Un triunfo de los derechos humanos
Las condenas de prominentes exponentes de la dictadura militar son un triunfo de las instituciones defensoras de los derechos humanos. Pero quedan muchos otros derechos aún sin plena vigencia.
Las condenas dictadas por el Tribunal Oral Federal número 1 de Córdoba contra algunos de los principales exponentes de la cruel dictadura militar son doblemente positivas. En primer lugar, porque devuelve al pueblo argentino la dignidad perdida.
Era inadmisible pensar que quedasen impunes aberrantes crímenes y feroces torturas. Más aún cuando los propios represores pretendieron autoindultarse en los días crepusculares de su feroz dominio y en sus últimas palabras ante el tribunal. Una ciudadanía libre puede condenar según limpios criterios de justicia, a la vez que sólo ella puede perdonar.
La usurpación de esas atribuciones sólo puede ser explicada como extensión de un insano mesianismo. Las sentencias tienen también el valor positivo de trazar el camino de regreso de la Justicia a sus potestades soberanas, para restablecer el equilibrio con los otros dos poderes del Estado y terminar con una larga y deplorable sumisión al poder político.
Es verdad que el sistema judicial es extremadamente lento, pero no lo es menos que los 27 años discurridos desde el final del régimen militar jamás podrían ser explicados únicamente por las “chicanas” y las manipulaciones de códigos por parte de las defensas. Es un nuevo triunfo de las organizaciones defensoras de los derechos humanos.
Pero no es el triunfo pleno de los derechos humanos. En casi tres décadas de democracia, hemos asistido a innumerables marchas que reclamaban justicia y exigían “ni olvido ni perdón”, portando fotografías de víctimas de la represión. Pero no recordamos haber visto en los grandes centros urbanos manifestantes que ostentaran la imagen de Mabel Pino Fernández, una aborigen toba de 45 años que al morir pesaba tan sólo 25 kilos. Está enterrada en el paraje Pozo del Bayo, provincia del Chaco, junto a otros miembros de su familia, en su mayoría jóvenes y niños, todos muertos de hambre y desnutrición.
En un país que produce alimentos para 440 millones de personas, debería ser delito de lesa humanidad que las comunidades aborígenes sigan muriendo por esas razones, mientras avanzan el desmonte y la expulsión de sus tierras.
Quedan abiertas en nuestro país muchas otras cuentas de derechos humanos: un déficit habitacional de tres millones de unidades; 718 mil jóvenes sin empleo, según estudios del Ministerio de Trabajo de la Nación; un tercio de la población que vive por debajo del nivel de pobreza, de acuerdo a mediciones privadas; 28 por ciento tiene su hábitat cerca de un basural y 22 por ciento en zonas inundables, entre otras fotografías que patentizan el profundo drama social. Es justo y merecido el castigo a los dictadores y violadores de esenciales derechos humanos, pero aún quedan otras conquistas por lograr para dar al pueblo de la Nación argentina la plena dignidad humana.
Era inadmisible pensar que quedasen impunes aberrantes crímenes y feroces torturas. Más aún cuando los propios represores pretendieron autoindultarse en los días crepusculares de su feroz dominio y en sus últimas palabras ante el tribunal. Una ciudadanía libre puede condenar según limpios criterios de justicia, a la vez que sólo ella puede perdonar.
La usurpación de esas atribuciones sólo puede ser explicada como extensión de un insano mesianismo. Las sentencias tienen también el valor positivo de trazar el camino de regreso de la Justicia a sus potestades soberanas, para restablecer el equilibrio con los otros dos poderes del Estado y terminar con una larga y deplorable sumisión al poder político.
Es verdad que el sistema judicial es extremadamente lento, pero no lo es menos que los 27 años discurridos desde el final del régimen militar jamás podrían ser explicados únicamente por las “chicanas” y las manipulaciones de códigos por parte de las defensas. Es un nuevo triunfo de las organizaciones defensoras de los derechos humanos.
Pero no es el triunfo pleno de los derechos humanos. En casi tres décadas de democracia, hemos asistido a innumerables marchas que reclamaban justicia y exigían “ni olvido ni perdón”, portando fotografías de víctimas de la represión. Pero no recordamos haber visto en los grandes centros urbanos manifestantes que ostentaran la imagen de Mabel Pino Fernández, una aborigen toba de 45 años que al morir pesaba tan sólo 25 kilos. Está enterrada en el paraje Pozo del Bayo, provincia del Chaco, junto a otros miembros de su familia, en su mayoría jóvenes y niños, todos muertos de hambre y desnutrición.
En un país que produce alimentos para 440 millones de personas, debería ser delito de lesa humanidad que las comunidades aborígenes sigan muriendo por esas razones, mientras avanzan el desmonte y la expulsión de sus tierras.
Quedan abiertas en nuestro país muchas otras cuentas de derechos humanos: un déficit habitacional de tres millones de unidades; 718 mil jóvenes sin empleo, según estudios del Ministerio de Trabajo de la Nación; un tercio de la población que vive por debajo del nivel de pobreza, de acuerdo a mediciones privadas; 28 por ciento tiene su hábitat cerca de un basural y 22 por ciento en zonas inundables, entre otras fotografías que patentizan el profundo drama social. Es justo y merecido el castigo a los dictadores y violadores de esenciales derechos humanos, pero aún quedan otras conquistas por lograr para dar al pueblo de la Nación argentina la plena dignidad humana.