Un obispo de coraje
* Por Marcos Aguinis. La noticia de su fallecimiento me nubla los hermosos días vividos en España mientras participo en la difusión de mi novela sobre el joven Trotsky. Me ha dejado perplejo. Antes de viajar lo había llamado y acordamos reunirnos a mi vuelta.
La noticia de su fallecimiento me nubla los hermosos días vividos en España mientras participo en la difusión de mi novela sobre el joven Trotsky. Me ha dejado perplejo. Antes de viajar lo había llamado y acordamos reunirnos a mi vuelta. Pero acaba de suceder el imprevisto que jalona cada existencia y sobre el cual no pudimos llegar a la nuez ni desde la teología ni desde el más alambicado racionalismo.
Su personalidad era subyugante. Hablaba sin rodeos, irrumpía en temas conflictivos, se jugaba por sus convicciones y tenía una inmensa capacidad de amor por quienes sufren injusticias, ofensa y desamparo. Muchos lo quisieron y muchos lo odiaron. Pero él continuaba impertérrito, como los profetas de la Biblia, fiel a sus valores éticos y la trascendencia de su actividad. Aunque lo calumniasen, aunque lo pretendiesen degradar.
Nos habíamos visto por primera vez cuando yo era secretario de Cultura de la Nación y tuvimos que resolver sobre exhibiciones pictóricas acusadas de pornografía (aún mareaba la censura dictatorial). Empezamos a conversar en profundo más adelante gracias a la intervención de Gloria Rodrigué, directora de la editorial Sudamericana, a quien se le ocurrió publicar un libro con nuestras divergentes opiniones sobre muchos tópicos. Primero lo abordó a Laguna, prudentemente, suponiendo que se iba a negar. Pero él manifestó entusiasmo por la idea. Yo también acepté. Gloria nos reunió en su casa y empezamos a divagar sobre qué podríamos desarrollar juntos. Barajamos temas, tocamos puntos de concordancia y de discordancia. Por fin decidimos mantener una serie de encuentros con un grabador de por medio. Seguiríamos un temario para ordenar las ideas, pero luego ese material sería editado por una personalidad de indudable oficio como Gabriela Esquivada. La cena terminó con un compromiso firme: hablar con la mayor sinceridad posible, sin frenarnos ante los escollos.
El producto fue un volumen de 186 páginas con un largo título: Diálogos sobre la Argentina y el fin del milenio . Apareció en noviembre de 1996 y en dos meses exigió seis reediciones. Luego siguieron otras. Por varias razones, produjo gran revuelo, dentro del cual también hubo pedradas de izquierda y de derecha. Que dos hombres de diferente formación y actividad debatieran con semejante transparencia sobre asuntos cotidianos y otros trascendentes producía escozor.
Tan espontáneo era monseñor Laguna que en un programa de TV me puso rojo y enseguida me hizo reír con su punzante ironía. Fuimos preguntados sobre un intríngulis teológico al que cada uno dio su respuesta. El lo hizo primero, yo después. Al terminar mis frases pegó un salto: "¡Sabés más de cristianismo que yo! ¡Es un escándalo!".
Justo Oscar Laguna nació en Buenos Aires en 1929, en el mismo edificio donde funcionaba la tradicional confitería El Molino. Lo aclaro porque a él le gustaban las cosas precisas y daba importancia a fechas y lugares. También a las anécdotas, que juntaba en el vasto cofre de su memoria. En 1954 fue ordenado sacerdote. Pero antes no sólo había cumplido con el aprendizaje que exigía su vocación, sino que también experimentó los vericuetos de una adolescencia movida, lo cual sería útil para entender con afecto las complejas pulsiones del ser humano.
Había devorado mucha literatura y teatro, artes de las que siguió gozando hasta el final de su existencia terrenal. Completó su formación teológica en Salamanca. Estudiaba con ahínco, pero ya irradiaba en esa época una temeraria complacencia por los riesgos. Era extremadamente franco, especialmente donde cundía el miedo. El mismo contó que "en 1956, en pleno auge del conservadurismo católico, escribí un artículo casi profético llamado «Miedo a la renovación» en el que defendía a los autores franceses y alemanes que en aquel tiempo estaban interdictos y después protagonizaron el Concilio Vaticano II. No paré: escribí sobre Puebla y también escribí un largo artículo sobre la culpa para un Congreso Tomista en el que Karol Wojtyla, por entonces cardenal de Cracovia, me lo hizo publicar entero y me lo mandó con traducción al castellano". En 1975 lo designaron obispo auxiliar de San Isidro. Años después, Juan Pablo II lo elevó a obispo de Morón.
Eran tiempos duros para los argentinos, y este sacerdote, empleando la fuerza de su investidura, el talento de la diplomacia y las maniobras de una negociación pavimentada de peligros, se lanzó entre claroscuros a socorrer víctimas, encontrar desaparecidos y consolar a los deudos. Había que meter las manos en el barro. Y lo hizo. Lo hizo como Isaías, y Amós, y Jeremías, y Ezequiel y otros profetas que visitaba a diario en sus horas de lectura. Era probable que terminase muy mal, pero lo importante para este hombre no era su destino, sino salvar gente, sin importar su origen, ni sus ideas ni sus méritos o deméritos. Lo inspiraba el Jesús que besaba a los leprosos, discutía con quien fuera y sólo estaba inspirado por el amor.
En 1981 presidió el Equipo Pastoral de Teología, que produjo el documento Iglesia y Comunidad Nacional, uno de los más importantes de la Iglesia Católica argentina. Sería largo enumerar los cargos con que fue distinguido en diversas comisiones, mientras proseguía su ardiente actividad por la reconciliación de los argentinos al restablecerse la democracia.
En 1990, junto con otras autoridades eclesiásticas, se alzó contra la propuesta del presidente Menem de reinstalar la pena de muerte y fue maltratado por los oficialistas que apoyaban esa medida. Pero también aumentó la cantidad de reconocimientos a su tarea pastoral. Lo hicieron universidades de todo el país, medios periodísticos, instituciones laicas y otras comunidades religiosas. Se erigió en un referente ineludible del ecumenismo y la pluralidad.
Gloria Rodrigué volvió a consultarnos, pero sobre otros asuntos que habían quedado en el tintero. Le parecía que nuestro primer trabajo incentivó el apetito en lugar de satisfacerlo. No habíamos explorado con suficiente fuerza temas como los líderes políticos que necesitaba el país, el rol de las Fuerzas Armadas, la Iglesia y el Proceso, la cuestión social, la intolerancia, la pobreza, los vínculos entre la religión y la política o entre la religión y las ideologías. Tampoco nos habíamos atrevido a navegar temas subjetivos, como el amor y la amistad, la relación entre padres e hijos, la soledad, los dramas de la vida posmoderna, la espiritualidad. Ella lo expresó bien en el Prólogo que dedicó a nuestro segundo libro: al reunir a Laguna y Aguinis, "cada uno sabía del otro que se trataba de una figura emblemática, de diferente formación y origen, conocidos por sus carreras y opiniones". Pero constituía un desafío lanzar el segundo volumen. "Ya eran amigos, ¿podrían discutir otra vez? La notable aceptación del público, ¿no teñiría de mero propósito comercial la continuación de esos diálogos? Les propuse el reto. Primero aceptó monseñor Laguna y, días más tarde, Aguinis también dio su sí."
La editorial nos encerró en el Hotel del Bosque de Pinamar durante diez días, acompañados por Diego Mileo, quien manejaría el grabador y nos azuzaría con preguntas. Pedimos que las intervenciones de Diego también figurasen. De esa forma, en un clima íntimo y relajado, reímos, nos disgustamos, pensamos, corregimos, descubrimos, sazonamos. Y dimos luz a Nuevos diálogos , también editados con destreza por Gabriela Esquivada.
Mi relación con este obispo tan singular se profundizó. Admiré su empeño por expandir los valores cristianos más allá de las fronteras construidas por una compacta tradición. Advertí que era vigorosa su posición ecumenista y democrática, que sufría de verdad por quienes padecen y se esmeraba por construir soluciones. Lo encontré muy amargado por las irregularidades y hasta delitos de quienes le debían aprendizaje y respeto. Se consolaba con muchas de las reflexiones que compartimos sobre la complejidad humana y los inmensos espacios que quedan fuera de nuestra comprensión.
Su amistad con el rabino Mario Rojzman contribuyó a diluir más los fósiles prejuicios que hicieron tanto daño a cristianos y judíos. Y su amistad con el obispo Jorge Casaretto duró hasta el final de su vida, porque ambos son una elocuente expresión de la paz y el amor que contiene el mensaje evangélico.
En una ocasión me dijo: "Vos provenís de Maimónides, de Spinoza, de Einstein, de Kafka y de Freud". Le pregunté: "¿Porque fueron judíos?". Agregó: "No sólo por eso: fueron racionalistas que aceptaban la existencia de un infinito al que el hombre no consigue dominar". No supe si quedarme callado o pensar un aditamento. Me limité a hacer algo mejor: abrazarlo.