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Un dilema nacional

*Por Norma Morandini. Fue mi mayor dilema como legisladora. Decidir entre el desesperado derecho de las familias de los desaparecidos a conocer el destino de los bebés que nacieron en cautiverio o fueron secuestrados con sus padres y el derecho de la persona adulta a negarse a conocer su identidad biológica.

Esa tensión entre la libertad personal, consagrada como derecho por nuestra Constitución, y el derecho a la verdad, como necesidad de aquellos que desde hace más de treinta años peregrinan en busca de sus nietos. Sin desconocer la obligación del Estado argentino de investigar y castigar los delitos de lesa humanidad, opté por el igualmente irrenunciable deber de proteger a las víctimas. En mi argumentación para rechazar la ley que permite la extracción compulsiva de sangre me basé en el fallo de la Corte Suprema de Justicia "Gualtieri Rugnone de Prieto y otros" del 11 de agosto de 2009, en el que los doctores Zaffaroni y Lorenzetti afirmaban en sus votos que "...la pretensión punitiva del Estado -el llamado jus puniendi- no puede habilitar una coacción que lesione a ninguna víctima en forma grave y contra su voluntad invocando un nebuloso y abstracto interés social, o sea, adjudicándose la voluntad de todos los habitantes e incurriendo con ello en la identificación de Estado y sociedad, porque además de caer en una tesis autoritaria, en cualquier caso le está vedado incurrir en una doble victimización."

Hay una Argentina del desencuentro, de la desconfianza, que se debate entre el pasado como lección y la perversión de hacer del dolor una nueva apropiación.

En esa votación, la más dolorosa en la Cámara de Diputados de la Nación, bajo los gritos de "fascista" lanzados desde las galerías, donde se veían los pañuelos blancos, supliqué con emoción el debate honesto, con tiempo, para que la sociedad se haga cargo, también, del dilema que nos increpa. Un debate de todos y no de algunos, por más sufrimiento que tengamos sobre nuestros corazones, ya que el padecer no nos exime de la responsabilidad social. Sobre todo porque cualquiera sea la respuesta, el dilema no se resuelve con la lógica deportiva del ganar o perder. Menos aún con la utilización política de una tragedia que nos trasciende como personas. Cualquiera sea la respuesta de la ciencia o de la Justicia, a los hijos de desaparecidos siempre se los vuelve a castigar como víctimas. Paridos por una misma tragedia, la del despojo del nombre y la filiación, instalan en el corazón del debate sobre la identidad nacional la multiplicidad de historias privadas que se tejen sobre el cañamazo de nuestra tragedia como país. Si cuando niños debieron padecer la brutalidad de que en el mismo momento en el que se les comunicaba judicialmente que aquellos a los que llamaban "papá" y "mamá" no lo eran y los verdaderos padres estaban muertos, hoy, ya adultos, tienen derecho a elegir.

DRAMAS INDIVIDUALES

Seguí muchas de esas historias desde hace ya más de treinta años, me fui acercando a sus dramas individuales y acompañé el surgimiento de la organización HIJOS en Vaquerías, la reserva que pertenece a la Universidad Nacional de Córdoba. Al institucionalizar una nueva agrupación humanitaria recrearon los pedidos de Justicia, pero en la medida en que se fueron tornando adultos, sus dramas personales, despojados de ideologías, nos increpan y miden el grado de empatía que anida en nuestros corazones. Si efectivamente podemos ponernos en su lugar, ellos son nosotros. Muchos hicieron el mismo camino que la sociedad. Salieron de sus tinieblas privadas para buscar una identidad que los contenga, los explique. Otros, defraudados, rechazan la partidización y regresan a sus dramas individuales. Puedo entender a la Abuela que en el medio de la votación por la ley de extracción de ADN me clamó en el teléfono para que votara de manera positiva una norma que le permitiría encontrar a su nieta, y también puedo comprender a Victoria Donda, cuando votó a favor para que el Estado le quitara la pesada mochila que le puso cuando secuestró a sus padres. En mi intimidad, sé que jamás podrán quitarse esa marca de sufrimiento.

Ahora de lo que se trata es de que el Estado garantice la universalidad de los Derechos que consagra nuestra Constitución. Ya han pasado casi cuarenta años del golpe militar de 1976 y como Victoria, lo hijos de desaparecidos ya son adultos y sus tragedias personales se viven contra el telón de fondo de una democracia que debe garantizar en las leyes la igualdad y no utilizar el poder del Estado para causas con nombre propio. De ser así, el Estado vuelve a reproducir la incomprensión ante los martirios individuales. El vaciamiento espiritual, como marca odiosa de identidad. Esa Argentina del desencuentro, la de la desconfianza, la que se debate entre el pasado como lección y la perversión de hacer del dolor una nueva apropiación.