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Una acusación infundada

*Por Aleardo F. Laría. Las declaraciones de Elisa Carrió, acusando al candidato presidencial Hermes Binner de propiciar una reforma constitucional para instalar un sistema parlamentario que brindaría cobertura a la re-reelección de Cristina Fernández son completamente infundadas.

Sólo pueden provenir de una persona que ignora el funcionamiento del sistema parlamentario. Si hay algo que lo caracteriza es justamente su capacidad de "despedir" al Ejecutivo que pasa a tener un mandato delegado y revocable por el Congreso, opuesto a toda idea de "eternidad" en el poder.

Quien en cambio conoce a fondo el funcionamiento del sistema parlamentario europeo es el gurú del kirchnerismo, Ernesto Laclau, un profesor que vive en el Reino Unido, donde hace más de treinta años dicta una cátedra en la Universidad de Essex. Laclau ha reiterado hace unos días sus conocidas preferencias por la reelección indefinida de los presidentes latinoamericanos. Pero al mismo tiempo, ha señalado que no es partidario del sistema parlamentario porque no se adapta a sus proyectos reeleccionistas.

Si se modificara la Constitución para que el jefe de Gabinete (o un "primer ministro") fuera designado por la Cámara de Diputados, con esa única medida ya tendríamos un sistema parlamentario en la Argentina. Así se conseguiría que este alto cargo, al no depender del presidente, pudiera estar al frente de la administración del Estado asumiendo una gestión más profesional de los asuntos públicos. Se convertiría en un delegado del Parlamento, al que debiera rendir cuentas periódicamente, bajo el riesgo de ser destituido por una moción de censura.

Una metáfora vinculada con el deporte popular nos permite obtener una aproximación realista sobre el funcionamiento del sistema parlamentario. La Cámara de Diputados tendría los mismos poderes que la comisión directiva de un club de fútbol y podría cambiar al DT cuando lo considerara oportuno. En nuestro sistema presidencialista, en cambio, tenemos un DT por un período fijo de cuatro años, al que no podemos destituir a pesar de los malos resultados obtenidos en el campo de juego.

El sistema parlamentario es, por lo tanto, enormemente flexible y la dependencia que el jefe de Gabinete adquiere frente al Parlamento le impide hacer todas las picardías que nuestro sistema presidencialista le permiten hoy al primer mandatario. Por esta razón, el sistema parlamentario ha sido adoptado por todas las constituciones modernas, que luego combinan, de una forma u otra, la distribución de facultades entre el presidente o jefe de Estado, –que conserva una función simbólica para representar al país en el exterior– con las facultades del primer ministro o jefe del Gobierno.

Por consiguiente, tiene razón Laclau frente a Carrió: el sistema parlamentario no ofrece ninguna posibilidad de "eternidad". El presidente o jefe del Estado es designado por un período acotado y el primer ministro o jefe del Gobierno puede ser removido en cualquier momento en que se produzca una nueva mayoría en la Cámara de Diputados (ya sea por el resultado de una nueva elección o por un cambio en la composición de la coalición que lo ha designado). Inclusive, una cláusula constitucional podría perfectamente prohibir la reelección indefinida del primer ministro, acotando su mandato a dos períodos, como ha propuesto Aznar en España.

Unas desafortunadas declaraciones que hizo la diputada Diana Conti hace un tiempo –reveladoras también de su ignorancia acerca del funcionamiento del sistema parlamentario– han servido para crear toda esta confusión. Es innegable que muchos militantes K, como en la época de Menem, desean la reelección de quien les garantiza la continuidad de sus privilegios. Pero esto no se consigue con el sistema parlamentario que, como bien ha señalado Binner, acabaría con el populismo vernáculo. Lo lamentable es que este juego de suspicacias nos hace desviar del tema central que debiera responder a la siguiente pregunta: ¿funciona bien nuestro régimen presidencial?

Todas las quejas que se formulan sobre el "hiperpresidencialismo" remiten, en el fondo, al funcionamiento descarnado de nuestro régimen político. Si el presidente dicta DNU y se salta al Congreso; si maneja el presupuesto como si fuera la caja negra de un capo mafioso, para dar premios a los gobernadores e intendentes amigos y castigar a los insubordinados; si toda la administración pública es colonizada por funcionarios-militantes que dedican su tiempo a una labor facciosa; si el clientelismo canaliza caudalosos recursos públicos, etc. etc. todo se lo debemos a la incapacidad del sistema institucional para contener a nuestro gran Leviatán.

A las constituciones, como a los coches, conviene revisarlas cada cierto período de tiempo. Si una nueva generación de jóvenes se integrara a la vida pública, debiera tener la posibilidad de abrir un debate sobre la calidad de las instituciones que ha recibido de la generación precedente. De modo que bienvenido sea el debate sobre los achaques de nuestro sistema presidencialista, inaugurado en la Constitución de 1853, es decir con más de 150 años de agotadores servicios sobre sus espaldas.