¿Qué horas son mi corazón?
*Por Luis Mazas. El impacto del ritmo acelerado y desconcertante de los cambios que vivimos impregna lo social, lo político, lo deportivo, el arte.
El 11/11/11 vino. El 11/11/11 pasó. Y el pescado siguió sin venderse. Lo mismo que cuando anunciaron el inicio de la Era de Acuario. Ahora dijeron que se abriría un portal por el que ingresaría una energía sanadora para todo el planeta. Yo, que preparaba la valija para irme donde el destino no me alcance, dejé la llave de lado y me senté en mi sillita de esperar, para ver el efecto de "expansión de mayores igualdades que acabarían con la exclusión de los pueblos débiles". Mi ilusión se esfumó cuando leí la letra chica que acompañaba la bondad del 11/11/11.
Como el efecto rejuvenecedor de la Vitamina E, el 11x3 sólo funcionaría "en un marco de profundo sentido común". ¡Ahí estaba la trampa!, dijo mi propio sentido común. Desilusionado, advertí, casi ilegibles, las contraindicaciones: "De lo contrario, podrán producirse desaceleraciones en lo socioeconómico y duras experiencias para los pueblos, Europa incluida". Eso se sabe con sólo leer un diario o mirar el noticioso de la CNN. Agarré mi valijita y me dirigí a la salida por otro portal, el de emergencia.
Alvin Toffler dice en su libro Future Shock que el mañana tiene la mala costumbre de invadir el presente. Y cada vez entra a mayor velocidad. El impacto del ritmo acelerado y desconcertante de los cambios que vivimos impregna lo social, lo político, lo deportivo, el arte; los sentimientos y hasta el lapso necesario para expresarlos, dejarlos germinar, crecer y expandirse placenteramente. Recuerdo el pasado no tan pisado, cuando aún una canción hacía vanguardia en el largo verano de 1967. Serge Gainsbourg se la dedicaba a Brigitte Bardot y cantando juntos jugaban la alegre inconstancia de una relación intima: "Yo te amo; yo tampoco" ("Je t’aime... moi non plus"). El título venía prestado del ingenio sarcástico de Salvador Dalí: "Picasso es español, yo también. Picasso es un genio, yo también. Picasso es comunista, yo tampoco".
Poco tiempo después, el planeta no era lo que entonces. Augusto Pinochet manipulaba un contrasentido similar pero más oscuro. El ominoso "Yo no soy político ni antipolítico, sino todo lo contrario" pasó a la historia de los disparates sin gracia. Pero volviendo a los benignos delirios: Dalí detuvo su razonamiento en la banquina de las ideas satíricas. Pero aquella canción, repetida luego por Jane Birkin, siguiente en la lista de amantes del despechado Gainsbourg, iba más lejos con su letra que, para muchos, rozaba con Pecado, casi esquina Herejía. "Je t’aime..." era un diálogo susurrado entre amantes en pleno combate sexual. Una lozana Bardot jadeaba de placer en los discos de vinilo mientras compartía un exultante orgasmo con Serge, y encontraba resuello para trinar "Voy y vengo, entre tus caderas / Vos sos la ola, yo la isla desnuda / El amor físico es un callejón sin salida".
¡Qué importa! El mundo de hoy también lo es y hasta aquí llegamos. Toda una declaración de principios: hacer el amor físico por el amor físico, o sea prescindiendo de un amor constante. Por supuesto, el tema fue prohibido en muchos países "serios" de esos que no se ríen nunca, aunque hacen muy bien la guerra.
Una generación de jóvenes combatientes ponía sus glándulas a alto voltaje oyendo por radio gemir a B.B. desde sus literas solitarias, en Vietnam. Eran tiempos del hacer el amor y no la guerra. La ópera-rock Hair lo aconsejaba como la mejor resistencia a las llamadas oficiales a enrolarse para el combate. Tiempos de Flower Power. La Era de Acuario estaba a un paso con su liberación de los sentidos.
El HIV estaba aún saltando de probeta en probeta experimental en algún perverso laboratorio africano. Faltaba mucho para que el chip viniera a cambiar el mundo y su ritmo natural. La velocidad acelerada para ver y procesar sentimientos e ideas; pasarlos de reales a virtuales. El chat no era un lugar de refugio de las inhibiciones ni válvula de escape del autismo y las comunicaciones inconexas, eventuales y virtuales. El arte, la ciencia, la tecnología estaban hechos todavía a la medida del hombre y operaban en tiempo real. Una moda duraba al menos la temporada completa, lo mismo que la canción procaz de Bardot en las bateas.
El tiempo necesario para aburrirse uno de su morbo, de asimilar la lección erótica y arrumbar esa audacia gastada, en el fondo del placard, ya descolorida por tanto placentero uso reiterado. Los profilácticos eran sólo globos para obsesivos higienistas. O materia de improvisación de aerostatos y paracaídas para seres mágicos (El viaje de los siete demonios, novela de Manuel Mujica Lainez). La píldora anticonceptiva dejaba oír su ruido de rotas cadenas y la mujer, liberada, entraba más relajada al imperio de los sentidos. Esas percepciones son acaso las únicas que merezcan la pena de tenerse en cuenta. Del polvo venimos y a la carne vamos o viceversa.
Si para Laroche Foucault "24 horas no son más que 24 horas", la duración de una existencia humana se agota en su suspiro. Como sea, de un tiempo a esta parte los relojes ya no marchan como debieran. Los chinos deben andar detrás de esta conspiración. No es casual que esa humana velocidad de los cuadrantes de a 60 segundos el minuto se disparara en coincidencia con la aparición de los microchips, cuarenta años atrás. Hablo de ese esquivo razonador electrónico que desencadenó la revolución electrónica y dio el siglo XX por acabado antes de tiempo, infestando de urgencia eficiente el corazón de la mayoría de los aparatos de uso cotidiano o excepcional que usamos o nos usan hoy. (Saque cuentas: 2011 menos 40... 1971). Por esas fechas, la hippie Era de Acuario comenzó a ponerse oscura y peligrosa. Cancelada la Edad de la Inocencia, los coloridos hippies se eclipsaron y reaparecieron yuppies treintañeros de Wall Street.
Por entonces, una conferencia internacional adoptó el Tiempo Universal Coordinado, o UTC, calculado en setenta laboratorios en todo el mundo por 400 relojes "atómicos", que miden el tiempo por el ritmo de la oscilación de un átomo de cesio. Se acaba sin remordimiento con la romántica "hora media de Greenwich" (GMT) que pasa por Londres desde 1884 y, semejando el correr de las agujas sobre la esfera del reloj, la circunvalación de la Tierra alrededor del Sol durante un día completo. Sí, tiene razón, el tiempo atómico tiene la ventaja de ser mucho más preciso, difiere unas fracciones de segundo de la duración de la rotación planetaria, y para compensar ese daño inmaterial a la feérica música de los cuerpos celestes, se arguye que casi todos los años se viene añadiendo un "segundo bisiesto" para compensar la aberración. Las obsesiones son confianzudas. Si se las deja entrar, invaden el living con obstinación de cucarachas. Cincuenta científicos conspiran de nuevo hoy en Londres y a puerta cerrada, en busca de la definición de una hora atómica precisa-precisa.
No me extraña, porque es útil. Qué haría más de un notero televisivo para iniciar su informe "urgente" sin apelar al cliché de "exactamente a las 20.13 sale Juanita Berazategui por el garaje de su residencia..." (como si que la mediática no saliera a las 20.13 sino a las 20.14 hiciera diferencia en la banalidad del amor). Estamos dando mayor importancia a las formas que a los contenidos. Al cabo, nadie se muere un nanosegundo antes de su hora indicada. Piense en eso y advertirá cuánta estupidez nos tiene entretenidos, mientras la Historia se reescribe y los valores quiebran con la misma velocidad que las bancas y las Bolsas.
Cuando el siglo XX está en su Edad Media, Mafalda lee en el diario los estropicios que el hombre hace contra el planeta cada día y dispara su frase inolvidable: "Paren el mundo que quiero bajarme". Crisis económica global, abusos políticos, desempleo, corrupción, inseguridad-violencia, agresiones de género y número, basura contaminante, caos urbano, marginación rural, crisis de petróleo, agua, el clima en estado de coma... En Tiempos modernos, Chaplin pone a su muñeco-sosías a trabajar en una fábrica.
El ritmo frenético de la cadena de montaje, su trabajo deshumanizado, le hace perder la razón. Cuando rodó la película, el cine ya tenía audio; pero para Carlitos, hablar era superfluo. Chaplin decidió no darle voz ninguna, pero la presión de los productores lo forzó a añadir una banda sonora. Eligió Titina, burlona respuesta a la imposición de los capos del cine. Deberíamos revisar con ojos de hoy esa dulce y admonitoria peli dirigida en 1939.
El film replica un hecho histórico sumamente instructivo, que le da sustento a la anécdota: diez años antes, se hundía la Bolsa de Nueva York y se producía la crisis económica mundial. Una primera globalización desataba el efecto dominó. En Estados Unidos las empresas cerraban, los trabajadores iban al paro, las ciudades se poblaban de marginales indignados; las diferencias sociales se agudizaban. Quienes conservaban empleo se aprovechaban con la caída de los precios para especular.
En 1932, la mayor parte de los bancos norteamericanos cerró. El tsunami alcanzó a Alemania y al Reino Unido. Gran parte de la población del primer mundo vivió entonces por debajo del umbral de pobreza hasta bien entrados los años ’30. Todo parecido con hechos recientes, no es alusión casual.