Sarasa

Las cosas casi nunca son blancas o negras, pero los oradores no pueden darse el lujo de vacilar. Hubiera sido raro, por ejemplo, que la Presidenta dijera: "Es cierto que entre 2003 y 2009 vinieron muchos extranjeros, pero no sé si atribuir ese furor por la Argentina a nuestra habilidad o al derrumbe de nuestros precios internos después de la devaluación de 2002".

Sin sarasa no hay aplausos; eso está claro, pero es una especialidad difícil, porque hay maneras y maneras de sarasear. Están los saraseadores horizontales, que toman la palabra y la amasan, la estiran y la adornan hasta hacerle perder todo sentido, y están los verticales, que sarasean derecho viejo, sin repetir, sin soplar y sin ningún rodeo. En política, el buen saraseador es el que consigue más votos, y dada la economía retórica de los tiempos modernos es evidente que en la actualidad los saraseadores de la primera especie corren el riesgo de que se les duerman los militantes antes de llegar al cuarto oscuro. Los que ganan son los saraseadores de la segunda especie, que dan el golpe de knock-out con una sola frase, sarásica en el fondo, pero absolutamente incontestable en apariencia.

En el mismo discurso, la Presidenta dio otra muestra de su maestría en el manejo de esta variante: "Esto no es viento de cola ni el Quini 6". ¿Recuerdan cuando el gran Fidel Pintos se presentaba como el ministro plenipotenciario en asuntos económicos mundiales del reino de Sarasa Sarasa? Bueno, esto es bastante parecido. No es que esté mal: el orador debe atenerse a su oficio. Y si un día se rebela la realidad, harta de ser saraseada en vano, siempre habrá un buen argumento defensivo: "Yo saraseaba por sarasear, nomás. No soy filósofo, adivino ni economista".