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Un maestro de abogados

*Por Pablo Grillo Ciocchini. Esta semana (el 29 de agosto) se celebró el Día del Abogado. Dos días antes, el 27, el nacimiento de Augusto Mario Morello. Me gusta la sincronía porque Morello era abogado, pero antes era Morello.

Y es difícil definir en qué consistía ese "ser Morello", pero mucho más difícil será encontrar a otro a esas alturas.

Porque era uno de los más fecundos y originales doctrinarios del Derecho Procesal, como lo había sido antes del Derecho Civil. Pero también un abogado de fuste que, además, había sido un juez de primera instancia arrollador y un innovador juez de la Suprema Corte de Justicia.

Porque, a diferencia de otros autores de tratados jurídicos, Morello no se limitaba a explicar qué había y cómo funcionaba. Después de cada desarrollo de Morello aparecían cosas nuevas. Irrumpían ideas que antes no estaban, enfoques novedosos y ángulos que nos revelaban otra visión; más amplia, más pluralista y más integradora.

Y, con ser mucho, todo eso no alcanza para definir a Morello si no le agregamos una ética y un humanismo que amalgamaban todo lo demás.

UN EXIGENTE

Como Martín Fierro, era duro con los duros y blando con los blandos. Piadoso con aquellos cuyas limitaciones se palpaban rápidamente pero obsesivamente exigente con quienes creía que podían rendir más. Generoso con el dinero, por supuesto, pero generoso también con el trabajo y con las posibilidades que daba a todos quienes se le acercaran con algo para mostrar o decir. Porque Morello nunca se creía que era Morello. Siempre estaba listo para leer una nueva monografía o el incipiente artículo de un joven aspirante a autor, sin prejuicios, sin soberbia, con genuina curiosidad e interés. Siempre estaba a la caza de una nueva joven promesa del derecho, a quien arropar, guiar y con quien compartir su pasión por la labor jurídica y por la Argentina.

Y si algún abogado ya asentado criticaba a los profesionales jóvenes por su falta de lecturas, su gramática imperfecta o la pobreza de sus expresiones, Morello le salía enseguida al cruce, recordándole cuál era el deber de los abogados mayores para con sus colegas menos experimentados: guiarlos, apoyarlos y colaborar con ellos.

Era implacable, eso sí, con los codiciosos y con los desagradecidos. Con los que estaban listos para recibir pero no encontraban nunca el momento de dar a otros. Y, si tenía algo que decir, lo decía.

UN VACIO

Muerto Morello hemos perdido al doctrinario más original, al guía más generoso y al censor más atento. Por supuesto, los demás no podemos llegar a esas alturas. Pero Morello nos interpela, si no para ponernos a su nivel, al menos para saber si estamos o no en ese carril, en ese derrotero.

No soy yo el más autorizado para contar anécdotas sobre Morello. Hay quienes han vivido con él muchas más y, seguramente, más ricas. Me basta con recordar aquí algo que solía decir: que, cuando tenía un problema, pensaba en "qué hubiera hecho el viejo", por su maestro, Amílcar Mercader.

Creo que nosotros podemos hacer lo mismo. Fundamentalmente porque, a diferencia de otros, resulta sencillo saber qué hubiera hecho Morello: siempre del lado del menos favorecido, siempre a favor del criterio más amplio, de la posición más aperturista, de la justicia por sobre el tecnicismo y de la verdad por encima de todo lo demás. En fin, siempre a favor del más débil.

Será difícil que lo hagamos -imposible que lo hagamos como él- pero a no confundirnos: siempre podemos preguntarnos "¿qué hubiera hecho el maestro?", y no nos equivocaremos.