Un periodista tras la perfección
*Por Héctor D'Amico. Años antes de que Gabriel García Márquez nos dijera que el periodismo era el mejor oficio del mundo, Germán Sopeña ya había decidido vivirlo con la esperanza de que realmente lo fuera.
Su vínculo con la profesión, hasta el día de su muerte trágica y temprana, un 28 de abril como hoy, fue, desde el primer momento, una historia de amor correspondido.
El deslumbramiento y el alivio de haber encontrado un destino que no se abandonará jamás.
Germán fue un colega que exploró los límites del periodismo con tanto entusiasmo, originalidad, audacia y diversidad de temas que logró contagiarnos la convicción de que, a fin de cuentas, García Márquez tenía razón.
Cuando uno vuelve la mirada sobre los cientos de textos memorables que escribió, sus libros, disertaciones, ensayos, entrevistas con los grandes referentes del siglo XX y expediciones a las geografías más extremas, pero sobre todo cuando uno comprueba que en la Redacción de La Nacion el recuerdo de Germán es siempre parte del presente, entiende mejor por qué, a pesar del tiempo transcurrido, su ausencia sigue teniendo cierta sensación de irrealidad y de vacío.
Su legado -así merece que lo llamemos- es el de un periodista notable que lo fue no sólo por sus cualidades intelectuales, carácter, impecable formación profesional, y por la educada pasión con la que conducía la compleja, delicada y por momentos caótica tarea de editar un diario, sino, fundamentalmente, porque se propuso serlo.
Era un hombre que detestaba el gris. Convencido como estaba de que en el periodismo, como en cualquier otra actividad humana, Dios está en los detalles.
La precisión y la claridad del texto tenían, para él, un propósito superior al del cumplimiento de la norma: eran una cortesía con el lector. Como a Stendhal, le agradaba que cada dato en una crónica fuese exacto porque entendía que una fecha, un nombre equivocado, cualquier inconsistencia contamina de sospecha toda la página de un diario.
No es de extrañar, entonces, que en la plenitud de su carrera, cuando ya ejercía la secretaría general de Redacción de La Nacion, había sido admitido como miembro de la Academia Nacional de Periodismo, obtenido el premio Konex en la disciplina Análisis Económico y sido honrado por el gobierno de Francia con la orden de Caballero de la Legión de Honor, Germán admitiera en charlas de colegas: "Yo soy, sobre todo, un redactor".
Esa era su esencia: un periodista que pensaba como un hombre de acción y actuaba como un hombre de pensamiento. Capaz de planificar una excursión hasta lugares remotos y nada recomendables para documentar y darle sentido a una noticia que, una vez a su alcance, terminaba impresa en las páginas de La Nacion como una lección de geopolítica, historia o economía.
Observar, narrar y poner la información en su verdadero contexto. Anticipar una tendencia. Ayudar a que el lector entienda el periódico como instrumento de reflexión. Ese era Germán.
Su instinto por documentar o desmitificar historias lo llevó a la guerra entre Irak e Irán, con su millón de muertos. Asistido por un guía de montaña, exploró los Hielos Continentales, un territorio inhóspito, ignorado, por el cual dos países hermanos amenazaron con empuñar las armas.
Entrevistó a Julio Cortázar como a él más le gustaba, a bordo de un tren. Viajó de Moscú a Pekín en el Transiberiano, cautivado por la infinita estepa siberiana, tenuemente iluminada por un sol que nunca se oculta. Soportó el vértigo y el rugido de motores y multitudes a bordo de una Ferrari llevada al límite por el tortuoso circuito de la Mille Miglia. Ese también era Germán.
Estaba convencido de que en el periodismo no hay historias pequeñas. En todo caso, hay colegas que tal vez no están a la altura de la noticia que les asignaron.
Cierta vez, como quien echa mano a un ejemplo para explicarse mejor, recordó al pasar el caso del redactor que envió a mediados del año 2000 a cubrir una disputa de pago chico. Ocurría en Puerto Lobos, un paraje ubicado a un costado de la ruta 3, en el impreciso límite entre Chubut y Río Negro.
La nota consistía en averiguar a qué provincia pertenecía el pueblo. El redactor consultó a pobladores de uno y otro lado del límite, habló con las autoridades, buscó referencias históricas y mandó una crónica divertida, con mucho color y testimonios balanceados. Cuando Germán preguntó a quién pertenecía Puerto Lobos, le respondió con naturalidad: "Ah, bueno, eso nadie lo sabe". Un mes después Germán viajó hasta el lugar, se paró en el centro del pueblo con un GPS en la mano, tomó nota de la ubicación geográfica exacta del lugar, consultó con los mapas y contactó a los dos gobernadores. Al día siguiente, La Nacion publicó, con su firma, un artículo titulado: "Puerto Lobos está en Chubut, por más que haya reclamos". Fin del entredicho.
Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad del Salvador y con títulos de posgrado en el Instituto de Estudios Políticos de París y en la Universidad de la Sorbona, se sintió atraído por los temas políticos y económicos desde joven, cuando se ayudaba a pagar los estudios como redactor de Corsa , una revista de automovilismo. No había ambivalencias en la atracción simultánea que sentía por la política, los autos, la economía o los ferrocarriles. Para alguien que dominaba seis idiomas, se movía con la misma familiaridad en París, Nueva York, Londres o Florencia, tomaba clases de jazz con Oscar Alemán, escalaba montañas con José Luis Fonrouge, frecuentaba a ministros y empresarios y levantaba el teléfono para consultar a Raymond Aron, Simone Weil, David Rockefeller o Karl Popper, el universo parecía siempre al alcance de la mano.
Cuando le preguntaban cuál era el libro que más había influido en su vida, la respuesta invariable era 1984 , de George Orwell.
Al disertar ante un grupo de empresarios, ante una pregunta, Germán describió en pocas palabras en qué consistía su trabajo. "Aun si no estoy a salvo de la caricatura del periodista tipo -advirtió-, capaz de escribir bien de todo sin saber de nada, esgrimo en defensa propia lo siguiente. Se trata, simplemente, de comprender cómo y por qué suceden las cosas, y de transmitirlas de la manera más simple posible a los demás. Esa tarea exige esfuerzos: escribir sin preconceptos y resistir la tentación del lugar común para cualquier explicación, sea política, económica, deportes o ecología.
Los temas suelen ser siempre más complejos de lo que uno cree."
Su compromiso con el mundo de las ideas, otro de sus rasgos notables, convivió con el interés que siempre demostró por la cosa pública. Como buen optimista, no se limitaba, como tantos, a repetir la pregunta de por qué la Argentina no pudo transformarse en Australia o Canadá. Su actitud cartesiana fue buscar y proponer respuestas desde el periodismo.
Escribió decenas de artículos de una enorme solidez y claridad conceptual para advertir acerca de la necesidad de reconstruir el abandonado sistema ferroviario y enumerar las enormes consecuencias económicas, demográficas y sociales que tuvo la desaparición del tren. Fue el único periodista que durante el conflicto limítrofe entre la Argentina y Chile se internó en la región en disputa para explicar a la opinión pública que lo que estaba en juego era la soberanía sobre la mayor reserva de agua dulce del mundo. Desde esa ubicación privilegiada preguntó a los lectores: "¿Cómo se ve el tan debatido litigio fronterizo cuando uno se encuentra precisamente parado sobre los glaciares en cuestión?"
La pavimentación de la ruta 40, columna vertebral de un extremo al otro del país, fue otra de sus batallas. Mapa en mano, entrevistó a cuatro presidentes y a una docena de ministros para hacerles comprender el impulso económico y social que implica una carretera confiable todo el año en la región cordillerana. Fue el impulsor, además, junto con Parques Nacionales y Vida Silvestre, de la creación de áreas protegidas, entre ellas, Monte León, una de las reservas más nuevas del país.
La figura del perito Francisco P. Moreno, uno de sus héroes, al que dedicó una extensa investigación por la extraordinaria tarea que cumplió en defensa de la soberanía argentina en el Sur, quedó, por una de esas curiosas simetrías que teje el destino, íntimamente asociada al nombre de Germán Sopeña.
A mediados de 1899, Moreno fue invitado por la Royal Geographical Society, de Londres, para disertar sobre sus descubrimientos y exhibir sus fotografías de la Patagonia. Un siglo más tarde, el 4 de abril de 2001, el invitado fue Germán, quien dio una clase magistral de geografía comparada al exhibir sus propias fotos, tomadas en los mismos lugares y desde las mismas perspectivas que había elegido Moreno. Setecientos invitados colmaban el salón, incluyendo a Camilla Darwin, tataranieta de Charles Darwin, el hombre encargado de presentar a Moreno. Germán ocupó el mismo sillón en el que se habían sentado Moreno, Darwin y los más renombrados exploradores de los últimos dos siglos.
Tres semanas más tarde, de madrugada, abordó un avión que se dirigía a la Patagonia, pero que nunca llegó a destino.