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Sexo, drogas y rock and roll en París

La extrema frivolidad de los lectores, lejos de apreciar las enjundiosas columnas que he escrito, criticando desde la sociedad de las máquinas hasta las entrañas de la política, se han quedado fijados a "¿Qué pasó con el iraní en Paris", que fue una referencia absolutamente menor en alguna de las otras columnas.

Supongo que esperan una historia de sexo, drogas y rock and roll. Pues bien, acá la tienen.

El tema comenzó a la entrada del museo Pompidou donde, confundiéndolo con un boliviano le pedí que me ayudara a entrar. Con una sonrisa de oreja a oreja, mi bolivianito (era petizo) me explico que era iraní y allí comenzó nuestra tierna amistad.

Hay quien dice que nadie puede afirmar que estuvo en París si no fue besado debajo de un puente y vagamente pensé: "Es la mía". El hecho de que me llegara al ombligo no perturbaba mi fantasía, con cierto karma de lunga he lidiado más con petizos que con altos. Su procedencia de Medio Oriente, más su escasa belleza física, tampoco. Después de todo, yo también nací fulera, y en un lugar incierto. Todo lo demás era lo de menos para ese beso que se avecinaba. Lo único que me alertó fue que, para que yo pueda entenderme en inglés con alguien, el  conocimiento  del idioma de mi interlocutor debe ser  menos cuatro, como el mío, siempre tirando a "dígalo con mímica". Sin embargo, nunca le pedí a un caballero un certificado de ICANA para que me diera un beso, así que el romance podía prosperar sin problemas.

Quedamos en encontrarnos a la salida del museo para ir a tomar un café. Nos dimos tiempo. Alucinada hice mi recorrido, escuchando las voces de los pintores que amo, y supongo que les importará un pito saber que el sol de Van Gogh me hizo llorar. Él, que jamás pudo vender un cuadro, que se creía el más inútil de los inútiles, dejó brillando para siempre ese sol que iluminaba toda la sala, e incluso empalidecían los colores de Gauguin. Finalmente decidí volver, descontando que mi pequeño boliviano iraní se había cansado de esperar que yo terminara de llorar frente a un cuadro (he perdido hombres por motivos más bastardos). Pero allí estaba en la puerta, no tan brillante como el sol de Van Gogh, pero casi tan colorido como un Gauguin de la Polinesia (la verdad, se vestía raro) y siempre con su eufórica sonrisa.

Conocía Paris como pocos y me llevó a un precioso bistró donde me contó que hacía cinco años que viva allí con parte de su familia porque estudiaba cine. Le pregunté si le gustaba Fellini, me respondió que no lo conocía, tampoco conocía a Bergman, Woody Allen, y Coppola. Su mirada seguía sonriente pero vacía de toda idea... ¡descubrí de pronto que mi amiguito era sub normal!

Quizás quisiera estudiar cine, pero me iba quedando en claro que difícilmente hubiera entrado a uno. La fantasía del beso se evaporó (creo que se llama abuso) pero quedó en pie que hasta él era un genio comparado con mi desconocimiento del francés y mi terror a la ciudad. Estábamos iguales: ¡se había formado una pareja!

Con entusiasmo programamos juntos varios paseos para los cuales él debía buscarme en el hotel y arrastrarme por las temibles entrañas del metro. Al tercer día me invitó a conocer a su hermano que vendía "carpenters". Lo imaginé ofreciendo ajos en alguna vereda de Paris. Me preparé con alegría y fui a dar a los alrededores de la torre Eiffel (uno de los sitios caros de Paris), allí su hermano tenía una casa donde vendía alfombras persas, algunas con varios siglos de antigüedad. Me sirvieron un té exquisito, me mostraron las fotos de la familia lejana, y antes de terminar casada y bígama, saludé en jerigonzo y me retiré. Es cierto, a la historia le falta el sexo, drogas y rock and roll prometido...pero esa me la guardo para cuando quiera que me inviten a la tele!