Sin las Malvinas, ¿es la nuestra una nación inconclusa?
*Por Mariano Grondona. En enero de 1833, el comandante inglés John Onslow, al mando de la corbeta Clío, invadió las islas Malvinas y desalojó a su legítimo gobernador, Luis Vernet...
... quien administraba una comunidad de ciento cincuenta habitantes bajo el pabellón argentino. Mañana se cumplen 30 años de la recuperación de las islas por parte de la Argentina y del inicio de la guerra entre nuestro país y el Reino Unido. Cabría decir que la espinosa relación triangular entre la Argentina, el Reino Unido y los isleños atravesó tres fases desde la invasión británica de 1833.
En la primera fase , si bien la Argentina nunca dejó de reclamar las islas, fue relativamente tolerante con la presencia británica en ellas debido a la excelente relación que mantenía con el Reino Unido. No olvidemos en tal sentido que Juan Manuel de Rosas, bajo cuyo gobierno los ingleses ocuparon las islas, se exilió después de su caída y hasta su muerte en una chacra próxima a Southampton. Durante esta primera fase de tolerancia bajo protesta de la ocupación británica, el entredicho de las Malvinas no afectó las intensas relaciones entre Londres y Buenos Aires, a cuyo amparo se multiplicaron las inversiones de Gran Bretaña mientras nuestras exportaciones agropecuarias cruzaban el Atlántico rumbo a sus puertos. Aparte del antecedente de Rosas, en 1933 ambos gobiernos firmaron el famoso pacto Roca-Runciman, que aseguraba el destino de nuestras exportaciones en medio de la crisis económica mundial, mientras la Argentina aventajaba de lejos al resto de América latina en materia económica.
LA SEGUNDA FASE
La segunda fase en la relación triangular entre la Argentina, el Reino Unido y los isleños comenzó en realidad en 1941, a partir del momento en que los Estados Unidos reemplazó al Reino Unido a la cabeza de Occidente después de resistir la agresión japonesa de Pearl Harbor. Hasta este momento, la neutralidad argentina en la Segunda Guerra Mundial era favorecida por el Reino Unido porque, gracias a ella, los submarinos alemanes dejaban pasar nuestros envíos de alimentos por el Atlántico. Pero a partir de 1941, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, comenzaron a presionar al gobierno argentino para que los acompañara. En manos primero del presidente Castillo y después de la logia militar del GOU, inspirada por Perón, la Argentina al principio se resistió. Al fin, Washington torció el brazo de Buenos Aires mientras Brasil, dándose cuenta de que había una nueva potencia hegemónica en el mundo, enviaba tropas a Italia para combatir al lado de ella. Este fue el instante preciso en que Brasil sustituyó a la Argentina en el convoy de la historia.
Pese al nacionalismo que exhibió al estatizar los ferrocarriles ingleses, Perón nunca se aventuró por las Malvinas. Podría decirse empero que, a medida que la influencia británica en el mundo decaía, los gobiernos argentinos que lo sucedieron empezaron a mostrar cierta impaciencia frente a las islas porque en las flamantes Naciones Unidas los acompañaban los nuevos países que venían animados por el espíritu de la descolonización. Fue entonces cuando nuestro país empezó a ganar una votación tras otra en la Asamblea de las Naciones Unidas, que exhortaba al Reino Unido a negociar la disputa de soberanía sobre las islas. El Reino Unido se negaba, pero al mismo tiempo alentaba a nuestros gobiernos a dar auxilio económico a las islas; sembraba así la esperanza, que al final resultó fallida, de que una buena relación con ellas podría reabrir un día la frustrada negociación. Podríamos decir así que la segunda fase del conflicto mostró una creciente impaciencia del lado argentino ante el hecho de que, pese a que desde el continente se abastecía a las islas y se abrían intensas vías de comunicación con ellas, persistían las maniobras dilatorias del gobierno británico mientras se consolidaba la ocupación de las islas en manos de sucesivas generaciones de colonos escoceses cuyas familias se afianzaron como los ocupantes efectivos de las Malvinas.
El 31 de marzo de 1982, el creciente aislamiento político en el cual se encontraba la junta militar que presidía el general Galtieri lo animó a ensayar la aventura de la invasión, quizá suponiendo que la primera ministra Margaret Thatcher no se animaría a arriesgar su flota a través del Atlántico para reprimirla. En su ignorancia capital del mundo, Galtieri no vio, sin embargo, que, llevando casi perdida la campaña por su reelección, Thatcher aprovecharía el desafío de la invasión para levantar en su propio beneficio la bandera nacionalista, lo cual desembocó no sólo en la reconquista sangrienta de las islas, sino también en la primera guerra perdida de nuestros militares en toda su historia. Humilladas y confundidas pese al heroísmo de nuestros aviadores, las Fuerzas Armadas argentinas desaparecerían, a partir de ahí, del escenario argentino.
LA TERCERA FASE
Diríamos que la tercera fase del largo conflicto de las Malvinas coincide con esta posguerra que lleva 30 años. Este último capítulo contiene, a su vez, dos partes. En la primera de ellas, la Argentina volvió a las andadas para obtener una seguidilla de triunfos diplomáticos retóricos, para consumo interno, que no conducen a ninguna parte mientras, sobre las islas, sus ocupantes avanzaban en la explotación de una inmensa riqueza ictícola y, probablemente, petrolera. Hubo, sin embargo, otra instancia intermedia que coincidió con un gambito del canciller Guido Di Tella, en los años noventa. Habiendo advertido que el Reino Unido no avanzaría nunca hacia una negociación con la Argentina mientras aleteara el veto de los malvinenses, Di Tella emprendió la tarea de seducirlos . Su ofensiva respondía a la convicción de que no era posible que cuarenta millones de argentinos no pudieran convencer a dos mil isleños de que les convenía una estrecha relación con un país de dimensiones considerables, que los miraba apenas a cuatrocientos kilómetros de distancia, sin ningún otro país a la vista.
La estrategia de Di Tella pudo haber resultado con una sola condición: que los gobiernos posteriores a él insistieran en su política de seducción, convirtiéndola en una política de Estado. Pero esto no ocurrió, porque los sucesores de Di Tella volvieron a la retórica, con lo que se demostró que el problema no reside en las Malvinas, sino en que la Argentina carece de políticas de Estado, de largo plazo, y sólo tiene políticas de gobierno que nacen y mueren con cada presidente. Solamente después de varias décadas de "seducción", los isleños se convencerían de que sus vecinos somos constantes, porque recién entonces empezarían a percibirnos como socios confiables.
Aquí desemboca el verdadero problema de las Malvinas: no en la relación con los ingleses o con los isleños, sino con nosotros mismos, porque sólo cuando maduremos hasta ser capaces de sostener una política de Estado que trascienda la sucesión de nuestros gobiernos, los argentinos podremos convencer a otros, y sobre todo a nosotros mismos, de que merecemos ser una nación. Cuando esta evidencia salga a la luz, ya no necesitaremos ni siquiera festejar a los isleños porque, al advertir los enormes beneficios que obtendrían al conectarse con una nación lindante, madura y benigna, estarían espontáneamente dispuestos a levantar el veto que ahora, pese a su mínima dimensión, nos siguen oponiendo con eficacia. La Argentina es una nación adolescente. Sólo cuando deje de serlo podrá fecundar otros espacios convergentes no sólo en las Malvinas, sino también en las aguas del Atlántico Sur y en los hielos de la Antártida.
En la primera fase , si bien la Argentina nunca dejó de reclamar las islas, fue relativamente tolerante con la presencia británica en ellas debido a la excelente relación que mantenía con el Reino Unido. No olvidemos en tal sentido que Juan Manuel de Rosas, bajo cuyo gobierno los ingleses ocuparon las islas, se exilió después de su caída y hasta su muerte en una chacra próxima a Southampton. Durante esta primera fase de tolerancia bajo protesta de la ocupación británica, el entredicho de las Malvinas no afectó las intensas relaciones entre Londres y Buenos Aires, a cuyo amparo se multiplicaron las inversiones de Gran Bretaña mientras nuestras exportaciones agropecuarias cruzaban el Atlántico rumbo a sus puertos. Aparte del antecedente de Rosas, en 1933 ambos gobiernos firmaron el famoso pacto Roca-Runciman, que aseguraba el destino de nuestras exportaciones en medio de la crisis económica mundial, mientras la Argentina aventajaba de lejos al resto de América latina en materia económica.
LA SEGUNDA FASE
La segunda fase en la relación triangular entre la Argentina, el Reino Unido y los isleños comenzó en realidad en 1941, a partir del momento en que los Estados Unidos reemplazó al Reino Unido a la cabeza de Occidente después de resistir la agresión japonesa de Pearl Harbor. Hasta este momento, la neutralidad argentina en la Segunda Guerra Mundial era favorecida por el Reino Unido porque, gracias a ella, los submarinos alemanes dejaban pasar nuestros envíos de alimentos por el Atlántico. Pero a partir de 1941, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, comenzaron a presionar al gobierno argentino para que los acompañara. En manos primero del presidente Castillo y después de la logia militar del GOU, inspirada por Perón, la Argentina al principio se resistió. Al fin, Washington torció el brazo de Buenos Aires mientras Brasil, dándose cuenta de que había una nueva potencia hegemónica en el mundo, enviaba tropas a Italia para combatir al lado de ella. Este fue el instante preciso en que Brasil sustituyó a la Argentina en el convoy de la historia.
Pese al nacionalismo que exhibió al estatizar los ferrocarriles ingleses, Perón nunca se aventuró por las Malvinas. Podría decirse empero que, a medida que la influencia británica en el mundo decaía, los gobiernos argentinos que lo sucedieron empezaron a mostrar cierta impaciencia frente a las islas porque en las flamantes Naciones Unidas los acompañaban los nuevos países que venían animados por el espíritu de la descolonización. Fue entonces cuando nuestro país empezó a ganar una votación tras otra en la Asamblea de las Naciones Unidas, que exhortaba al Reino Unido a negociar la disputa de soberanía sobre las islas. El Reino Unido se negaba, pero al mismo tiempo alentaba a nuestros gobiernos a dar auxilio económico a las islas; sembraba así la esperanza, que al final resultó fallida, de que una buena relación con ellas podría reabrir un día la frustrada negociación. Podríamos decir así que la segunda fase del conflicto mostró una creciente impaciencia del lado argentino ante el hecho de que, pese a que desde el continente se abastecía a las islas y se abrían intensas vías de comunicación con ellas, persistían las maniobras dilatorias del gobierno británico mientras se consolidaba la ocupación de las islas en manos de sucesivas generaciones de colonos escoceses cuyas familias se afianzaron como los ocupantes efectivos de las Malvinas.
El 31 de marzo de 1982, el creciente aislamiento político en el cual se encontraba la junta militar que presidía el general Galtieri lo animó a ensayar la aventura de la invasión, quizá suponiendo que la primera ministra Margaret Thatcher no se animaría a arriesgar su flota a través del Atlántico para reprimirla. En su ignorancia capital del mundo, Galtieri no vio, sin embargo, que, llevando casi perdida la campaña por su reelección, Thatcher aprovecharía el desafío de la invasión para levantar en su propio beneficio la bandera nacionalista, lo cual desembocó no sólo en la reconquista sangrienta de las islas, sino también en la primera guerra perdida de nuestros militares en toda su historia. Humilladas y confundidas pese al heroísmo de nuestros aviadores, las Fuerzas Armadas argentinas desaparecerían, a partir de ahí, del escenario argentino.
LA TERCERA FASE
Diríamos que la tercera fase del largo conflicto de las Malvinas coincide con esta posguerra que lleva 30 años. Este último capítulo contiene, a su vez, dos partes. En la primera de ellas, la Argentina volvió a las andadas para obtener una seguidilla de triunfos diplomáticos retóricos, para consumo interno, que no conducen a ninguna parte mientras, sobre las islas, sus ocupantes avanzaban en la explotación de una inmensa riqueza ictícola y, probablemente, petrolera. Hubo, sin embargo, otra instancia intermedia que coincidió con un gambito del canciller Guido Di Tella, en los años noventa. Habiendo advertido que el Reino Unido no avanzaría nunca hacia una negociación con la Argentina mientras aleteara el veto de los malvinenses, Di Tella emprendió la tarea de seducirlos . Su ofensiva respondía a la convicción de que no era posible que cuarenta millones de argentinos no pudieran convencer a dos mil isleños de que les convenía una estrecha relación con un país de dimensiones considerables, que los miraba apenas a cuatrocientos kilómetros de distancia, sin ningún otro país a la vista.
La estrategia de Di Tella pudo haber resultado con una sola condición: que los gobiernos posteriores a él insistieran en su política de seducción, convirtiéndola en una política de Estado. Pero esto no ocurrió, porque los sucesores de Di Tella volvieron a la retórica, con lo que se demostró que el problema no reside en las Malvinas, sino en que la Argentina carece de políticas de Estado, de largo plazo, y sólo tiene políticas de gobierno que nacen y mueren con cada presidente. Solamente después de varias décadas de "seducción", los isleños se convencerían de que sus vecinos somos constantes, porque recién entonces empezarían a percibirnos como socios confiables.
Aquí desemboca el verdadero problema de las Malvinas: no en la relación con los ingleses o con los isleños, sino con nosotros mismos, porque sólo cuando maduremos hasta ser capaces de sostener una política de Estado que trascienda la sucesión de nuestros gobiernos, los argentinos podremos convencer a otros, y sobre todo a nosotros mismos, de que merecemos ser una nación. Cuando esta evidencia salga a la luz, ya no necesitaremos ni siquiera festejar a los isleños porque, al advertir los enormes beneficios que obtendrían al conectarse con una nación lindante, madura y benigna, estarían espontáneamente dispuestos a levantar el veto que ahora, pese a su mínima dimensión, nos siguen oponiendo con eficacia. La Argentina es una nación adolescente. Sólo cuando deje de serlo podrá fecundar otros espacios convergentes no sólo en las Malvinas, sino también en las aguas del Atlántico Sur y en los hielos de la Antártida.