los regímenes totalitarios, ha intervenido desembozadamente en los asuntos internos de otros países de la región y de África.