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Qué vientos liberamos para nuestra derrota

Por Julio Barbaro* Las elecciones de la Capital dejaron demasiados cabos sueltos.

En el mundo de las encuestas, los resultados dejaron de ser sorpresa, tanto como el sexo en el embarazo. Cuando el oficialismo y el dinero distorsionan las mediciones, algunos terminan enamorados de sus propias mediciones. Quedaron vigentes los que trabajaron seriamente; dan vergüenza ajena los que sólo midieron su propia rentabilidad.

Y luego están los enojados con los votantes, que actúan como si la sorpresa les hubiera obsequiado lucidez para explicar el resultado. Olvidan que los votos, como los goles, sólo se cuentan. Jamás se juzgan. Resulta absurdo. Son demasiados años de gobierno para que una elección les haga perder el equilibrio, salvo que el mensaje de talento propio y mediocridad ajena haya salido del espacio de la publicidad para convertirse en un verdadero dogma de fe.
Ni siquiera es ésta la primera derrota. La sufrida en la provincia de Buenos Aires fue mucho más dura: por el territorio y también por los participantes. Pero en aquel momento se supo mantener la compostura, pensar y revertir el proceso.

Ahora, todo parece distinto, como si los adversarios se convirtieran todos en enemigos; como si los que dudamos o los que se les oponen, les generáramos asco o simplemente desprecio. Es con ellos o contra ellos. No hay espacios para los que dudan, para los que piensan por fuera de los límites marcados desde el poder.

Es raro este gobierno que no tiene amigos, fuera de los que obedecen; que no respeta a nadie que piense distinto; que no soporta a los seres libres. En ese esquema necesita incrementar sus virtudes tanto como los defectos de los demás y, como el resultado de esta operación no se ajusta ni remotamente a la realidad, el oficialismo incorpora el asunto a un supuesto mundo de las ideología: el gobierno contiene al progresismo y a los virtuosos; la oposición a los traidores y a los enemigos del pueblo y la justicia.

El poder de la Presidenta crece tanto como el apuro de sus seguidores por satisfacerla, por expresar en el combate callejero lealtad hacia ella y olvido de la sociedad. Muchos militantes que trabajaban para seducir votantes ahora agreden a los que dudan, convertidos en comisarios políticos de un proyecto que solo tiene obedientes y enemigos.

Algunos que fueron capaces de enfrentar al general Perón obedecen hoy en silencio las decisiones de la Presidenta. El peronismo siempre fue un bullicio de ideas, en que la lealtad de un Cámpora llamaba la atención en medio de tanta rebeldía. Pareciera que eligieron heredar esa cuota de obsecuencia, ese rasgo que suele aparecer con los éxitos y exacerbarse en los fracasos.

La democracia, como todo lo humano, transita el festejo en los aciertos y la autocrítica en los errores. Cuando las derrotas sólo encuentran las culpas en los demás es que se ha ingresado en un camino que suele llamarse decadencia.

El peronismo tuvo muchas cosas discutibles, pero su existencia estuvo marcada por la vigencia en el corazón de los humildes. Ahora que se intenta sustituirlo por un conglomerado de sectores residuales de izquierda se nota cómo se alejan los sectores populares. Si la izquierda no encontró su espacio en nuestra sociedad, fue por la vigencia del peronismo, que precisamente ataba la lealtad de los trabajadores a una epopeya de justicia social.

Tanto el exceso de críticas a Perón como el exceso de lealtad a la Presidenta nos instalan en un espacio donde es más lo que se cuestiona que lo que se intenta modernizar. El Perón del retorno fue el del abrazo con Balbín y el del llamado a la unidad nacional. Los expulsados de la plaza eligieron la violencia como destino. Pareciera que ahora intentan que la sociedad se haga cargo de la dimensión de sus errores.

Quienes gobiernan transitaron el más crudo pragmatismo; fueron impulsores de la mayor de las entregas, como fue la nefasta privatización de YPF. No mencionaron los derechos humanos hasta bastante después de haber llegado al poder. Sus militantes y sus ejecutores, salvo honrosas excepciones, carecen de historia y compromiso con el peronismo o con el hoy vigente progresismo.

Ahora sucede que dentro de ese espacio se encuentran todas las virtudes de la militancia comprometida y afuera sólo imperan la derecha y el mal.

En eso intentan imponer la misma lógica que en los setenta, cuando imaginaban que sólo había espacio para la guerrilla o la represión, y también para la sospecha: "Si no está con nosotros, en algo raro debe andar".

Es como si se vivieran los últimos tiempos de una generación que poco o nada pudo aprender, como si aquella violencia y aquel fracaso de ayer se encarnaran en los nuevos odios y resentimientos de hoy.

Leerlos es transitar el asombro. Se incentivan inventando argumentos, definiendo el espacio del mal, las personas y los medios nefastos, los partidos y los traidores. Un pensamiento de minorías que fue invitado a participar de un gobierno exitoso al que decidió purificarlo según sus ideas y volverlo también minoría. Una generación que siempre buscó o definió las culpas afuera, en Perón, López Rega, la dictadura y el imperio, para no asumir la carencia de aciertos propios; para no aceptar que ser maduro es hacerse cargo de sus propios actos; que escribió libros para reinterpretar el pasado; que nunca fue capaz de una autocrítica. No podemos olvidar que la reivindicación de esa generación debió ser conducida por los deudos de los caídos ante la carencia de prestigio e ideas de los sobrevivientes de su conducción.

En los países hermanos son aquellos mismos militantes los dirigentes actuales y modernos que convocan a la unidad nacional, provistos del prestigio y la dignidad de los que fueron capaces de crecer y madurar en la adversidad.

En nuestro país, con tanto pasado doloroso y aún con decenas de miles de participantes de los 70, son demasiados los que se inventan pertenencia o sólo adhieren con la fe de los conversos.

La derrota electoral no es responsabilidad de ningún candidato ni se debe a que los porteños puedan ser gorilas, ni tampoco a que los altruistas virtuosos están todos formando parte del Gobierno.

Estamos sufriendo las consecuencias de una política sectaria y excluyente, de una soberbia exagerada por parte de quienes pueden haber tenido aciertos: eso, igualmente, no les da derecho a despreciar y degradar a sus adversarios.

Hay un peronismo histórico que se siente utilizado y ofendido y un sentimiento popular de lealtad que lentamente se va alejando de los que no respetan su memoria.

Cuando Néstor Kirchner perdió en la provincia de Buenos Aires era todo mucho más grave, por quién era el triunfador y quién el derrotado, y porque ocurría en la provincia más amada. Y aquella derrota pudo ser superada, si no en votos, al menos con talento.

Degradar al vencedor implica degradarse a uno mismo. Hay que preguntarse qué vientos liberamos para que el voto nos abandone.