Siguen indignados
El movimiento de "los indignados" ya está celebrando el primer aniversario de su aparición en el escenario occidental con manifestaciones en distintas ciudades europeas y americanas.
Las más concurridas han tenido lugar en España, país en el que, como en Grecia e Italia, los relativamente jóvenes creen tener motivos de sobra para sentirse traicionados por la generación anterior, donde decenas de miles de personas se congregaron para protestar contra la crisis socioeconómica y asegurarnos de que "otro mundo es posible".
Aunque muchos ya se habrán dado cuenta de que gritar consignas contestatarias en las calles y plazas públicas no servirá para restaurar el statu quo de cinco años atrás, cuando abundaban los empleos y el futuro parecía promisorio, las movilizaciones, en que suele detectarse un clima extrañamente festivo, brindan a los participantes la ilusión de estar contribuyendo a impulsar cambios significantes.
Si bien los cambios que se han registrado en España en los doce meses últimos no han sido del agrado de los "indignados" que por lo común dicen ser contrarios al capitalismo, el rigor fiscal, la austeridad, la banca y, en caso de algunos, la política como tal, ya que el más notable ha consistido en el reemplazo del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero por otro conservador encabezado por Mariano Rajoy, la frustración que se ha apoderado de amplios sectores de la sociedad europea plantea al establishment político un desafío que tendrá que tomar muy en serio.
Nunca han existido soluciones sencillas para los problemas económicos y sociales, pero hasta hace poco era fácil creer que, entre las distintas estrategias propuestas por los líderes de los partidos tradicionales, habría por lo menos una que funcionaría de manera adecuada. Acaso lo más llamativo de la situación actual es la incapacidad tanto de los "moderados" como de los "extremistas" de pensar en alternativas convincentes que harían renacer la esperanza.
Ni siquiera quienes enarbolan banderas rojas y hablan pestes del capitalismo pueden creer que un régimen comunista conseguiría crear una sociedad mejor, mientras que las recetas reivindicadas por los partidarios más vehementes del mercado libre supondrían costos sociales que la mayoría encontraría insoportables. Así las cosas, no es demasiado sorprendente que en la primera ronda de las elecciones francesas, y en las griegas, partidos de la izquierda trotskista o la derecha nacionalista antisistema cosecharan una proporción impresionante de los votos. Puede que, como señalan los optimistas, se haya tratado en buena medida de votos negativos, de protesta, pero así y todo indicaron que la política europea corre el riesgo de degenerar en una lucha caótica entre fracciones de aspiraciones a un tiempo mutuamente irreconciliables y nada realistas, marginando a aquellas agrupaciones que desde hace décadas dominan el escenario y que, no obstante la retórica de sus voceros, en el fondo comparten las mismas ideas que suelen calificarse de "centristas".
El desconcierto que tantos sienten es lógico. La gran crisis que se ha abatido sobre la Unión Europea no es obra de gobiernos perversos o de banqueros a la vez codiciosos e irresponsables.
Tampoco se debe exclusivamente a la adopción absurdamente prematura del euro. En su raíz están el colapso de la tasa de natalidad acompañado por el envejecimiento, que ha puesto en jaque el Estado de bienestar y hecho insostenible sistemas previsionales creados en circunstancias radicalmente diferentes, la globalización que ha visto la irrupción de China como una gran potencia comercial y la eliminación de cada vez más empleos por una revolución tecnológica que apenas ha comenzado.
Los jóvenes europeos, integrantes de "la generación mejor instruida de la historia", se habían preparado para el mundo de antes del inicio de lo que algunos economistas llaman "la gran recesión", pero ya se encuentran en uno que es mucho más exigente y que, intuyen, no estará a la altura de expectativas que, hace apenas un lustro, se consideraban sensatas pero que en la actualidad parecen exageradas. Que tantos se sientan "indignados" por lo que ha sucedido puede entenderse, pero, por desgracia, de por sí la indignación no los ayudará a abrirse camino en la sociedad poco hospitalaria que según parece está en vías de conformarse.
Aunque muchos ya se habrán dado cuenta de que gritar consignas contestatarias en las calles y plazas públicas no servirá para restaurar el statu quo de cinco años atrás, cuando abundaban los empleos y el futuro parecía promisorio, las movilizaciones, en que suele detectarse un clima extrañamente festivo, brindan a los participantes la ilusión de estar contribuyendo a impulsar cambios significantes.
Si bien los cambios que se han registrado en España en los doce meses últimos no han sido del agrado de los "indignados" que por lo común dicen ser contrarios al capitalismo, el rigor fiscal, la austeridad, la banca y, en caso de algunos, la política como tal, ya que el más notable ha consistido en el reemplazo del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero por otro conservador encabezado por Mariano Rajoy, la frustración que se ha apoderado de amplios sectores de la sociedad europea plantea al establishment político un desafío que tendrá que tomar muy en serio.
Nunca han existido soluciones sencillas para los problemas económicos y sociales, pero hasta hace poco era fácil creer que, entre las distintas estrategias propuestas por los líderes de los partidos tradicionales, habría por lo menos una que funcionaría de manera adecuada. Acaso lo más llamativo de la situación actual es la incapacidad tanto de los "moderados" como de los "extremistas" de pensar en alternativas convincentes que harían renacer la esperanza.
Ni siquiera quienes enarbolan banderas rojas y hablan pestes del capitalismo pueden creer que un régimen comunista conseguiría crear una sociedad mejor, mientras que las recetas reivindicadas por los partidarios más vehementes del mercado libre supondrían costos sociales que la mayoría encontraría insoportables. Así las cosas, no es demasiado sorprendente que en la primera ronda de las elecciones francesas, y en las griegas, partidos de la izquierda trotskista o la derecha nacionalista antisistema cosecharan una proporción impresionante de los votos. Puede que, como señalan los optimistas, se haya tratado en buena medida de votos negativos, de protesta, pero así y todo indicaron que la política europea corre el riesgo de degenerar en una lucha caótica entre fracciones de aspiraciones a un tiempo mutuamente irreconciliables y nada realistas, marginando a aquellas agrupaciones que desde hace décadas dominan el escenario y que, no obstante la retórica de sus voceros, en el fondo comparten las mismas ideas que suelen calificarse de "centristas".
El desconcierto que tantos sienten es lógico. La gran crisis que se ha abatido sobre la Unión Europea no es obra de gobiernos perversos o de banqueros a la vez codiciosos e irresponsables.
Tampoco se debe exclusivamente a la adopción absurdamente prematura del euro. En su raíz están el colapso de la tasa de natalidad acompañado por el envejecimiento, que ha puesto en jaque el Estado de bienestar y hecho insostenible sistemas previsionales creados en circunstancias radicalmente diferentes, la globalización que ha visto la irrupción de China como una gran potencia comercial y la eliminación de cada vez más empleos por una revolución tecnológica que apenas ha comenzado.
Los jóvenes europeos, integrantes de "la generación mejor instruida de la historia", se habían preparado para el mundo de antes del inicio de lo que algunos economistas llaman "la gran recesión", pero ya se encuentran en uno que es mucho más exigente y que, intuyen, no estará a la altura de expectativas que, hace apenas un lustro, se consideraban sensatas pero que en la actualidad parecen exageradas. Que tantos se sientan "indignados" por lo que ha sucedido puede entenderse, pero, por desgracia, de por sí la indignación no los ayudará a abrirse camino en la sociedad poco hospitalaria que según parece está en vías de conformarse.