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Un libro

* Por Ernesto Tenembaum. ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? se inscribe en una ya larga serie de textos que intentan revelar aspectos oscuros del sistema de poder inaugurado en el 2003.

Más allá de las banderas políticas que Rodolfo Walsh defendió a lo largo de su vida –y de su final trágico– es innegable la influencia decisiva que ha tenido su obra periodística en la formación de las generaciones periodísticas que lo sucedieron. Sus dos trabajos más importantes consisten en la investigación de dos crímenes políticos. Uno de ellos –Operación Masacre– desnuda la lógica secreta y los autores materiales de los asesinatos de José León Suárez, durante la dictadura del general Pedro Aramburu. El otro –¿Quién mató a Rosendo?– revela la manera en que la burocracia sindical vandorista asesinó a Rosendo García, un dirigente metalúrgico que desafiaba su poder. Quizás inspirado en este segundo texto, el periodista Diego Rojas acaba de publicar ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, un libro que guarda cierta analogía con aquel de Walsh y no sólo desde su título, ya que también trata sobre un crimen político cometido por las patotas sindicales. El asesinato de Rosendo García y el de Mariano Ferreyra se produjeron en países muy distintos entre sí, pero la lectura del texto de Rojas sugiere que, además de las obvias rupturas entre un tiempo y el otro, hay aspectos que no han cambiado y otros que han resurgido con fuerza.

¿Quién mató a Mariano Ferreyra? se inscribe también en una ya larga serie de textos que intentan revelar aspectos oscuros del sistema de poder inaugurado en el 2003 –que los tiene, como todo sistema de poder–, algunos de los cuales han generado una incomprensible reacción nerviosa, como si publicar un libro crítico fuera una especie de herejía imperdonable. En este caso, Rojas ordena la información de tal manera que surgen, a partir de la investigación del crimen, múltiples preguntas sobre rasgos hasta ahora no suficientemente discutidos del kirchnerismo.

Uno de ellos es su íntima relación con los sectores más burocráticos del poder sindical, entre ellos, el que lideró hasta su caída en desgracia el ferroviario José Pedraza. Para que se entienda: todo el mundo conocía la complicidad de Pedraza con el impresionante desguace ferroviario que ocurrió en la década del noventa, y su calidad de vida y sus métodos de control sindical. Sin embargo, nada de eso fue un obstáculo para que desde el nuevo poder instaurado en el 2003 se le concedieran nuevos negocios, se le permitiera ampliar considerablemente el sistema de las tercerizadas –con la explotación de trabajadores que eso implicaba–, lo visitara la Presidenta con todo su gabinete para inaugurar obras menores, es decir, que fuera prácticamente un socio, un niño mimado del gobierno nacional durante los años previos al asesinato en cuestión. Del libro se desprende que no se trató simplemente de un vínculo que obedecía a un necesario pragmatismo político –negociar con los poderes establecidos– sino que ese vínculo se alimentó de mutuo acompañamiento político, de mucho dinero y de –como mínimo– hacer la vista gorda frente a la conformación de patotas como la que terminó asesinando a Ferreyra.

Pero ese no es el momento más revelador del texto porque –al fin y al cabo– las relaciones entre el poder político y el poder sindical, con todas sus miserias y negocios, son una marca de estos tiempos que nadie pretende disimular. Quizá los capítulos más lacerantes son los que tratan sobre la actitud de la policía durante el crimen. No sólo estaba presente, no sólo la patota apareció mezclada con ella, no sólo no intervino para evitar la cacería sino que además hubo conductas muy sospechosas, aparentemente, para evitar que hubiera pruebas que señalen a los culpables. Cuando se abre la discusión sobre ese particular aspecto, los funcionarios y periodistas del Gobierno argumentan que luego se hizo justicia y que se inició un camino serio de reforma de la Federal. Ambos elementos, en todo caso, contribuyen a reforzar la hipótesis del libro ya que este no trata sobre lo que ocurrió después sino sobre el proceso anterior, el que llevó hacia el crimen de Barracas.

La pregunta, en este contexto, es: ¿la policía armó la zona liberada por sí sola? ¿No es realmente ingenuo pensar así? ¿No existía una orden de más arriba para que los muchachos de Pedraza fueran protegidos por la Federal, para que los dejaran hacer lo suyo? ¿El desplazamiento del jefe de Gabinete Aníbal Fernández de la conducción de la Federal –luego de los sucesos de Barracas y el Indoamericano– no revela que ambos hechos formaban parte de una política y que hasta el Gobierno cree eso?

Rojas titula un capítulo de su libro "La tercerización de la represión" y se limita a enumerar una cantidad enorme de casos en los cuales patotas sindicales atacaron a liderazgos alternativos mientras la policía dejaba hacer, y cómo nunca se investigó nada sobre hechos espantosos que tendían a reprimir la protesta social por otras vías menos visibles que las tradicionales. "Si bien el discurso del Gobierno rechaza el uso policial de la represión, se adoptaron nuevos métodos para poner en funcionamiento un mecanismo que reprimiera físicamente a los trabajadores en lucha. La represión se tercerizó a través de patotas sindicales".

Y enumera, entre otros muchos hechos, los siguientes:

El 6 de enero del 2005, cientos de matones llegaron a la planta Parmalat (Carapachay, provincia de Buenos Aires) que se encontraba ocupada por sus trabajadores. Los lideraba el jefe del sindicato de trabajadores lecheros, Héctor Ponce. Bajaron armados, rompieron el portón de entrada, golpearon a los trabajadores, saquearon y se fueron. Varios delegados debieron ser hospitalizados. En marzo del 2006 una patota de la UOCRA y de Petroleros desalojó de la misma manera un corte de ruta en Neuquén. Desde enero del 2007, se usaron patotas para disciplinar a los trabajadores del Indec que se negaban a convalidar las barbaridades de Guillermo Moreno. A fines de ese año, una patota del Sindicato Marítimo atacó una asamblea de trabajadores en Puerto Madero, la zona más vigilada del país, pero en la cual los muchachos del sindicato oficialista pudieron moverse como quisieron. En enero del 2008 una patota agredió con bastones de metal a trabajadores que pedían su reincorporación en Dana, una empresa autopartista. En Volkswagen Pacheco, en esos meses, otra patota agredió a palazos a militantes del Partido Obrero que intentaban repartir volantes. Y unos días después matones de la UTA entraron a los tiros a una asamblea de trabajadores de la línea sesenta. Los trabajadores de Metrovías fueron agredidos varias veces por patotas que responden al gremio de la UTA. En mayo del 2009, una patota del sindicato de petroleros, que había sido dejada pasar por la policía caminera, atacó a tercerizados que protestaban en Punta Loyola, Santa Cruz. En la misma provincia, aun después del asesinato de Mariano Ferreyra, la policía dejaba hacer mientras una patota del sindicato de la UOCRA corría a palazos a docentes en huelga.

"¿Qué tienen en común todos estos casos?", se pregunta Rojas. "Todos fueron ataques orquestados por la dirección de sindicatos contra trabajadores que reclamaban mejoras en sus condiciones laborales. En todos hubo inacción por parte de la policía. Todos los casos quedaron impunes", dice el autor.

Naturalmente, el libro abunda en detalles del ostensible triángulo entre barras bravas-poder sindical y poder político que, a veces, incluso, se exhibe sin ningún tipo de pudor.

Un libro, es, apenas, un libro. Nunca es la verdad revelada. Pero, en todos los tiempos, el poder intentó imponer su historia oficial. En muchos casos, destinó muchísimo dinero –que siempre lo tiene, pero a veces más– para que las visiones alternativas sean desprestigiadas o silenciadas. Y en todos los tiempos hubo periodistas que, sólo con pasión y trabajo, desafiaron esas reglas.

El libro ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, aun con las limitaciones y virtudes de un trabajo escrito contra reloj, es un ejemplo de lo segundo, un desafío al sentido común que intenta imponer, en estos tiempos, el poder político.

A alguna gente le sigue alegrando que aparezcan textos como este.

Otros se enojan, los sienten como un desafío terrible a su propia identidad.

Es natural que así sea.