Ricardo Fort: "De aquel gigantón amable al divo fatal"
*Por Carlos Reymundo Roberts. "Ante la pregunta de cómo hacía para hacer de madre y padre, respondió: 'Ahora entiendo por qué Dios hizo a la mujer'".
"Conocí a Ricardo Fort hace algo más de 9 años, a 10.000 metros de altura, arriba de un avión con rumbo a Miami. Fue una circunstancia absolutamente casual. En Ezeiza, cuando estábamos ya cerca de despegar, la última persona en subir fue él, que en ese momento era un auténtico desconocido.
Pero no se trataba de un pasajero más: su cuerpo era voluptuosamente llamativo, tenía la piel tatuada, aros, pulseras, collares, piercings... Digamos, una estridencia de pies a cabeza. Ya entonces ese hombrón algo torpe parecía tener el exceso marcado a fuego en su ADN.
Aunque está claro que tamaño monumento fibrilar, así tuneado, hacía de por sí doblar las cabezas a su paso, yo reparé en él sobre todo por otros dos motivos. El primero es que se sentó exactamente detrás de mí. El segundo, y más importante, es que viajaba con una parejita de mellizos de tres meses, sus hijos Marta y Felipe.
Ya en vuelo, me resultó enternecedor verlo multiplicarse para atender a los dos. Periodista al fin (quiero decir, curioso, preguntón), me puse a conversar con él y al rato le planteé la duda que me estaba carcomiendo. ¿Y la madre? ¿Dónde estaba la madre de los mellizos? Al hombrón le bastaron siete palabras para liquidar el expediente. "La madre no existe: alquilé un vientre".
Seguí conversando como si semejante respuesta me resultara natural y cotidiana. Contó que había tenido suerte porque podían haber sido trillizos o cuatrillizos, que había llevado a los chicos a Buenos Aires para que los conocieran los abuelos y que vivía desde hacía años en California.
Después de verlo darle la mamadera a Felipe mientras Marta dormía, le pregunté cómo se las arreglaba para hacer de padre y madre. Me devolvió una mirada triste y una respuesta sincera: "Ahora entiendo por qué Dios hizo a la mujer".
Impresionado por la historia, al volver al diario, al cabo de una semana, escribí una pequeña columna en nuestra revista dominical, no tanto sobre ese personaje fuerte pero amable, sino sobre los vertiginosos cambios de culturas y costumbres, y lo difícil que a veces resulta asimilarlos. "Padre y madre", se tituló aquella nota.
Algunos años más tarde, el pasajero desconocido que viajaba en clase turista se volvía una celebridad de la TV, un animal mediático, un abonado a excentricidades y discordias. Yo no le había preguntado el nombre durante nuestra conversación en el vuelo, y si no fuera por una colega que recordaba aquella columna y que me hizo releerla en busca de los datos que confirmaron que se trataba de la misma persona, me hubiese costado reconocer en ese fulgurante divo el padre aplicado que descubrí a 10.000 metros de altura.
Volví a conversar brevemente con Fort en mayo de 2010, durante la gala de reapertura del Teatro Colón. Por supuesto, no se acordaba de mí. Y, mucho menos, de lo que habíamos conversado seis años antes. Le recordé la frase que tanto me había hecho pensar, la frase por la cual probablemente me senté a escribir la historia del avión: "Ahora entiendo por qué Dios hizo a la mujer". Se tiró un poco hacia atrás, como sorprendido, replicó que jamás pudo decir semejante cosa y se alejó sin despedirse, tomando del brazo a la vedette que lo acompañaba, voluptuosa también ella.
Yo me quedé pensando en Fort y en sus circunstancias. Tan pasmado como aquella primera vez."