Una cultura que recupere el valor del duelo
Por Ricardo Iacub* Ningún otro acontecimiento nos deja una huella tan sensible como el duelo. Desde aquellas pérdidas tempranas de espacios, relaciones o ideales que fueron, poco a poco, conformándonos como personas, hasta aquellas pérdidas que nos hurtan a los que amamos.
Por un lado el duelo tendría una función estructurante para el sujeto, ya que frente a las pérdidas, lo posiciona ante nuevas alternativas de deseo.
Por el otro, el duelo surge como una experiencia apenas soportable, donde la persona debe sobreponer una serie de adversidades, auxiliado por mecanismos psíquicos y apoyos externos, que buscan tanto resolver el dolor de la pérdida, como encontrar nuevos significados al sí mismo.
El duelo implica resolver esa fatal diferencia entre lo que existe y dejó de existir, entre lo que quiero tener y ya no tengo, con todo el monto de frustración que ello implica. Al mismo tiempo, esa falta nos transforma entre aquel que era y el que soy.
El duelo implica asumir que algo de nosotros se transforma con la pérdida , ya que no sólo no tendremos más su presencia, sino que nos faltará, como Lacan advierte, el lugar que ocupábamos para el otro, ya sea en el ser amados, deseados o hasta odiados.
Por ello, se transformarán muchos de los supuestos desde los que, consciente o inconscientemente, el sí mismo era o creía ser.
El duelo desnuda la relación con otro, como ya sostenía Freud, y nos presenta los costados más curiosos de debilidad o fortaleza, que pudieron, en algunos casos, haber quedado ocultos en el llamativo juego de bisagra que, a su modo, se produce en cada relación.
La muerte o separación de aquellos que revisten importancia y para quienes éramos significativos, resulta un momento de quiebre y por eso el duelo es un proceso en el que volvemos a aprendernos, como lo define Attig, debiendo respondernos quiénes somos o cómo ser "sin".
La epopeya del duelo requiere del otro como sostén, a partir del cual se establezca un nuevo marco de referencia que incluya afectos y renovadas maneras de comprendernos.
La experiencia nos indica que se lo atraviesa de modos diversos. Hay duelos cronificados donde no pareciera haber salida al dolor, o que requieren otras formas de apoyo para poder encontrar un camino; en cambio hay otros que se bloquean y resurgen en momentos poco esperados ; algunos requieren un contacto más continuo con el recuerdo del deudo, que muchas veces perturban nuestra aséptica posición frente a la muerte, sin que por ello implique una patología psicológica. Pero el duelo puede ser un proceso creativo y transformador, donde se reconstruya el sí mismo generando un nuevo espacio personal y social.
La cultura funciona como una organizadora de los tiempos y modos posibles de tramitar este proceso. La actual posición de negación frente a la muerte suele dejar más solo al que realiza el duelo, ya que el malestar no se comparte, se lo sobremedica o se lo interpreta como un exceso casi indecoroso y hasta de cierta peligrosidad.
Es imprescindible la conformación de una cultura que vuelva a dar al duelo un sentido, quizás el de aquel tránsito por un dolor que no es patológico, sino el recorrido heroico y único de quien intenta volver a desear a pesar de lo perdido en el otro y en sí mismo.