Sin palabras
*Por Meister Eckhart. "Quien lo busca (a Dios) sin seguir ningún Camino especial, lo descubrirá tal cual es... la Vida misma".
En la India "clásica" —no sé lo que ocurre actualmente, ya que como lo señalara su embajador en una reciente visita a Rosario, el singularísimo y contradictorio país es un "mercado gigantesco que va camino a convertirse en la tercera economía mundial"—, en la vieja India, digo, obsesionada por desentrañar a cualquier precio el misterio del universo y de la condición humana, la vida de un hindú de casta superior se dividía en cuatro partes: estudiante brahmánico, padre de familia, anacoreta y renunciante.
En el primer estadio se aprendían los textos sagrados y se prestaba servicio a un gurú; en el segundo el "padre de familia" cumplía con el deber social de casarse, procrear y celebrar regularmente los ritos ancestrales; la condición de anacoreta implicaba establecerse en un lugar apartado, con o sin la familia, para practicar ejercicios ascéticos y, en la última etapa, "el adulto mayor" —eufemismo contemporáneo inventado para enmascarar la vejez y los crecientes achaques que anuncian la vecindad de la muerte—, abandonaba su familia y su casta, aligerado ya de todo apego mundano, para entregarse por entero a explorar su verdadera esencia o, mejor dicho, para vivenciar su propia divinidad interior, obteniendo de ese modo la "liberación" (moksha).
Un pasatiempo mucho más atractivo que el de quedarse mirando televisión en el geriátrico, o que representar el drama pintado por Krishnamurti en "El vuelo del águila", con esta clarividencia cruel: "¿No es muy extraño ver cómo pasa alguien cuarenta años yendo a la oficina y, cuando deja de hacerlo, sufre un ataque al corazón y se muere? Somos la oficina, los archivos, el gerente, el empleado, o lo que sea el puesto que ocupemos... Y tenemos muchas ‘ideas' (las comillas son mías) acerca de Dios, de la bondad, de la verdad, de lo que debe ser la sociedad; eso es todo".
Aunque es patético tener que reconocerlo, los arbitrios a que apelamos para "sintonizar" con la inagotable fuente de la vida —de la propia y de la que fluye a nuestro alrededor, sin descanso—, se reducen al torpe sincretismo de quemar algunos sahumerios, colgar una cruz egipcia como amuleto protector en el dintel de la puerta de calle, practicar "hatha yoga" dos veces por semana y confiar en que, cuando muramos, nos reencontraremos con parientes y amigos —no con nuestros enemigos, que serán arrojados al incinerador de los réprobos— en "la casa del Padre", lugar que es mencionado con frecuencia en las participaciones fúnebres y que parece aludir a algún tipo de loteo inmaterial, suspendido como un barrilete entre las nubes.
Tan atiborrados estamos de frases hechas, palabras altisonantes, dogmas inamovibles, fórmulas sin sentido y slogans saturados de ideología pero huérfanos de todo asidero real, que perdemos de vista el sencillo recurso que quizá deberíamos emplear para conectarnos con nuestra interioridad más secreta, y que tal vez sea el mismo que para "hablar" con Dios: guardar silencio...
Silencio para "conocerse a sí mismo" —según la célebre consigna grabada en el frontispicio de Delfos, que Sócrates hizo suya—, evitando que las embrolladoras palabras se entrometan, ya sea para absolver o para condenar, y silencio para poder "fundirnos" con Dios, un propósito mucho más loable que el de pretender convencerlo —con palabras—, de que debe dejar de administrar el orden universal para prestar oídos a nuestras plegarias, siempre necias y nunca desinteresadas.
Si logramos acallar, aunque sea por un momento, el parloteo interior y exterior, que no nos dan tregua, hasta podremos reconocer todos esos "milagros" de los que estamos rodeados, y que son mucho más contundentes que la dudosa visión de una imagen sagrada en el vidrio de una ventana o en el caprichoso trazado de una mancha de humedad; para abastecer de sobra nuestra hambre milagrera, bastaría observar con algún detenimiento los rutilantes colores del pez que nada cautivo en la pecera, registrar la puntualidad con que el jazmín del patio abre sus flores en septiembre, o escuchar los latidos de nuestro corazón, ese músculo sabio del que depende la existencia y cuya marcha "otra voluntad" —que no es precisamente la nuestra— parece regular.
Como bien lo advierte Daisetz Teitaro Suzuki, cuando un maestro Zen le prescribe a un discípulo "Si pronuncias la palabra Buda, límpiate la boca", no es por animadversión hacia el Buda, sino hacia la frívola y peligrosa irresponsabilidad de las palabras.
Y a mi modo de ver, la declaración que más requiere de una exhaustiva higiene bucal es la tan trillada de que "Dios es amor", ya que es una realidad palmaria que nuestra concepción vulgar del amor viene inficionada por los intereses más ruines.
Pero nadie como Aldous Huxley para desarrollar esta idea, con la maestría con que lo hace al cierre de su breve ensayo "Conocimiento y comprensión": "De todas las palabras desgastadas, erosionadas y ensuciadas que hay en nuestro vocabulario, ‘amor' es seguramente la más pestilente, maloliente y estropeada. Proferida desde un millón de púlpitos, lascivamente entonada en cientos de millones de altavoces, se ha convertido en un ultraje al buen gusto y a los sentimientos decentes, una obscenidad que cualquiera duda en pronunciar. Y sin embargo es preciso pronunciarla, ya que, después de todo, el amor tiene la última palabra".