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¡Qué molesta es la ecología!

Según se sabe "ecología" es el nombre que ha cobrado en los últimos tiempos el antiguo concepto de "buena educación", pero, la nueva denominación ha agregado algunas angustias extras.

Por Cristina Wargon

@CWargon

Ahora no basta con ser limpio uno y sus alrededores. Debemos preocuparnos por el planeta y todas sus animalitos, aunque jamás  hayamos salido del barrio y solo tengamos nuestro apolillado gato doméstico.

Suena, muy incómodo pero como una es "moderna", me hice no más ecologista... hasta que pasé un fin de semana con mi hija que ha adherido a la nueva religión. Todavía  estoy tan furiosa que en señal de protesta no saco más la basura... ahora entro la de mis vecinos.

COMIENZOS PARA OLVIDAR

Toda historia, se sabe, tiene un punto de partida. Este fue en Córdoba Capital, rumbo al campo, en la parte de atrás de una camioneta destartalada a la cual nos trepamos mi hija y yo, dando un espectáculo que escandalizaría a una tribu entera de gitanos.

Allí nos apretujamos en una mudanza "vacacional": bidones, tachos, catres, pedazos de camas,  conservadoras de hielo,  sombrillas, colchones, bolsas de dormir, carpas, cuna, bebesit, palanganas, alambres... Todo se nos venía encima, mientras marchábamos bajo el sol con algo de colonizadores del lejano oeste y tribu diaguita desplazándose tras los búfalos (o lo que cazaran los diaguitas).

Al promediar las tres horas de viaje con el sol partiéndome la cabeza, en una de las paradas clamé por agua. Me alcanzaron una latita de Coca Cola. Conseguí meter la latita en el espacio vital que nos había quedado, fue una proeza. A los cinco minutos de andar estaba chorreada y pegajosa, la lata caliente y mi ánimo tan pegajoso como mi remera.

En un acto donde convivían cierta ira con espíritu de supervivencia me dispuse a tirar la latita en la banquina. Ese fue el comienzo de un combate que duró  dos días con sus noches de ese interminable e inolvidable fin de semana. Mi hija, que por suerte no se podía mover para darme una patada, pero por desgracia podía hablar, pegó un grito que se impuso al catarro del motor y silenció a los pájaros: - "Pará!!! Cómo se te puede ocurrir tirar basura?!!"

Intenté explicarle que en situaciones normales jamás lo hago, que uso disciplinadamente todos los basureros de la calle, y si no encuentro uno, pongo la basura en la cartera hasta llegar a mi casa, pero que esa no era una circunstancia normal (generalmente no viajo hecha seis nudos y con calambres  hasta en las uñas),  que aún quedaban horas de viaje por delante, y además no tenía la más puta idea de dónde estaba mi cartera. La Negra se puso inflexible y no hay nada que consiga hacernos sentir más culpable que un ecologista. De sus argumentos pude deducir que si tiraba esa latita habría una reacción en cadena que terminaría afectando a los niños de Irak, que ya pasan hambre los pobrecitos. ¿Quién es de tan asqueroso corazón que no le importa el hambre de los niñitos de Irak?

 

En síntesis, me acalambré un poco más, perdí la sensibilidad de la mano derecha por sujetar la lata y guarde la pajita donde pude y no me pregunten qué efecto me hizo porque pertenece a mis más íntimas intimidades.

Yo pensaba que había pasado lo peor. Debí suponer que, como es costumbre en esta vida, lo peor es siempre lo que está por llegar... Si me siguen, en la próxima!