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Sin política inmigratoria

Urge sustraer del control de la política clientelista un asunto tan delicado como el de las migraciones internas y externas.

No era necesario haber llegado a las graves ocupaciones de espacios públicos y usurpaciones de viviendas que se vienen registrando en los últimos tiempos para advertir la ausencia de una política inmigratoria argentina y lo imperioso de un debate profundo sobre esta cuestión.

La puerta abierta de manera irrestricta, como actitud, no es, ciertamente, una política. Es apenas una actitud. Quienes quieren habitar el suelo argentino deberían saber dónde pueden hacerlo con mayores posibilidades de obtener trabajo, de acceder a una vivienda digna y de contar con la educación y la sanidad adecuadas para los suyos sin que el único destino posible sea la ciudad de Buenos Aires, el conurbano bonaerense o la periferia de las grandes ciudades del interior, a menudo en condiciones de hacinamiento .

No menor resulta el impacto que sufre el sistema de salud en la atención de inmigrantes. Si bien muchos de ellos son residentes y se enferman en nuestro país, otros se desplazan exclusivamente para acceder a los beneficios de una atención de calidad a la cual no tienen acceso en sus países de origen. Diferentes estudios han demostrado que los hospitales públicos gastan hasta un 10% de su magro presupuesto para la atención de pacientes provenientes de países limítrofes.

La responsabilidad principal por las definiciones sobre el tema inmigratorio corresponde al Congreso de la Nación en estrecha cooperación con el Poder Ejecutivo luego de una discusión profunda y transparente sobre la cuestión en la que puedan participar las autoridades provinciales y la sociedad civil.

Deben tomarse en cuenta las condiciones de reciprocidad que en cada caso en particular puedan existir. Parece hora de coordinar adecuadamente las distintas políticas nacionales, de modo de poder establecer parámetros comunes coherentes para lo que, según se sostiene, es una política regional.

El ordenamiento constitucional argentino, inspirado en lo esencial y de modo muy particular en aquella materia por Juan Bautista Alberdi, tuvo la virtud de comprender lo que significaría la inmigración en un país donde por entonces estaba prácticamente todo por hacerse. La consigna de Alberdi fue "gobernar es poblar", pero se lo cita de manera incompleta y mal.

Alberdi sabía que era urgente la ocupación orgánica y no de cualquier manera, de un país cuya vastedad territorial se debatía a mediados del siglo XIX en la soledad, con amplias franjas de suelo soberano fuera del alcance de la ley nacional y de las jurisdicciones de las provincias. Sabía que en un contexto como ése gobernar era poblar, pero poblar de manera de introducir con cada inmigrante la semilla fértil de la civilización.

No sería justo calificar de xenófobo, por la sola circunstancia de invitar a una reflexión madura sobre la inmigración en la Argentina, a quien adhiera al orden social y político establecido por la Constitución nacional, que en su artículo 25 establece que "el gobierno federal fomentará la inmigración europea".

El problema de la inmigración no está en nuestra ley fundamental ni en el contenido de la ley promulgada en 2004, sino en el prevaricato de los gobernantes. La ilusión constitucional de que vengan extranjeros a "mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes" se ha convertido en una cruel burla del destino. Del mismo modo, las críticas que se formulan a una inmigración desordenada y muchas veces al margen de las estipulaciones legales son calificadas de xenófobas por el populismo, que medra con las pobres criaturas que se atraen al país para terminar hacinándolas en caseríos inhumanos.

El programa Patria Grande, con el cual el gobierno kirchnerista ha alardeado de los estímulos volcados en aras de la integración social regional, no ha hecho más que ir en dirección opuesta a la de los objetivos proclamados. El país necesita más habitantes, pero en las zonas insuficientemente pobladas. Una inmigración que termina denigrándose en Buenos Aires, Rosario o Córboba, y en los cinturones que las rodean, sólo acentúa la miseria y crea las condiciones delictivas que hoy causan pavor en la población.

Urge sustraer del control de la política clientelista un asunto tan delicado como el de las migraciones, externas e internas, y suscitar entre los candidatos presidenciales definiciones rotundas sobre lo que se proponen realizar a fin de que ese movimiento masivo de personas constituya la fuerza civilizadora con la que Alberdi soñaba. También debe manifestar el espíritu solidario con todos los pueblos que tuvieron presentes los constituyentes de 1853, no sólo para recibir a quien quisiera habitar el suelo argentino, sino para dotarlos de las condiciones y elementos que aseguren para todos una vida verdaderamente digna.