Todo lo que los EE.UU. mataron junto a Bin Laden
Por Marcelo Cantelmi* La manera en que fue abatido quien ya era un muerto político agotó la ilusión de recuperación de la legalidad y del idealismo que habían llegado con Barack Obama.
Una de las lógicas de la confusión es dejarle a la gente las teorías y alejarla de los hechos. El desorden noticioso alrededor de la muerte de Osama bin Laden se instaló en esa trampa de suposiciones. Si bien es cierto que esta neblina del final le hace un justo honor a este célebre espectro, el hecho es que se trata de una muerte incomprobable.
No hay cadáver ni fotos a la vista, sólo una suposición reafirmada como certeza por la Casa Blanca. Debería alcanzar, pero todo ha quedado de tal modo oscuro y manipulado que lo que se informa puede haber tanto sucedido como que Bin Laden haya muerto hace años, en la invasión de Afganistán una década atrás, y ser restaurado ahora en los titulares porque cambiaron las circunstancias que hacían conveniente la estrategia de mantenerlo con vida .
Es posible entretenerse un poco en estos caminos especulativos. Según la historia que ahora se revela, Osama vivía oculto desde hace más de un lustro en una vivienda de aspecto y tamaño llamativos en Abbottabad, una pequeña ciudad paquistaní a un paso de Islamabad y donde se encuentra la mayor escuela militar de ese país de la cual, además, el terrorista era vecino. Esa ciudad tiene la relevancia adicional de estar ubicada sobre la autopista Karakoram, la ruta 35, que une a Pakistán nada menos que con su aliado nuclear China. Los documentos de la última tanda de WikiLeaks de diciembre pasado revelaron, según consignó The Guardian , uno de los cinco medios que accedieron a esos papeles, que hay tropa de EE.UU. no sólo operando sino, además, incrustada en el ejército paquistaní . Es un dato importante aún más si se advierte, por lo dicho, que la ciudad donde estaba Obama es justamente una gran barraca militar de crucial valor estratégico. Para agregar mayores desconciertos, una fuente de la inteligencia paquistaní, citada por la cadena Al Arabiya, develó que cuando llegaron los comandos norteamericanos no hubo disparos desde la casona. Y que en realidad no había armas en el sitio. Es decir, no hubo resistencia, cuestión que sería sólo posible si quien vivía en la casa no estaba oculto sino que lo hacía, exageremos, en un virtual arresto domiciliario .
La misma información oficial que llega desde Washington indica que se sabía desde agosto de 2010 que ahí estaba el líder terrorista . El canciller paquistaní Salman Bashir sumó un dato mayor: le dijo a la BBC que ellos ya en 2009 habían alertado a la inteligencia norteamericana sobre esa casa y su notable huésped. Esto implicaría que se contó con un amplio calendario para decidir el ataque definitivo.
La vertiente conspirativa que tiene el episodio alimentada por el aluvión de contradicciones que lanzó la Casa Blanca es interminable. Pero hay hechos concretos que van por encima de estas especulaciones. En principio es difícil despegar este episodio de la actual rebelión en el mundo árabe . Esa revolución republicana ha hecho pedazos la historia oficial que agigantaba como en un espejo deformado la estatura real de este terrorista y su vidriosa red Al Qaeda, creada, recordemos, con apoyo de Washington durante la guerra contra los soviéticos para expulsarlos de Afganistán. Las confusiones alrededor de Osama no son sólo de ahora. Vale recordar al entonces presidente Ronald Reagan que estimuló ese conflicto, cuando equiparaba, a comienzos de los ‘80 la moral de los mujaidines de Bin Laden "con la de nuestros padres fundadores".
EE.UU. en aquellos años de Guerra Fría fomentó el peligroso camino del fundamentalismo islámico para recortar la influencia de la atea Moscú en el mundo árabe. El caso afgano fue sólo un ejemplo. El panislamismo más rígido que reprimía la discusión política y secuestraba el lugar del Estado y de los ciudadanos fue el gran socio de Occidente en esa batalla.
Los atentados del 11-S, cuya autoría fue atribuida a Al Qaeda, convirtieron a Osama y su banda en un archienemigo de contornos escolares pero, esencialmente, también en la justificación para una guerra antiterrorista a cuyo socaire se admitió el recorte de libertades individuales, la violación de los derechos humanos y la guerra preventiva que destruyó más de tres siglos de juricidad internacional desde la paz de Westfalia. Hoy sabemos que ni Osama ni su banda tuvieron la penetración o el poder que se les endilgó.
En ninguno de los países árabes que están sacudiéndose sus dictaduras, el ultraislamismo y en especial este grupo tienen peso político o inserción salvo en Yemen donde apareció una Al Qaeda de la Península Arábiga, sospechada, en verdad, de ser una creación del dictador Saleh como atajo para obtener ayuda económica.
Hay, sin embargo, una dimensión aún mucho más grave en este episodio.
Las condiciones proclamadas en que se produjo la muerte de este muerto político liquidaron los restos de la ilusión de recuperación de la legalidad y del idealismo que vinieron con la novedad de Barack Obama . La burda construcción informativa de esta operación emula el juego de mentiras que los neoconservadores llevaron al extremo al inventar una guerra y construir un enemigo a la carte . Pero además se rescata ahora otra vez la tortura como herramienta de batalla y hasta se reivindica a la cárcel de Guantánamo.
Ese rostro inesperado se alza frente al que debió preservarse con el arresto del terrorista desarmado y su procesamiento como sucedió con Saddam Hussein.
Este retroceso buscó convertirse en avance en el discurso del presidente cuando informó sobre la muerte del terrorista: "Nuevamente se nos recuerda que EE.UU. puede hacer lo que se proponga. Esa es nuestra historia". Menos que una apelación imperial, ese texto pareció una evocación a lo que se era pero que ya no será.
EE.UU. no puede hacer lo que quiere aunque así se lo intente construir con este episodio , debido a que confronta una deuda sin precedentes, el déficit de sus cuentas públicas y hasta los retos de China, su mayor acreedor. La muerte de Osama llega con el timing justo para intentar restaurar el orgullo nacional perdido en el horno de esas realidades que demandan un formidable recorte en el presupuesto militar, o, dicho de otro modo, la retirada que se intentará vender ahora como victoria, de las guerras en las que Washington está inevitablemente empantanado en Irak y Afganistán.