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Rico y poderoso: ¿puede ser un mito?

*Por Joaquín Morales Solá. Los predicadores del kirchnerismo están decididos a convertir a Néstor Kirchner en una especie de mito popular. ¿Llegará el momento en que veamos la cara del ex presidente en transpiradas remeras paseando por todo el mundo? ¿Viviremos para ser espectadores, en Londres o en Nueva York, de un musical con su nombre?

Es demasiado temprano para saberlo. Su gesta, sin embargo, se encerraría en los supuestos de que devolvió la militancia a la política y que redujo los índices de pobreza mientras fue el hombre más poderoso de la Argentina. El eventual mito se construiría también sobre sus módicos discursos (Kirchner nunca fue un buen orador), que muchas veces decían lo contrario de lo que terminaba haciendo.

La militancia por la militancia nunca fue una virtud y, a veces, fue un error, sobre todo cuando ese ejercicio abrazó el uso de la violencia y de las armas. Sin embargo, es cierto que la política tenía una deuda frente a una juventud mayoritariamente indiferente y crítica. Pero ¿con qué formas debería intentarse esa conquista? La militancia política con las banderas del sectarismo no esconde ninguna bondad. Devolver a los jóvenes (o una parte de ellos) a la política para que se empape de odios y de fatalismo tampoco es una buena construcción democrática. Todo lo contrario.

Así, la cultura política del kirchnerismo confiesa implícitamente que tiene poco para defender porque se dedica, por lo general, a denostar al enemigo. Esa juventud sabe muy bien a quién ofender, pero no sabe qué debe elogiar, más allá de algunas vagas ideas referidas a sensaciones y no a certezas. Eso no es culpa de la juventud, siempre pasional, porque en la misma confusión han caído importantes intelectuales devenidos kirchneristas. La presencia de una multitud de enemigos, en lugar de unos pocos adversarios, es una aventura que frecuentan regímenes muy lejanos al sistema de convivencia (más que de tolerancia) que establece una democracia bien entendida.

El nivel de la pobreza es, por su lado, un misterio en la Argentina, porque ningún índice es creíble si la agencia estatal de estadística no es confiable, como no lo es hasta para el propio Gobierno. ¿Por qué los gobernantes argentinos le pedirían ayuda al Fondo Monetario Internacional sobre la elaboración de las estadísticas oficiales si creyeran en el Indec? Un solo dato falso del Indec, y sobre todo el del costo de vida, provoca la caída automática de la veracidad de todos los demás datos. Especialistas diversos aseguran que el nivel de la pobreza no ha variado sustancialmente desde 2003.

Lo único evidente, entre tanta incertidumbre, es que la pobreza no disminuyó al ritmo del crecimiento económico de los últimos siete años. En el período más largo de bonanza económica de la Argentina desde el final de la Segunda Guerra, es fácilmente perceptible en cualquier ciudad argentina que los pobres se amontonan en el espacio público con tanta intensidad como después de la gran crisis de principios de siglo. Es evidente, también, que la asistencia a la pobreza forma parte de un proyecto clientelar de la política argentina, que no es, por cierto, exclusivo del kirchnerismo.

¿Ese espectacular crecimiento económico no merece, acaso, la construcción de un mito? La respuesta depende del análisis que se haga de esa etapa de evolución de la economía. La unanimidad de los economistas, hasta cerriles oficialistas, acepta que a la Argentina le tocó estar en la región más privilegiada dentro de un mundo en crisis. América latina crece, sin excepción. Para saldar el debate podría recordarse que en estos años crecieron, tanto como la Argentina, países como Paraguay y Cuba, que estaban estancados desde hacía décadas. En el curso de 2010, Paraguay estuvo creciendo con cifras más grandes que la Argentina.

En rigor, la Argentina y Venezuela son los únicos países latinoamericanos estragados por una inflación devastadora para los pobres, al revés de lo que supone el ministro argentino de Economía, Amado Boudou, que podría acceder al Nobel si demostrara que lo que dijo ("la inflación afecta sólo a la clase media alta") es un consistente hallazgo intelectual y no un palpable disparate.

El kirchnerismo ha elegido la leyenda en lugar del trazo más sencillo y comprobable de la historia. Podría resaltar, por ejemplo, que Kirchner concluyó normalmente su mandato en un país donde varios presidentes debieron irse antes de tiempo.

El supuesto mito de Kirchner es más complicado, porque debería buscar un molde distinto del conocido. Kirchner murió aferrado a un poder inmenso, como no lo tuvo ningún líder democrático desde 1983. Y, mal que les pese a muchos, la mitología latinoamericana se ha hecho sobre dioses vencidos. A Eva Perón le fue concedido el espectáculo del poder, pero su marido le negó el poder sistemáticamente. ¿Acaso el instante más mítico de Eva no fue su famoso discurso de renunciamiento a la candidatura vicepresidencial? Renunciamiento que, cabe subrayar, no fue decidido por ella, sino por Juan Perón, fuertemente presionado por sus camaradas de armas para que su esposa no ocupara el segundo sitio de la República.

El propio Perón perdió la oportunidad del mito cuando decidió volver al país, anciano y mórbido, para atrapar otra vez el poder. Quizá su mito habría existido para siempre si la muerte lo hubiera atrapado en el exilio, popular y prohibido. La biología mató al mito. Al final, Perón no pudo eludir la tentación de su propia reivindicación y, mucho menos, la de volver a asir las riendas de la Argentina. Extraña paradoja: Eva es un mito, pero Perón no lo es. ¿La diferencia? Ella no tuvo el poder, mientras que él lo tuvo y lo retuvo hasta el final de su vida.

Otro mito latinoamericano es el del Che Guevara. No hay nada más conmovedor en la mitología latinoamericana que la derrota del Che, muerto de un tiro a quemarropa en la selva boliviana, perseguido por el hambre y el frío, vestido apenas con harapos. Guevara había sido abandonado por su jefe y antiguo amigo Fidel Castro, y sus ideas, que también incluían el crimen como herramienta política, no habían encontrado creyentes ni entre los campesinos pobres de Bolivia. Fue el fin trágico de una vida y de una manera de pensar y de hacer la política.

No obstante, tanto Eva Perón como el Che Guevara debieron esperar varias décadas para convertirse en mitos. Esas construcciones sociales son siempre espontáneas y lentas. Nunca se fraguaron desde el poder.

¿El suicidio de Salvador Allende, otro mito que la región dio al mundo, no fue la conclusión de una vida vencida? ¿No es el suicidio la expresión más cabal de la derrota? Es cierto que Allende prefirió apretar él mismo el gatillo de su muerte antes de que lo hicieran los militares chilenos de Augusto Pinochet.

Sea como sea, Allende percibió el final dramático de su proyecto político en el instante último de su vida. Había fracasado, aun cuando los argumentos de esa frustración política difieren hasta hoy. La perspectiva posterior hizo de Allende un mito y de Pinochet un criminal. La derrota y la victoria dieron entonces un giro espectacular, pero ya los dos estaban muertos.

¿A qué renunció Néstor Kirchner? ¿Con qué harapos emprendió la lucha final de su vida? ¿Qué general lo persiguió hasta el suicidio? La creación de los mitos no es siempre igual, pero los condimentos para la construcción mítica deben ser parecidos. La derrota, sobre todo. La pobreza, a veces. La capacidad para morir antes que transigir, en todos los casos. Kirchner no había conocido la derrota en su vida de político desde la pequeña victoria que lo entronizó como intendente de Río Gallegos, en 1987. Podía negociar y transigir. De esa aptitud hay testigos vivos: Eduardo Duhalde, los duros y ortodoxos intendentes del conurbano bonaerense o los eternos dueños de los sindicatos.

Kirchner nunca fue pobre, pero fue menos pobre desde que decidió edificar él mismo una considerable fortuna personal. Murió por el país, dicen, contra la evidencia de la historia clínica, que revela que debió llevar una vida más serena. No quiso o no pudo hacerlo. Fue un hombre de obsesiones y de poder, eso sí, y cada uno puede elegir la forma de vivir y de morir. El ex presidente ejerció ese derecho hasta el final, cuando se desplomó fulminado en su residencia de descanso en uno de los lugares más elegantes de la Argentina