Sí a la adopción
Se trata de una ley que debería aprobarse con urgencia, porque para los chicos, esperar un día equivale a una eternidad.
Resulta muy penoso advertir que en torno a una institución maravillosa, demostrativa de un auténtico acto de generosidad y de amor, se agitan pasiones e ideologías políticas y posiciones filosóficas que colocan el debate cada vez más lejos de donde debería estar. Cerca del niño desamparado, o necesitado de una familia.
Existen 14 proyectos sobre la materia en el Congreso de la Nación, pero no parece sencillo que sus autores puedan acordar una iniciativa común.
Por un lado se declama el derecho a la identidad del niño, como si la ley actual no contemplara este aspecto y las sentencias de adopción no obligaran a los adoptantes a comunicar al adoptado su origen y filiación natural. Felizmente, hoy el ocultamiento del origen natural no es ya una preocupación de los adoptantes, ya que está culturalmente aceptado en forma mayoritaria que el derecho a conocer la identidad es inviolable.
Otros debates giran alrededor de la pretensión del Estado de erigirse en dueño del instituto, en desmedro de las organizaciones sociales privadas que tanto han hecho en la materia y de los propios jueces civiles que otorgan las adopciones y son mirados desde el poder administrador estatal con creciente e injustificada desconfianza.
Esta apropiación estatal llega hasta impedir que los padres de sangre que desean dar su hijo en adopción a una pareja determinada puedan hacerlo. La elección de los adoptantes por los padres es sospechada de transacción comercial, y, por ende, se la prohíbe. Nadie niega que deba ser cuidadosamente ejecutada, a fin de impedir la compra y venta de niños, pero no debería ser difícil someter la cuestión a un juez de la Nación, permitiendo el ejercicio de un derecho que aparece como más que legítimo y hasta deseable.
El problema vuelve a rozar lo filosófico; está claro que no se puede vender niños, pero también es evidente que éstos no son propiedad de nadie, y menos que menos del Estado. No podemos volver a las leyes de Esparta o a las de países que se arrogan el derecho de matar a los niños excedentes de su autoritaria planificación.
Otro tema principal que se debate, lamentablemente oscurecido por los casos de apropiación ilegítima de niños sucedidos durante la dictadura militar, es el de la familia de origen frente a la nueva familia adoptiva, o familia guardadora con fines de adopción. No hay ninguna duda de que lo deseable es que los niños sean criados por sus padres, en sus familias naturales, pero no a costa de los propios niños. Y aquí aparece nuevamente la ideología, disfrazada de derecho a la identidad, por nadie discutido, que llega al absurdo de preferir una familia abandónica, golpeadora y desnaturalizada a una familia sana que quiere al niño, y hasta lo ha ahijado por años. Esta doctrina puso en riesgo la integridad física de niños, y en algunos casos hasta su vida.
La Corte Suprema de Justicia ha sido muy clara en recientes casos al decir que, frente a los derechos del niño, no hay una preferencia legal entre familia de sangre y familia adoptiva o cuasi adoptiva, sino una mirada, desde el niño, que proteja su mejor interés. No es ésta la posición de algunos legisladores, que creen que el Estado debe restaurar la familia disvaliosa, para que recupere al niño que abandonó. Esta postura exhibe un voluntarismo ideológico, de lectura sesgada, y no parece positiva para una ley de adopción sincera, que pretenda promover este noble instituto.
Como argumento de apoyo a este equivocado enfoque aparece el de la pobreza; sin negar que en ocasiones la necesidad obliga a dar en adopción, no es legítimo sostener que ello sea así en todos los casos y se generalice en contra del instituto, sosteniéndose algo así como que la adopción les quita los niños a las familias o madres menesterosas en beneficio de las que pueden sostener a un niño.
También está pendiente el debate sobre la posibilidad de adoptar por parte de las parejas homosexuales, sobre la que se avanza sin estudios serios que analicen el impacto en la formación de la sexualidad y la personalidad de los niños. Nuevamente el problema no son los padres, sino los niños, y no cabe hablar de discriminación ante realidades tan diversas como la heterosexualidad y la homosexualidad.
Un tema más: está el nunca resuelto desequilibrio entre niños por adoptar y padres deseosos de hacerlo. Entre niños institucionalizados retenidos en institutos por años, percibiendo éstos una "cápita" por niño del Estado nacional, sin estadísticas serias, con padres que los visitan una vez por año para no perder un subsidio estatal. O el tema de las autonomías provinciales y el Registro Único de Adoptantes, excluyente de toda otra forma de adjudicación, con carácter nacional y escasa adhesión provincial.
La falta de reglamentación puede conducir al tráfico de niños que todos queremos evitar, pero su exceso hace que de pronto no haya más niños en condiciones de ser adoptados, y eso indica un tráfico clandestino que los registros únicos no han podido ni sabido evitar.
Es necesario romper la barrera ideológica y decirle sí a la adopción como institución deseada y apoyada por el Estado, sin excluir el esfuerzo privado, pero bajo el control de los jueces, que deben ser soberanos en la materia, recibiendo todo el apoyo logístico para mejor resolver.
Sería deseable un debate amplio y abierto, con todas las voces, para lograr consensuar una norma que promueva tan noble instituto. Hoy ésta debiera ser una ley prioritaria pues no hay nada más imprescindible para un niño que una familia.