Un sistema perverso
Aunque algunos familiares y amigos de las víctimas del terrible accidente ferroviario del 22 de febrero pasado...
... en el que murieron 51 personas y fueron heridas 700, han manifestado su aprobación por la decisión del gobierno de quitarle la concesión de los ramales Sarmiento y Mitre a la empresa Trenes de Buenos Aires, para que en adelante operen el servicio Metrovías y Ferrovías, sólo se trata de una medida cosmética.
No hay motivos para creer que el cambio que acaba de anunciarse contribuya mucho a solucionar problemas que se deben menos a la ineficacia notoria y la eventual corrupción de empresarios determinados que a un sistema basado en subsidios que, si bien cuantiosos, apenas alcanzan para pagar salarios y cubrir los costos operativos.
Es que, tal y como ha sucedido en el sector energético, debido a la resistencia del gobierno a permitir que suba el precio del boleto y la negativa a reconocer que mes a mes la inflación reduce la rentabilidad de las empresas de servicios públicos, a éstas les importa mucho más su relación con los funcionarios responsables de repartir los subsidios que las necesidades de los usuarios. Son cortesanos del poder que no se sienten realmente comprometidos con el negocio en el que se han metido. Por lo tanto, aun antes de producirse el desastre trágico de Once, era evidente que en cualquier momento uno de los trenes destartalados, atestados de pasajeros en horas pico, que circulaban en las inmediaciones de la Capital Federal podría sufrir un accidente.
Estarán en lo cierto quienes critican a los miembros de la familia Cirigliano, los dueños de TBA, por su forma deficiente de manejar líneas en las que todos los días laborales viajan más de medio millón de personas, pero en última instancia la condición penosa de lo que todavía queda de la red ferroviaria nacional es responsabilidad del Estado nacional.
Al limitarse a dar subsidios a las empresas concesionarias, sin monitorear de manera adecuada el mantenimiento del material rodante existente, además de asegurar que se invirtiera lo necesario para que fuera renovada la infraestructura, el gobierno permitió que el sistema se deteriorara tanto que no exageran los que dicen que ni siquiera es apto para el transporte de ganado.
Como señala la diputada opositora Graciela Ocaña, lo que se necesita por parte del Estado es una "gestión profesionalizada, como pidió la presidenta para YPF", pero es poco probable que se lleven a cabo los cambios drásticos que en tal caso serían precisos, ya que supondrían desairar a políticos determinados que están más preocupados por la evolución de las diversas internas que agitan a los integrantes del gobierno de Cristina. Asimismo, en el contexto del "capitalismo de los amigos" imperante en países de instituciones débiles como el nuestro suele importar más los vínculos personales o los intereses económicos compartidos que los detalles administrativos. Por cierto, la eficiencia no figura en un lugar muy alto en la lista de prioridades de los involucrados.
De todos modos, si sólo fuera cuestión de las deficiencias propias del sistema de concesiones que fue heredado por el gobierno o de la capacidad operativa de los empresarios del sector, mejorar el transporte público sería relativamente fácil pero, claro está, para hacerlo también sería necesario invertir muchísimo dinero.
Durante los primeros años de la gestión kirchnerista, el gobierno contaba con fondos suficientes como para emprender un esfuerzo por modernizar la red ferroviaria, pero optó por gastarlos en proyectos sociales o propagandísticos que a su juicio le resultarían más provechosos. Por desgracia, aun cuando la economía estuviera pasando por una etapa de crecimiento explosivo, el dinero disponible era limitado, de suerte que el gobierno se veía obligado a elegir a sabiendas de que si privilegiaba una alternativa tendría que descuidar otra. Como es notorio, decidió postergar la eventual renovación del sistema de transporte, de ahí su estado actual. Aunque muchos políticos lo han criticado con virulencia por la actitud así reflejada, convendría que nos dijeran cuánto estarían dispuestos a gastar para modernizar un sistema cuyos defectos son patentes y de dónde sacarían los miles de millones de dólares que serían necesarios para ponerlo a la altura de las expectativas mínimas de los usuarios.
No hay motivos para creer que el cambio que acaba de anunciarse contribuya mucho a solucionar problemas que se deben menos a la ineficacia notoria y la eventual corrupción de empresarios determinados que a un sistema basado en subsidios que, si bien cuantiosos, apenas alcanzan para pagar salarios y cubrir los costos operativos.
Es que, tal y como ha sucedido en el sector energético, debido a la resistencia del gobierno a permitir que suba el precio del boleto y la negativa a reconocer que mes a mes la inflación reduce la rentabilidad de las empresas de servicios públicos, a éstas les importa mucho más su relación con los funcionarios responsables de repartir los subsidios que las necesidades de los usuarios. Son cortesanos del poder que no se sienten realmente comprometidos con el negocio en el que se han metido. Por lo tanto, aun antes de producirse el desastre trágico de Once, era evidente que en cualquier momento uno de los trenes destartalados, atestados de pasajeros en horas pico, que circulaban en las inmediaciones de la Capital Federal podría sufrir un accidente.
Estarán en lo cierto quienes critican a los miembros de la familia Cirigliano, los dueños de TBA, por su forma deficiente de manejar líneas en las que todos los días laborales viajan más de medio millón de personas, pero en última instancia la condición penosa de lo que todavía queda de la red ferroviaria nacional es responsabilidad del Estado nacional.
Al limitarse a dar subsidios a las empresas concesionarias, sin monitorear de manera adecuada el mantenimiento del material rodante existente, además de asegurar que se invirtiera lo necesario para que fuera renovada la infraestructura, el gobierno permitió que el sistema se deteriorara tanto que no exageran los que dicen que ni siquiera es apto para el transporte de ganado.
Como señala la diputada opositora Graciela Ocaña, lo que se necesita por parte del Estado es una "gestión profesionalizada, como pidió la presidenta para YPF", pero es poco probable que se lleven a cabo los cambios drásticos que en tal caso serían precisos, ya que supondrían desairar a políticos determinados que están más preocupados por la evolución de las diversas internas que agitan a los integrantes del gobierno de Cristina. Asimismo, en el contexto del "capitalismo de los amigos" imperante en países de instituciones débiles como el nuestro suele importar más los vínculos personales o los intereses económicos compartidos que los detalles administrativos. Por cierto, la eficiencia no figura en un lugar muy alto en la lista de prioridades de los involucrados.
De todos modos, si sólo fuera cuestión de las deficiencias propias del sistema de concesiones que fue heredado por el gobierno o de la capacidad operativa de los empresarios del sector, mejorar el transporte público sería relativamente fácil pero, claro está, para hacerlo también sería necesario invertir muchísimo dinero.
Durante los primeros años de la gestión kirchnerista, el gobierno contaba con fondos suficientes como para emprender un esfuerzo por modernizar la red ferroviaria, pero optó por gastarlos en proyectos sociales o propagandísticos que a su juicio le resultarían más provechosos. Por desgracia, aun cuando la economía estuviera pasando por una etapa de crecimiento explosivo, el dinero disponible era limitado, de suerte que el gobierno se veía obligado a elegir a sabiendas de que si privilegiaba una alternativa tendría que descuidar otra. Como es notorio, decidió postergar la eventual renovación del sistema de transporte, de ahí su estado actual. Aunque muchos políticos lo han criticado con virulencia por la actitud así reflejada, convendría que nos dijeran cuánto estarían dispuestos a gastar para modernizar un sistema cuyos defectos son patentes y de dónde sacarían los miles de millones de dólares que serían necesarios para ponerlo a la altura de las expectativas mínimas de los usuarios.