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Un país contra la inversión

Los controles, trabas y prohibiciones con que el Gobierno quiere, en vano, combatir la inflación, alejan al país del mundo

No existe otro camino para conducir a una Nación a la prosperidad que mediante el aumento sostenido del tamaño y la calidad de su capital físico y humano. A ese proceso de aumento en el capital instalado se lo denomina inversión. Más y mejor equipamiento e infraestructura, trabajadores más educados. Cuando una sociedad invierte, aumenta su stock de capital y genera las condiciones para que el crecimiento de la economía sea sostenible en el tiempo y para que los ingresos de la población puedan aumentar de manera permanente. La relación positiva entre el nivel de ingresos y el stock de capital disponible por trabajador conforman una de las leyes de la economía que de tan elemental es a veces ignorada. Es tan sencillo como comprender que un pescador obtendrá mejores ingresos utilizando un barco equipado para la pesca que mediante una simple caña de pescar.

Pues bien, para que exista un proceso inversor sostenido la economía debe cumplir una serie de condiciones. Algunas inversiones solo dependen de factores como la rentabilidad y la demanda de corto plazo. Estas inversiones se vinculan a la ampliación de la capacidad instalada de empresas que enfrentan aumentos puntuales en su demanda y que, por lo tanto, realizan inversiones para poder adecuar su nivel de oferta.

Pero hay otras inversiones que por su tamaño y su horizonte temporal son planeadas tomando en cuenta otros factores. La rentabilidad esperada es fundamental, pero cuando el riesgo asociado a dicha inversión es percibido como muy alto, las tasas de retorno solicitadas se vuelven muy elevadas y solo unos pocos proyectos pueden concretarse. Por ello, las inversiones de largo plazo necesitan de un marco de estabilidad en el que se respeten las reglas de juego, el clima de negocios sea adecuado, exista financiamiento a tasas accesibles y se tenga la certeza de que los dividendos generados por la inversión podrán ser preservados de la inflación y la devaluación, y eventualmente ser transferidos libremente al exterior.

No es de extrañar entonces que el proceso inversor de la Argentina de la última década se haya caracterizado mayoritariamente por ampliaciones puntuales en la capacidad instalada de empresas ya existentes y que los proyectos de largo plazo hayan brillado por su ausencia.

Ello no llama la atención, puesto que el gobierno de Néstor Kirchner primero, y de Cristina Fernández de Kirchner después, han mostrado consistentemente una enorme preocupación por apropiarse para la caja del Estado de la renta producida por inversiones ya efectuadas en el país en vez de crear las condiciones para que el sector privado incremente su capital productivo. Así lo hicieron, por ejemplo, al intentar aumentar las retenciones a la exportación mediante la resolución 125, al apropiarse de la renta generada por las empresas proveedoras de servicios públicos mediante la prohibición de efectuar ajustes de tarifas y al estatizar los fondos de las AFJP. También, al violar tratados de estabilidad tributaria y al no permitir el ajuste por inflación para calcular el impuesto a las ganancias, lo que implica licuar año tras año el capital de las empresas para saciar la voracidad fiscal del Estado.

Asistimos ahora a una nueva oleada de medidas antiinversión al impedir los giros de dividendos de las empresas al exterior, al prohibir importar insumos y al generar nuevos mecanismos de control de la actividad económica solo existentes en países en proceso de involución como Irán y Venezuela.

Un ejemplo de ello son las nuevas medidas cambiarias, que reflejan una actitud desesperada e irreflexiva del Gobierno. Lejos de intentar comprender las causas que han provocado el desequilibrio en el mercado de cambios, básicamente la inflación y la desconfianza, el Gobierno ha elegido atribuir dicho desequilibrio a una conspiración de grupos de interés que supuestamente pretenden desestabilizarlo. Qué fuertes deberían ser estos grupos, que aún siendo escudriñados al milímetro por el secretario Moreno y por el Banco Central habrían fugado del país cerca de 70.000 millones de dólares entre 2008 y 2011. O todos los controles habrían probado ser inútiles, o la salida de capitales debe ser explicada de alguna otra manera. La realidad es que semejante cantidad de divisas abandonando el país solo se explica por la desconfianza de una gran parte de la sociedad en el Gobierno y en la moneda. En economía se puede hacer cualquier cosa, menos dejar de pagar los costos de los errores cometidos.

Si algún ejercicio de introspección fuera posible para las autoridades, estas deberían revisar la identidad de sus enemigos y encontrarían que el haber dejado casi fijo el tipo de cambio en un contexto de alta inflación ha generado una creciente desconfianza de los tenedores de pesos, a la vez que ha provocado un lógico crecimiento de las importaciones, cuyo precio relativo se ha abaratado notablemente en detrimento de la producción local. Si al peso apreciado se le agrega el fuerte estímulo al consumo que se ha generado, el incremento de las importaciones es inevitable. Y a ello debe agregarse el hecho de que la política energética ha sido tan ineficiente que generó una disminución de la oferta que debió ser cubierta con importaciones de combustibles, que crecieron el 110% en 2011 respecto de 2010.

Como con sus errores de política económica el Gobierno aumentó la demanda de dólares del sector privado, luego adoptó una serie de medidas para restringir la demanda de divisas. Primero estableció las licencias no automáticas para importar. Luego obligó a los importadores a exportar un dólar por cada dólar que importan, una medida absolutamente estrafalaria que desconoce no solo la existencia de ventajas comparativas relativas a nivel de un país, sino que pretende desconocer las ventajas de que cada empresa se concentre en producir los bienes o servicios en los que es más eficiente.

Como todo esto no fue suficiente, la AFIP decidió establecer una autorización previa para la compra de divisas. Y luego se decidió cerrar por completo las importaciones y el secretario Moreno ha pasado a decidir quién y cuánto puede importar.

La Argentina, que pretende erigirse en guardián moral del mundo y pregona su modelo exitoso en cuanto foro internacional participa, viola ahora todas las normas vigentes en materia de proteccionismo y comercio internacional establecidas por esos mismos foros internacionales. Recordemos los fuertes llamados del Grupo de los 20 a lo largo de 2009 y 2010 para evitar el proteccionismo económico y así proveer una solución colectiva y cooperativa a los desbalances que la economía mundial generó durante la crisis posterior a la caída del banco Lehman Brothers. La Presidenta, que con tanto orgullo utiliza esa tribuna para aleccionar al mundo, debería también aprovechar la pertenencia a dicho foro para intentar con humildad comprender que nuestro país no puede apartarse por completo de algunas normas que no solo hacen al respeto a la ley, si no también al comportamiento respetuoso hacia el resto de la comunidad internacional.

Esta enumeración de medidas no hace sino reflejar una cosa. El Gobierno ha decidido atacar, y de la peor manera posible, los síntomas y no la enfermedad. Y la enfermedad es generada por la pobrísima calidad de las políticas públicas oficiales. Atacar los síntomas mediante controles, trabas y prohibiciones mientras la inflación, el déficit fiscal y la continua violación por parte del Gobierno de las reglas de juego siguen su curso rampante, solo derivará en menos inversión, peores puestos de trabajo, menor productividad de la economía y menores salarios reales para los argentinos.