Roberto Canessa: "Alimentarme de mis compañeros fue la humillación más grande que sufrí en mi vida"
Una conmovedora y reveladora charla con uno de los sobrevivientes del hecho que conmovió al mundo y que hoy cumple 50 años.
El 13 de octubre de 1972, Uruguay fue noticia. Como si la superstición fuera cierta, ese 13 era viernes. Y casi como una ironía del destino el vuelo era el 571, las cifras también suman 13. Ese avión pertenecía a la Fuerza Aérea Uruguaya, se estrelló en la cordillera de Los Andes, en Mendoza, y transportaba al equipo de rugby Old Christians que se dirigía a Santiago de Chile para disputar un partido.
En el avión viajaban 40 pasajeros y cinco tripulantes. Estuvieron 72 días perdidos en medio de las montañas. Lograron sobrevivir gracias a su esfuerzo sobre humano, ya que se habían enterado por una radio a pilas que su búsqueda había sido abandonada luego de unas semanas, creyendo que nadie podía resistir los -42C° de la helada cadena montañosa.
Roberto Canessa es uno de los nombres más conocidos cuando se habla de "El milagro de Los Andes", el accidente que conmovió a la opinión pública mundial. Hace un tiempo tuve la oportunidad de conversar con él y con Pablo Vierci, el autor con el que escribió su libro "Tenía que sobrevivir - Cómo el accidente en los Andes inspiró mi vocación para salvar vidas", desde Montevideo.
Roberto ¿por qué pensás que "tenías que sobrevivir"?
La primera razón era para regresar a mi madre. Un par de años antes, tres compañeros del colegio se habían ahogado en una canoa, en el Río de la Plata, y saliendo del velorio de uno de ellos, mi madre me dijo que si se le moría un hijo, ella no podría seguir viviendo. Desde que caí en los Andes, en el accidente aéreo del 13 de octubre de 1972, no me pude sacar esta idea de la cabeza: si yo me moría, mi madre también se moría. Mi madre creía en esa cosa rara de la telepatía, yo le enviaba permanentes mensajes telepáticos indicándole que estaba vivo, y se ve que funcionó, porque ella siempre creyó que yo estaba con vida, porque me sentía vivo.
Mi hija Lala, como lo dice en el libro "Tenía que sobrevivir- Cómo el accidente en los Andes inspiró mi vocación para salvar vidas", sostiene que yo sigo haciendo lo mismo con otras madres de mis pacientes: soy como el "mensajero" de sus hijos, que les dicen a sus madres que hicieron bien en esperarlos.
¿Qué te llevó a escribir el libro tanto tiempo después de la tragedia de Los Andes?
Yo sentía, desde que regresé a Montevideo, el 28 de diciembre de 1972, que no podía darme el lujo de hacer una vida cualquiera, no podía dormirme en los laureles, porque muchas veces la sociedad te tira esa trampa y uno, si se distrae, puede caer. Tras una peripecia como aquella a veces la sociedad te quiere encasillar, sin darse cuenta, y por ejemplo tildarte de héroe.
¿Pero de qué héroe me hablaban si en la montaña nosotros éramos los seres más desgraciados y humillados del universo? Entonces me impuse la meta de que en todo caso el heroísmo se viera después, con mis actos, no con lo que había sucedido a mis 19 años. Que se viera con lo que uno hace tras esa tragedia disruptiva, que partió mi vida en dos.
¿En algún momento pensaste que no ibas a salir de esa situación?
Con mucha frecuencia nos parecía que salir era muy difícil, imposible. Pero lo que tenía claro, también, es que daría batalla, o como hago con mis pacientes, impugnaría el final preestablecido de la historia.
Recuerdo que en un momento todos creíamos que estábamos en el peor lugar del mundo, en la peor condición, humillándonos a comer los cuerpos de nuestros amigos muertos, con 30 grados bajo cero, abandonados por la sociedad civilizada, que nos había decretado muertos. Recuerdo que decíamos que al lado de lo que nosotros estábamos viviendo, la cadena perpetua era deliciosa: tenías comida, una cama, calor, hasta libros para leer. Pues también nos equivocamos al creer que estábamos en el peor lugar del mundo, que peor no podíamos estar, porque al día, el 29 de octubre, nos cayó un alud y nos enterró vivos durante tres días.
Aprendí que nunca podés decir que no podés estar peor, porque nosotros estábamos peor que antes del alud, que mató a ocho amigos más y nos dejó sepultados como en un sarcófago. Aprendí que siempre podés estar peor, salvo que estés muerto. Y fue en ese tiempo del alud, sepultados vivos, cuando experimenté algo que no sabía que existía: tenerle envidia a los muertos. Porque los miraba y pensaba que ellos habían terminado su agonía, y que yo sería peor persona, porque el destino me tenía reservados nuevos sufrimientos.
¿Cómo fue para vos el día que finalmente fuiste rescatado?
Fue la experiencia más maravillosa que viví en mi vida. Fue gradual, porque fue al fin de la caminata que emprendimos con Nando Parrado y con Tintín Vizintín, este último nos acompañó tres días y luego decidimos que era mejor que volviera al fuselaje, porque la caminata sería mucho más larga y precisábamos más alimento. Pues nos dispusimos a atravesar los Andes a pie, sin equipos, yo pesaba 30 kilos menos, pero al séptimo día empezamos a ver indicios del mundo orgánico, empezamos a dejar lo inorgánico que era el paisaje que tuvimos durante esos dos meses. Y cuando empezamos a ver vestigios humanos, como una herradura, o la huella de una bota, adiviné que pronto veríamos a un ser humano, cosa que ocurrió el décimo día. Fue la experiencia más maravillosa porque yo salí a caminar pensando que nos íbamos a morir, pero que nos moriríamos trepando la montaña, no esperando en el fuselaje. Ver al arriero Sergio Catalán fue ver que se cumplían todos mis sueños, volver a mi casa, a mi madre, a mi novia, a mi padre, a la facultad de Medicina.
¿Cómo fue tu vida a partir del accidente?
Me casé con mi novia de entonces, Lauri, tuvimos tres hijos, y ahora soy abuelo. Terminé Medicina y me he dedicado siempre a la cardiología infantil, especializándome en cardiopatías congénitas. La vida después de los Andes fue de esfuerzo, supe siempre que no salí de la montaña para ser "famoso", ni para dormirme en los laureles.
Yo sentía que debía agradecer a todas las personas que nos permitieron sobrevivir al accidente aéreo en la montaña. Empezando por nuestros amigos muertos, que nos ofrecieron sus cuerpos para poder seguir viviendo, como nosotros ofrecimos nuestros cuerpos también si nos moríamos. Fue pacto más sublime que hice en mi vida. ¿Y qué mejor manera de agradecerles que colaborar para que vivan niños que nacen con cardiopatías congénitas, que, al igual que nosotros en el accidente, no hicieron nada para merecerlas? Son crisálidas, que pueden morir, o desarrollarse en mariposas.
Son vidas potenciales, como lo éramos nosotros. Pero para que vivan, se requiere mucho coraje, mucho esfuerzo, muchas ganas de que vivan. Y esa es una luz que todos los días que despierto, me recarga de una energía, que proviene de esos pacientes pero sé que, también, proviene de la montaña. No son ancianos, no son adultos, son el principio de los principios, lo más frágil, lo más vulnerable, pues ese es mi lugar, ayudando a los más frágiles, a los más vulnerables, porque sé cómo se sienten los más frágiles y vulnerables porque yo fui uno de ellos.
Al mismo tiempo la aureola de los Andes, el hecho de que sea un acontecimiento mundialmente conocido, me abrió las puertas de los centros médicos y de los médicos más prestigiosos del mundo, y con ellos hemos armado una red, de modo que a muchos de mis pacientes no solo los veo yo, sino que sus ecografías se presentan en ateneos en todas partes del mundo. O sea, aquel compromiso que asumí en el 72 con mis amigos muertos, pude ampliarlo con una red que integran médicos de todo el mundo, para estirar los límites de mis pacientes, permitirles que amplíen sus horizontes, como me sucedió a mí en el 72.
Sé que es un tema sensible, pero necesito preguntártelo ¿cómo fue la decisión de alimentarse de sus compañeros?
No tengo ningún problema de hablar sobre esto. Fue la humillación más grande que sufrí en mi vida. Pero una cosa es mirarlo de afuera y otra experimentar el hambre ahí, en la propia montaña. Primero intentamos comer todo lo que había, los cinturones, las valijas, que nos teñían las bocas con los químicos con que se cubren ahora los cueros. El hambre es instintiva, bestial, y solo busca un objetivo, saciarse. Cuando surgió la idea de comer los cuerpos, yo me di cuenta, porque había estudiado el ciclo de Krebs, que ese "combustible" funcionaba, porque tenía proteínas, lípidos, y las proteínas se transforman en glúcidos...
Pero una cosa es llegar a la conclusión de que el combustible es adecuado, pero otra es meterte el bocado en la boca. Y además yo no podía hacerlo porque no les podía pedir permiso a mis amigos muertos. Y entonces se nos ocurrió eso del pacto de entrega mutua, o sea decir que si yo me muero, para mí sería un honor que mis amigos usaran mi cuerpo muerto para poder salir de la montaña. Y así fue como comenzamos a comer a los muertos, que no fue más que ganar tiempo, porque hay gente que piensa que nos salvamos por la necrofagia, pero no, con la necrofagia ganamos tiempo, pero nos salvamos porque salimos caminando, porque nos comportamos como un equipo cargado de afectos y solidaridad. Esas fueron las grandes palancas de la salvación de los 16.
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