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¡Socorro! ¿Qué había en mi heladera? - Última parte

Ya fue dicho, la carrera de Medicina es cochina y sus estudiantes ídem. Y allí estaba mi hijo, buen alumno para colmo o sea súper chancho.

En tercer año la situación comenzó a agravarse. Como el almuerzo es siempre lugar del diálogo, los bandos se dividieron: hacia un lado los "humanistas", interesados en el devenir del mundo, la política, la literatura y otras fragantes yerbas y, por el otro, él solito que aportaba a la conversación datos tan poco felices como las estadísticas de hambre en el mundo, las parasitosis del subdesarrollo, los cánceres de mamas e infecciones asquerosientas de toda laya. La digestión se hacía difícil y el diálogo decididamente imposible. Y fue precisamente al terminar el almuerzo cuando un día anunció: "Guardé un feto en el congelador". Su hermana tosió una uva sobre el plato y muy poco académica gritó: "¡Hijo de puta!" Yo quedé tan atónita que ni defender mi honra pude. El papastro púsose verde oliva y partió al baño a hacer arcadas. Ya era tarde para todo, el extraño estaba instalado en el freezer y el dueño decidido a mantener su estadía por encima de su propio cadáver.

Pasada la impresión inicial, traté de consolarme con el pobre argumento de que toda familia tiene algún secreto que esconder. He aquí la palabra clave, "esconder": tal vez se pueda hacerlo con un "secreto" pero esconder una heladera entera, aun para mí, de naturaleza escondedora, resultaba imposible. Sencillamente la clausuramos. Nuestros amigos comenzaron a tomar refrescos calientes y la señora que trabajaba en casa recibió una explicación abstrusa sobre el porque estaba prohibido abrirla. Mientras tanto la pelea familiar alcanzaba niveles épicos. Al punto de que en alguna agotadora sobremesa terminé pensando que finalmente uno de nosotros iba a terminar también en la heladera.... de la morgue.

Convivir es nuestro lema

Créase o no, cuando nos cansamos de pelear terminamos por aceptar al extraño pasajero como parte de la familia. En primer término se lo acristianó bautizándolo. Resultaba más fino y cariñoso preguntar: ¿cuándo se llevan a Carlitos? que vociferar: "¡Lleváte al feto desgraciado!" De igual modo nuestras paranoias tomaron otro rumbo. Al comienzo temblábamos porque la señora, desobedeciendo órdenes, terminara dándoselo al gato o, lo que era peor, sirviéndolo en un guiso. La idea, que en un principio nos daba asco, comenzó a darnos pena... ¿Es que acaso Carlitos merecía una suerte así? ¿No habría sufrido lo suficiente el pobrecillo para terminar una vez más sus días en una multi procesadora?

La suerte estaba echada, Carlitos era uno de los nuestros. De la urgencia por sacarlo de la casa pasamos a preocuparnos por su destino. Nuestro amor, ya desatado, se disimulaba bajo formas como: "Después de tanto lío no lo vas a ir a tirar por ahí". El culpable calmaba nuestras ansiedades explicándonos que en cuanto consiguiera formol lo metía en un frasco y lo fletaba. Tímidamente inquirí su edad, mi hija se interesó por su sexo ¿tenía pelos, manitos? Sí, Carlitos era una verdadera ricura y varón para más datos.

Mientras esperábamos el formol que debía libarnos de su presencia (tardó como si fuera un hectolitro de Chanel Nª 5 contrabandeado a lomo de burra vía Bolivia) comenzamos a debatir el por qué debía irse, total si lo dejás en casa no hay problemas. Que no quede muy a la vista, sugería yo pensando en nuestros amigos que son gente muy impresionable.

Un hijo en la probeta

Finalmente llegó el formol, la heladera fue abierta y Carlitos trasladado a su cuna. Pensamos en atarle un moñito celeste pero, según la opinión de mi hijo "con tanto moño nunca va a salir macho". En realidad no se sabía en qué iba a terminar. En estas épocas de tecnologías extrañas, en una de esas conseguíamos una madre postiza que lo terminara de criar. Mientras tanto resultó un hijo modelo. No lloraba, no pedía pis ni caca, ni me despertaba a la madrugada. Era una suerte de niño ideal a quien ponía como ejemplo en cada sobremesa. Reposaba en la pieza de su padre con una corrección imperturbable.

Nunca me acostumbré a mirarlo, pero estaba segura que el día que gritara "Mamá" tiraba mis aprensiones al diablo y lo acunaba. Ahora hace las delicias de los nietos que consideran a Carlitos como casi un hermano menor. Me parece que ya es hora de legalizar esta situación. En cualquier momento lo llevamos al Registro Civil y lo anotamos, aprovechando la ley de género... quién te dice. O tal vez la familia termine en el loquero más cercano.

Resumamos: "¡Nadie se atreva a meterse con Carlitos!" Redescubrir las delicias de la maternidad a mis años fue una experiencia sin par.