Sabemos cada vez más cosas, pero menos importantes
*Por Juan Goytisolo. Los que nos esforzábamos años atrás en salvar lenguas y tradiciones no podíamos sospechar que los nuevos náufragos del conocimiento podríamos ser nosotros.
Los que nos esforzábamos años atrás en salvar lenguas y tradiciones desamparadas en una batalla perdida tal vez de antemano no podíamos sospechar que la era Gutenberg, que extendió nuestra civilización por el planeta, iba a sufrir una sacudida que golpearía sus cimientos , y que los nuevos náufragos del conocimiento e ilustración que encarnaba podríamos ser nosotros .
La rauda sucesión de portátiles y tabletas cada vez más ligeros, que ponen la totalidad del saber al alcance de la mano, ¿van a arrinconar el libro y la prensa en papel, las bibliotecas y librerías, como predican tanto los optimistas ingenuos del progreso continuo como muchos pesimistas marginados por él? Es incontestable que el amor a la lectura ha bajado entre los jóvenes , que el nivel del estudiantado decae paulatinamente en los últimos 20 años y que numerosas librerías cierran.
Es incontestable también que mientras la planta de cualquier centro comercial donde se expone la infinita gama de computadoras, artefactos de comunicación virtual y videojuegos rebosa de un público curioso y ávido, la de los libros en papel atrae tan sólo a un puñado de personas interesadas en su mayor parte por el último best-seller de tema policial-esotérico o por los libros de cocina, como comprobé en Barcelona, Madrid y Casablanca.
Todo esto enciende una lucecita roja y debe hacemos reflexionar.
Si la ciencia y el progreso industrial de Occidente avasallaron en los pasados siglos las culturas "atrasadas" del llamado despectivamente Tercer Mundo, imponiendo en sus élites un lenguaje de comunicación rápido que empobrece el saber de los iletrados y lo reemplaza por una jerga común a las personas de una misma profesión al servicio de sus intereses comerciales y estratégicos, hoy el cambio afecta a la juventud "conectada" de todo el planeta, a la que el saber no rentable, excepto para una minoría, ha dejado de interesar.
¿Para qué partirse la cabeza leyendo a Joyce o Kafka, si Google te procura en un instante el catálogo de todas las obras y autores habidos y por haber? Repasar las páginas del cuento En el jardín de los senderos que se bifurcan ("sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará") deja en el lector de Borges un sabor agridulce.
Las bibliotecas no interesan sino a una tenaz cofradía de doctos y estudiosos. Para quienes conectan con el mundo virtual, la conciencia de tener el saber condensado a su alcance les dispensa de perder el tiempo en la lectura. El escritor argentino Rodrigo Fresán señala en un artículo reciente: "La capacidad de concentración que procura la lectura larga y tendida ha sido suplantada por la voraz disposición para consumir telegráfica y espasmódicamente frases de 140 caracteres y por la cada vez menor capacidad de hacer memoria , porque disponemos de un cerebro exterior y eficiente, llamado Google".
Sí, sabemos hoy más y más cosas, y cada vez menos importantes.
El dios Mercado se arroga el papel de principal educador: ha sustituido al profesorado en su tarea gracias a una publicidad omnímoda que subyuga a niños, adolescentes y jóvenes superconectados con la Red y ha reducido su vocabulario a una serie de sintagmas abreviados, en el idioma estándar con el que se comunican millones de usuarios de los renovados prodigios de la alta tecnología.
Ciertamente, las humanidades y el estudio de las lenguas clásicas son poco rentables en un mundo en crisis, pero no creo con todo en las predicciones sombrías sobre el fin del libro y la prensa en papel .
A diferencia de las frágiles tradiciones orales a las que antes me refería, el potencial cognoscitivo del cerebro humano ligado a aquéllas tiene raíces más sólidas. Son millones las personas que no se resignan a perder la memoria activa de lo creado en el presente y los pasados siglos.
Ochentones como yo, pero también gente de todas las edades, como aquella hermosa joven que leía, subrayaba y anotaba a mi lado, en la sala de espera de un aeropuerto, las páginas de la biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, de Octavio Paz. Su interés apasionado por el libro me emocionó, y pensé que mientras existieran personas como ella, la Biblioteca borgiana no desaparecería.
La rauda sucesión de portátiles y tabletas cada vez más ligeros, que ponen la totalidad del saber al alcance de la mano, ¿van a arrinconar el libro y la prensa en papel, las bibliotecas y librerías, como predican tanto los optimistas ingenuos del progreso continuo como muchos pesimistas marginados por él? Es incontestable que el amor a la lectura ha bajado entre los jóvenes , que el nivel del estudiantado decae paulatinamente en los últimos 20 años y que numerosas librerías cierran.
Es incontestable también que mientras la planta de cualquier centro comercial donde se expone la infinita gama de computadoras, artefactos de comunicación virtual y videojuegos rebosa de un público curioso y ávido, la de los libros en papel atrae tan sólo a un puñado de personas interesadas en su mayor parte por el último best-seller de tema policial-esotérico o por los libros de cocina, como comprobé en Barcelona, Madrid y Casablanca.
Todo esto enciende una lucecita roja y debe hacemos reflexionar.
Si la ciencia y el progreso industrial de Occidente avasallaron en los pasados siglos las culturas "atrasadas" del llamado despectivamente Tercer Mundo, imponiendo en sus élites un lenguaje de comunicación rápido que empobrece el saber de los iletrados y lo reemplaza por una jerga común a las personas de una misma profesión al servicio de sus intereses comerciales y estratégicos, hoy el cambio afecta a la juventud "conectada" de todo el planeta, a la que el saber no rentable, excepto para una minoría, ha dejado de interesar.
¿Para qué partirse la cabeza leyendo a Joyce o Kafka, si Google te procura en un instante el catálogo de todas las obras y autores habidos y por haber? Repasar las páginas del cuento En el jardín de los senderos que se bifurcan ("sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará") deja en el lector de Borges un sabor agridulce.
Las bibliotecas no interesan sino a una tenaz cofradía de doctos y estudiosos. Para quienes conectan con el mundo virtual, la conciencia de tener el saber condensado a su alcance les dispensa de perder el tiempo en la lectura. El escritor argentino Rodrigo Fresán señala en un artículo reciente: "La capacidad de concentración que procura la lectura larga y tendida ha sido suplantada por la voraz disposición para consumir telegráfica y espasmódicamente frases de 140 caracteres y por la cada vez menor capacidad de hacer memoria , porque disponemos de un cerebro exterior y eficiente, llamado Google".
Sí, sabemos hoy más y más cosas, y cada vez menos importantes.
El dios Mercado se arroga el papel de principal educador: ha sustituido al profesorado en su tarea gracias a una publicidad omnímoda que subyuga a niños, adolescentes y jóvenes superconectados con la Red y ha reducido su vocabulario a una serie de sintagmas abreviados, en el idioma estándar con el que se comunican millones de usuarios de los renovados prodigios de la alta tecnología.
Ciertamente, las humanidades y el estudio de las lenguas clásicas son poco rentables en un mundo en crisis, pero no creo con todo en las predicciones sombrías sobre el fin del libro y la prensa en papel .
A diferencia de las frágiles tradiciones orales a las que antes me refería, el potencial cognoscitivo del cerebro humano ligado a aquéllas tiene raíces más sólidas. Son millones las personas que no se resignan a perder la memoria activa de lo creado en el presente y los pasados siglos.
Ochentones como yo, pero también gente de todas las edades, como aquella hermosa joven que leía, subrayaba y anotaba a mi lado, en la sala de espera de un aeropuerto, las páginas de la biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, de Octavio Paz. Su interés apasionado por el libro me emocionó, y pensé que mientras existieran personas como ella, la Biblioteca borgiana no desaparecería.