Sí, Cristina
*Por Jaime Nelson. Allá por el 2003, le advirtieron a Néstor Kirchner que la Argentina no era una versión un tanto más grande que su feudo personal, la provincia de Santa Cruz, de suerte que le convendría modificar radicalmente su estilo de gobernar.
No les hizo caso y la verdad es no le fue nada mal. Lejos de sentirse ofendidos por la prepotencia del patagónico, millones le agradecieron por haber restaurado la autoridad presidencial. Del mismo modo, cuando Cristina estaba por tomar el relevo a su cónyuge, algunos se afirmaron preocupados por su costumbre de tratar como sirvientes a los miembros, secretarios, subsecretarios, caciques peronistas y otros que cumplían funciones en el improvisado andamiaje gubernamental. Le dijeron que la Argentina era una democracia cabal, un país habitado por rebeldes natos, almas libres que, aunque sólo fuera por amor propio, no lo permitirían. Cristina no les prestó atención. ¿Por qué hacerlo? Sabía que a la servidumbre le encanta recibir órdenes. Al igual que su marido, acertó.
Ya es rutinario ver a la señora presidenta rodeada de personajes embelesados –ministros, gobernadores, capos sindicales, aspirantes a un lugar en una de sus muchas listas, militantes de alguna que otra causa presuntamente progresista– que festejan todas sus ocurrencias. No llevan uniformes, pero se asemejan a los mayordomos, cocineras y mucamas que, debidamente alienados, en ciertas películas inglesas aguardan con trepidación el regreso de la duquesa a su mansión señorial. Si a uno le concede una sonrisa cómplice, estará de parabienes durante varias semanas; una mirada fría será tomada como una sentencia de muerte.
Pero no sólo es cuestión de la conducta de la servidumbre que, al fin y al cabo, está conformada por quienes entienden que su propio destino depende de la voluntad de la señora y por lo tanto tienen buenos motivos para intentar complacerla. Comparten su actitud otros que están acostumbrados a confiar ciegamente en el jefe máximo de turno hasta que se las arregle para defraudarlos. ¿Cuántos kirchneristas actuales apoyaron sucesivamente a Juan Domingo Perón, Jorge Rafael Videla, Leopoldo Fortunato Galtieri, Raúl Alfonsín, Carlos Menem y, por un rato, Fernando de la Rúa? Nunca lo sabremos, pero a buen seguro se cuentan por centenares de miles; si no fuera por el paso de los años, habría millones más. ¿Serán menos veleidosas las próximas generaciones? Es poco probable.
El poder personal suele expandirse hasta que choque contra barreras insuperables. En algunas sociedades tales barreras son fuertes: el presidente o primer ministro tiene que operar dentro de límites muy estrechos. Por cierto, Barack Obama –"el hombre más poderoso del mundo" según sus compatriotas– no puede ningunear al Congreso, mofarse de las reglas que le impiden apropiarse de los recursos del Estado o negarse a consultar con los miembros del Partido Demócrata del que es un afiliado.
Aquí los límites son más elásticos. De quererlo, y de ser de acuerdo común el dueño de un caudal impresionante de votos, un mandatario puede hacer cuanto se le dé la gana a sabiendas de que lo consentirán tantos funcionarios, legisladores y operadores políticos que oponérsele sería inútil. Así, pues, a Cristina le ha resultado maravillosamente fácil ubicarse por encima de las raquíticas instituciones nacionales. Todo cuanto pertenece al Estado está a su disposición. Puede hacer uso de la cadena nacional de radio y televisión toda vez que quiere comunicarse con el público para someterle a una nueva dosis de propaganda política. Incluso las protestas de los pedantes la ayudan a dejar sentado que aquí manda ella: ladran, amigo Sancho, es señal de que avanzamos, como dice una frase equivocadamente atribuida a Cervantes.
¿Avanzamos? Depende de lo que uno quiere decir. Como tantos otros movimientos que hemos conocido, el encabezado por Cristina es un fin en sí mismo. Conforme a su jefa y teórica principal, su misión es rendir homenaje a Él, su marido fallecido. Es un objetivo un tanto acotado, pero puesto que sus partidarios lo consideran adecuado, no tiene por qué negarse a seguir adelante estimulada por los gritos de "¡Fuerza, Cristina!". Conscientes de que el poder genera más poder, más sinecuras y más, tal vez mucho más, dinero, los militantes kirchneristas están decididos a continuar ocupando más "espacios". Juran sentirse comprometidos con un modelo sociopolítico orientado a la "redistribución del ingreso", aunque por razones comprensibles no dicen que los beneficiados son, ellos mismos aparte, los empresarios cortesanos de la llamada "burguesía nacional", entidades como Madres de Plaza de Mayo y ciertas facciones piqueteras, además de grupos mediáticos, que comulgan con el cristinismo. El "modelo" es una especie de bomba que extrae dinero de las partes malas de la sociedad, en especial el campo, para transferirlo a las buenas, es decir a las dispuestas a acompañar el "proyecto" oficialista.
Como suele suceder, los artífices de "las conquistas" insisten en que los más beneficiados por lo que hacen son los pobres. Lo mismo que aquellas organizaciones estudiantiles que logran obligar a todos a subsidiar durante años a los retoños de la clase media, o políticos que se votan aumentos salariales, suplementados por los consabidos sobresueldos y otros adicionales, so pretexto de querer fortalecer la democracia, o sindicatos que consiguen derechos que perjudican a quienes están buscando empleo o trabajan en negro, los kirchneristas dan a entender que, por ser ellos los representantes del pueblo, su propia buena fortuna es de todos. No lo es, claro está, pero el país está en manos de dirigentes de mentalidad corporativista desde hace tanto tiempo que la mayoría se ha habituado a suponerse beneficiada por los logros ajenos.
El populismo es por naturaleza insaciable. Lo reconoció el viceministro de Economía, Roberto Feletti, cuando aludió a la necesidad de "radicalizar el modelo", o sea de echar mano a recursos aún no aprovechados. Así y todo, aunque los kirchneristas consiguiesen alzarse con miles de millones de pesos más, no tardarían en encontrarse frente a un vacío; por desgracia, la maltrecha economía nacional dista de ser infinita. Entonces todo se vendrá abajo, cayendo una vez más sobre las cabezas de quienes no logren ponerse a salvo. ¿Y después? Después, el país aguardará la llegada del caudillo siguiente que, con la ayuda de muchos que hoy en día se declaran kirchneristas fervorosos, aprovechará la oportunidad que le haya tocado para construir poder en base a las ambiciones de algunos y las ilusiones de muchos otros.
Ya es rutinario ver a la señora presidenta rodeada de personajes embelesados –ministros, gobernadores, capos sindicales, aspirantes a un lugar en una de sus muchas listas, militantes de alguna que otra causa presuntamente progresista– que festejan todas sus ocurrencias. No llevan uniformes, pero se asemejan a los mayordomos, cocineras y mucamas que, debidamente alienados, en ciertas películas inglesas aguardan con trepidación el regreso de la duquesa a su mansión señorial. Si a uno le concede una sonrisa cómplice, estará de parabienes durante varias semanas; una mirada fría será tomada como una sentencia de muerte.
Pero no sólo es cuestión de la conducta de la servidumbre que, al fin y al cabo, está conformada por quienes entienden que su propio destino depende de la voluntad de la señora y por lo tanto tienen buenos motivos para intentar complacerla. Comparten su actitud otros que están acostumbrados a confiar ciegamente en el jefe máximo de turno hasta que se las arregle para defraudarlos. ¿Cuántos kirchneristas actuales apoyaron sucesivamente a Juan Domingo Perón, Jorge Rafael Videla, Leopoldo Fortunato Galtieri, Raúl Alfonsín, Carlos Menem y, por un rato, Fernando de la Rúa? Nunca lo sabremos, pero a buen seguro se cuentan por centenares de miles; si no fuera por el paso de los años, habría millones más. ¿Serán menos veleidosas las próximas generaciones? Es poco probable.
El poder personal suele expandirse hasta que choque contra barreras insuperables. En algunas sociedades tales barreras son fuertes: el presidente o primer ministro tiene que operar dentro de límites muy estrechos. Por cierto, Barack Obama –"el hombre más poderoso del mundo" según sus compatriotas– no puede ningunear al Congreso, mofarse de las reglas que le impiden apropiarse de los recursos del Estado o negarse a consultar con los miembros del Partido Demócrata del que es un afiliado.
Aquí los límites son más elásticos. De quererlo, y de ser de acuerdo común el dueño de un caudal impresionante de votos, un mandatario puede hacer cuanto se le dé la gana a sabiendas de que lo consentirán tantos funcionarios, legisladores y operadores políticos que oponérsele sería inútil. Así, pues, a Cristina le ha resultado maravillosamente fácil ubicarse por encima de las raquíticas instituciones nacionales. Todo cuanto pertenece al Estado está a su disposición. Puede hacer uso de la cadena nacional de radio y televisión toda vez que quiere comunicarse con el público para someterle a una nueva dosis de propaganda política. Incluso las protestas de los pedantes la ayudan a dejar sentado que aquí manda ella: ladran, amigo Sancho, es señal de que avanzamos, como dice una frase equivocadamente atribuida a Cervantes.
¿Avanzamos? Depende de lo que uno quiere decir. Como tantos otros movimientos que hemos conocido, el encabezado por Cristina es un fin en sí mismo. Conforme a su jefa y teórica principal, su misión es rendir homenaje a Él, su marido fallecido. Es un objetivo un tanto acotado, pero puesto que sus partidarios lo consideran adecuado, no tiene por qué negarse a seguir adelante estimulada por los gritos de "¡Fuerza, Cristina!". Conscientes de que el poder genera más poder, más sinecuras y más, tal vez mucho más, dinero, los militantes kirchneristas están decididos a continuar ocupando más "espacios". Juran sentirse comprometidos con un modelo sociopolítico orientado a la "redistribución del ingreso", aunque por razones comprensibles no dicen que los beneficiados son, ellos mismos aparte, los empresarios cortesanos de la llamada "burguesía nacional", entidades como Madres de Plaza de Mayo y ciertas facciones piqueteras, además de grupos mediáticos, que comulgan con el cristinismo. El "modelo" es una especie de bomba que extrae dinero de las partes malas de la sociedad, en especial el campo, para transferirlo a las buenas, es decir a las dispuestas a acompañar el "proyecto" oficialista.
Como suele suceder, los artífices de "las conquistas" insisten en que los más beneficiados por lo que hacen son los pobres. Lo mismo que aquellas organizaciones estudiantiles que logran obligar a todos a subsidiar durante años a los retoños de la clase media, o políticos que se votan aumentos salariales, suplementados por los consabidos sobresueldos y otros adicionales, so pretexto de querer fortalecer la democracia, o sindicatos que consiguen derechos que perjudican a quienes están buscando empleo o trabajan en negro, los kirchneristas dan a entender que, por ser ellos los representantes del pueblo, su propia buena fortuna es de todos. No lo es, claro está, pero el país está en manos de dirigentes de mentalidad corporativista desde hace tanto tiempo que la mayoría se ha habituado a suponerse beneficiada por los logros ajenos.
El populismo es por naturaleza insaciable. Lo reconoció el viceministro de Economía, Roberto Feletti, cuando aludió a la necesidad de "radicalizar el modelo", o sea de echar mano a recursos aún no aprovechados. Así y todo, aunque los kirchneristas consiguiesen alzarse con miles de millones de pesos más, no tardarían en encontrarse frente a un vacío; por desgracia, la maltrecha economía nacional dista de ser infinita. Entonces todo se vendrá abajo, cayendo una vez más sobre las cabezas de quienes no logren ponerse a salvo. ¿Y después? Después, el país aguardará la llegada del caudillo siguiente que, con la ayuda de muchos que hoy en día se declaran kirchneristas fervorosos, aprovechará la oportunidad que le haya tocado para construir poder en base a las ambiciones de algunos y las ilusiones de muchos otros.