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San la Muerte, patrono electoral

La Argentina está sumida en un escenario netamente proselitista donde aflora un sinfín peculiaridades poco comprensibles a la luz de cualquier doctrina política conocida. La teoría hace mella donde la práctica se caracteriza por la improvisación, las ambiciones y las internas.

Toda distorsión de aquello que constituye en la generalidad un panorama electoral puede explicarse con una única fotografía de la realidad: la destrucción de los partidos políticos, estructuras básicas inherentes a todo proceso electoral.

En esa orfandad, lo que surge son figuras aisladas capaces de situarse en la plataforma que más conveniencia les otorgue. Lejos de lo ideológico y conceptual, la disposición de candidatos emerge caótica. Cualquiera puede ubicarse en las listas de quien hasta ayer fue su adversario en las propuestas. Parece haber una sola idea rectora: no quedarse afuera.

La conducta de estos agentes políticos constituye el misterio más flagrante de esta actualidad donde nada está dicho y, en consecuencia, el rumor y la especulación se sitúan en primer lugar. ¿Cómo explicar si no que la jefa de Estado –que aún no confirmó explícitamente su participación– se erija ganadora de la elección?

Más allá del comercio de números que tratan de vender éxitos maquillando la mismísima realidad, hay una suerte de estrategia que merece la pena ser tenida en cuenta para vislumbrar hacia dónde puede orientarse el gobierno que vendrá, más allá de quién resulte vencedor en el escrutinio final.

No se puede negar que, aun cuando surjan otras figuras en el escenario, las dos protagónicas que más sobresalen poseen características que les son comunes. "Los extremos se tocan", podrían sostener algunos; sin embargo, tales opuestos no son tan visibles como se pretende, de modo que la unidad o semejanza debe buscarse en otro punto cardinal.

Y es que los dos candidatos que en apariencia van a debatirse la presidencia, en aproximadamente cuatro meses, basan su campaña en una misma particularidad: el manismo, al menos estipulado con los parámetros insólitos de la argentinidad...

Ya no se trata de un Jaime Durán Barba ni siquiera un Carlos Zanini o un David Axelrod, los verdaderos artífices y sostenes de campaña se hallan ambos en otra latitud a la habitual. En ese contexto, la política que vendrá se apoya sustancialmente en la que ya no está o, al menos, en dos políticos ausentes desde no hace mucho tiempo. Nadie puede negar que son Néstor Kirchner y Raúl Alfonsín quienes disputan la próxima elección, mucho más que Cristina o Ricardo, el radical. Pensemos con sinceridad: de no haberse producido el deceso de don Raúl y posteriormente el del santacruceño, ¿estarían los actuales candidatos más relevantes disputándose la presidencia? Ni soñar.

Tanto Cristina como Ricardo Alfonsín se hallan en esta contienda más como herederos naturales que como políticos capaces de dar respuesta a las demandas de la sociedad. Partiendo de esta realidad, lo que se avecina no es muy promisorio en verdad. No hay cualidades personales en los candidatos sino, más bien, lazos familiares que legaron como patrimonio, ni más ni menos, que la conducción de un país como si éstos fuese equivalente a una empresa o negocio familiar.

Y posiblemente en eso se haya convertido la Argentina de un tiempo a esta parte: un emprendimiento amateur que no requiere versados para llevarlo a cabo. Basta ensalzar un cadáver y mitificarlo con dones que no tuvieron jamás para armar un marketing capaz de dar "legitimidad" a sus aspiraciones personales. Una especie de manismo característico de una mediocridad y un oportunismo pocas veces vistos.

Hasta no hace mucho se podía deducir el atraso argentino comparando la situación general en contrapartida con las naciones desarrolladas del viejo continente. No pasó tanto para que la decadencia se dejara ver con sólo mirar alrededor: Brasil, Chile y hasta Uruguay crecieron exponencialmente y no solamente en su faz económica, sino también y sobre todo en lo racional.

Los índices de crecimiento en los cuales se basa el desarrollo local no significan demasiado para el ciudadano medio. Podrán servir de orientación para algunos análisis y de sostén para la retórica oficialista con miras a la elección pero poco dicen a la hora de medir la calidad de vida y la pobreza concreta que afecta a la población.

Hoy basta ver los cimientos de lo que se supone vendrá para comprender la inmovilidad que nos sumerge en un pasado inevitable y evidente.

Cristina Fernández ya no posee ninguno de los tres pilares de su prédica previa a la asunción de la Presidencia: ni los dos superávits fiscales –los famosos gemelos de los cuales ni se habla ya– ni la calidad institucional existen siquiera como para dar continuidad a una oratoria preelectoral. De no haber fallecido Néstor Kirchner, éste hubiese sido el candidato sobre el cual girarían las encuestas y la posibilidad o no.

Lo mismo sucede del otro lado: de no haberse producido con inusitado sentido de la oportunidad, por el momento histórico en el cual nos hallábamos, el deceso del caudillo de Chascomús, Ricardo Alfonsín hoy seguiría siendo un hijo más.

Esta utilización de los muertos como herramienta proselitista es tan siniestra como peligrosa. El pasado es un vehículo al atraso. No se sabe a ciencia cierta si el proyecto de país del radical tiene que ver con la gestión de los ochenta ni se dice nada sobre cómo finalizó aquélla.

Tampoco parece asomar en el horizonte mucho de lo que Kirchner utilizaba como metodología para gobernar. Apenas si queda el poder de dañar como estrategia, pero el país ya desperdició demasiadas oportunidades como para creer que nuevamente un viento de cola o los commodities podrán garantizar un nuevo período de bonanza, aunque más no sea ilusoria para la sociedad.

Proyectar el futuro apoyándose en la muerte parece contradecir las leyes intrínsecas de la humanidad. Cuando la vida no basta ni se puede justificar a sí misma, no hay nada bueno que esperar. Mejor mirar hacia delante y dejar que los muertos descansen en paz...