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¡Socorro! ¿Qué había en mi heladera?

He llegado a pensar que cuando una ya no entiende nada de la vida opta por clasificarla.

Así se puede acomodar el mundo entre gente sucia y gente limpia, o para el caso, carreras universitarias paquetas y carreras tirando a cochinas. Medicina, también lo he descubierto, está decididamente entre las últimas. Si alguien quiere discutirlo que primero lea la historia de la heladera.

En este inapelable y discutido oficio de ser madre, la primera condición es acostumbrarse y aguantar (puteadas más, pedagogía menos). Estoicamente, lidiamos con los primeros regalos escatológicos de nuestro bebé, vulgarmente llamados pañales con caca. Cuando nuestro bebé crece, si es varón (y a él voy a referirme), deberemos soportar los obsequios más extraños. Recuerdo, por ejemplo, haber sido poseedora de una oruga verde, un gusano, ¡bah!, y de haber criado a mamadera dos diminutas ratas, todos regalos de mi querube, quien desde su más tierna infancia ya mostraba una irrefrenable vocación por el romanticismo. Pues bien, lo aguanté todo, ya estoy vieja y él es un grandullón. Lo que jamás le perdoné es que me dejara eso en la heladera. ¡Socorro!

Me cache en Hipócrates

Por supuesto que una no llega a la apasionante experiencia de convivir con algo en la heladera de la noche a la mañana. Don Hipócrates y sus interminables discípulos tienen la culpa. Me refiero a la existencia de esa deleznable carrera llamada Medicina y a esa deplorable fauna que la sigue, llamada "estudiantes".

Como habrán adivinado, mi hijo se encontraba entre ellos, en tercer año para más datos, laburante alumno, ligeramente obseso y peligrosamente entusiasta.

Digamos que, según lo visto, esta carrera se agudiza con el tiempo. Al comienzo todo era una delicia, el mozo se ponía el delantal y partía a su "facu", estudiaba con enjundia y hacía gala de la mayor prudencia. Léase que ante cualquier percance de salud en la familia aconsejaba seriamente llamar a un médico.

Haciendo memoria, lo único que nos tocó padecer durante ese primer año fue una colección de huesos. Pero como los guardó en su pieza a nadie impresionaron demasiado. Ya en el segundo año comenzó a mostrar señales alarmantes, cual Drácula desarrolló un morboso interés por nuestras venas.

Concretamente clamaba para poder practicar ¡pinchándonos! Aún a riesgo de conspirar contra su futuro profesional, la familia se mostró renuente a prestarle ninguna parte de nuestras anatomías, ni siquiera el trasero para que pusiera una mísera inyección.

¡Joderse! Después consiguió un aparatito para medir la tensión y nuestra vida se transformó en un martirio de apretadas, infladas y auscultaciones. El trajín agudizo, mi hipocondría crónica y justo cuando comencé con las lipotimias y los ¡Me muero, me bajó la presión!, él decidió terminar con sus prácticas y tomó venganza con un lacónico: "morite". ¡Joderme! Fue más o menos por entonces, según recuerdo que puso algo en la heladera... Continuará.