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Salvar el mundo con la guitarrita

* Por Héctor Ghiretti. Una polémica e interesante reflexión sobre las relaciones entre el rock y la política.

En pleno debate electoral en la Capital Federal, los integrantes de una banda de rock llamada La Mancha de Rolando exigieron a Mauricio Macri que dejara de emplear una de sus canciones en su campaña y sus actos públicos. Argumentaron (con mayor tacto y prudencia que las frivolidades pretenciosas de Fito Páez) que estaban en total desacuerdo con el proyecto político de Macri y se oponían a que su canción se identificara con el PRO y el actual gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

También se supo que la banda se halla muy identificada con el gobierno nacional, que anima frecuentemente sus actos (detrás de cada artista o intelectual K casi siempre hay un quiosco organizado con recursos públicos) y que su líder es sobrino de Roberto Quieto, célebre dirigente montonero ejecutado por la organización por traidor.

La banda amenazó con acciones legales en caso de que Macri siguiera usando su tema. Ardió la ciudad. Independientemente de si existe una legislación que prohíbe usos no comerciales de obras musicales, parece que los pibes de La Mancha de Rolando no han entendido bien que los autores de una obra artística o intelectual destinada a fines comerciales no son ya sus únicos propietarios y, por tanto, no tienen control de su uso o su reproducción, salvo en caso de que se busque algún beneficio ilícito. No hay tal cosa como el público perfecto, controlado, definido y limitado por el autor.

Pero el episodio es interesante porque muestra una vez más el curioso autoconcepto que todavía es común entre muchos compositores e intérpretes de música popular. El rock es un género musical compuesto por una melodía pegadiza de base bailable, fuertemente marcada por el ritmo, sumada a una letra breve y simple. Cada pieza no debe exceder los 4-5 minutos, máxima tolerancia comercial.

No obstante la sencillez de su estructura, el rock ha tenido pretensiones revolucionarias prácticamente desde su origen. En esto influyeron decisivamente las condiciones en las que surgió y se desarrolló: el mundo en transformación de la segunda posguerra, la revolución cultural, el salto tecnológico, el espectacular desarrollo económico y la rebeldía juvenil.

Pero una cosa es haber coincidido con las grandes transformaciones del mundo contemporáneo y otra haberlas llevado a cabo. El rock, como el resto de las formas artísticas, se encuentra más del lado de los efectos que de las causas: es re-presentación.

Su compromiso político o social siempre tuvo una relación conflictiva con su carácter de bien de consumo, con su aspecto comercial. Esto ha sido causa de muchas disputas entre bandas, entre estilos musicales, entre miembros de una banda y entre músicos y público.

El gran hallazgo de algunas bandas es integrar la militancia en causas sociales en sus estrategias de marketing y promoción: el caso más conocido es el de U2. Otra forma de integración, bastante menos frecuente, es la de La Mancha de Rolando: convertirse en una banda de gobierno, o de partido. En otros tiempos, la rebeldía social o política del rock resistía todas las instituciones.

No seré yo quien ataque o desprecie la música rock. Para quienes hemos nacido en la década de los 60 ha sido la banda de sonido de nuestras vidas. No la descubrimos: nacimos dentro de ella. También la hemos visto decaer y agotarse: hay suficientes opiniones autorizadas que afirman que finalmente murió, allá por los 90.

Pero si el mundo llegara a dividirse entre seguidores de los Beatles y los Rolling Stones, no dudaría un minuto en alinearme con los viejitos de Londres. Seríamos menos, pero no seríamos pocos: de nuestro lado revistaría la muchachada rolinga del conurbano bonaerense.

I know

it's only rock'n roll

but I like it

Tendríamos potencia de sonido y rock verdadero, crítica social y cultural, en lugar de las baladitas zonzas, los experimentos infumables, las monsergas pedantes y las moralinas insulsas de los falsos profetas de la música pop.

Los autores de Arde la ciudad explican que la letra habla de que en 1978, mientras en el Monumental de Núñez se festejaban los goles de la Selección, muy cerca de allí, en la ESMA, se torturaba y asesinaba. Si no nos la explican, ni nos enteramos.

Pero si no sabemos su significado ¿cómo va a generar conciencia o movilización?

La canción apenas es un modesto clásico de la música de las pistas de baile: los movimientos espasmódicos de Mauricio son buena prueba de ello.

Las bandas de rock no componen himnos de guerra ni marchas revolucionarias. Ya nadie se acuerda de La Internacional, Bandera Roja, Oltre il ponte, Al vent o If I had a hammer. El punk rojo, combativo y explícito de The Clash (¿lo escucharán los actuales "defensores" de los ghettos del Reino Unido?) es cosa del siglo pasado. En su libro sobre la izquierda norteamericana, el filósofo Richard Rorty se preguntaba: "¿Cantaremos nuevas canciones?" El caso es que tampoco pueden encontrarse muchas.

Los músicos de rock deberían aprender dos cosas. Una de Mao, cuando decía que "todo revolucionario debe entender que el poder nace de la boca del fusil" y no de la guitarra, ni siquiera del power trío. Y otra de Peter Capusotto, a no tomarse a sí mismos tan en serio.

A fin de cuentas, es sólo rocanrol.