¿Qué hacer con los Assad?
*Por Nelson Specchia. La sociedad internacional debe involucrarse en la resolución del conflicto interno sirio, como última salvaguarda de la población civil.
Contra todo pronóstico de política internacional, el régimen sirio comandado por Bachar al Assad resiste. A mediados de agosto de 2011, cuando el ejército entró en Hama sin respetar ni el sagrado mes del Ramadán y las Naciones Unidas contabilizaron más de 1.500 cadáveres, parecía que transitábamos las postrimerías de los Al Assad.
Pero no fue así. Hillary Clinton, la secretaria de Estado del presidente Barack Obama, y Catherine Ashton, la representante de la política exterior europea, anunciaron entonces el inicio de sanciones para ahogar al gobierno del clan alauita (rama del chiismo) o al menos detener la represión contra los civiles (en su mayoría, sunitas).
Estrategia fallida. Las sanciones, sin embargo, fueron cerrando las puertas a los jerarcas del régimen y eso disparó la violencia represiva.
La Unión Europea emitió una lista negra con los nombres de los altos funcionarios que tienen prohibida la entrada a los 27 países de la organización y con el embargo de todos sus activos depositados en bancos europeos.
La semana pasada, siguió extendiendo la nómina e incluyó a Asma, la esposa del presidente Bachar. Descartada la posibilidad de un exilio dorado en Europa, otras salidas a países cercanos también quedaron fuera de programa: Arabia Saudita, donde descansa el derrocado autócrata tunecino Zine el Abidine Ben Ali con su avión lleno de oro, ni pensarlo; y Turquía, que podría haber sido una opción hasta hace un año, cuando llegaron a Damasco las primeras protestas empujadas por los vientos de la Primavera Árabe, ya rompió todo diálogo.
Los tres regímenes amigos de los Al Assad (el Irán de los ayatolás, el gobierno chiíta de Irak y los sectores del Líbano controlados por Hizbollah) tendrían demasiados problemas internos si decidieran alojar al clan sirio.
Con las puertas de salida cerradas, Bachar y sus hermanos, junto con los pequeños grupos de la élite alauita y del partido Baaz, entendieron que permanecer en Damasco era la única opción y decidieron hundir la rebelión civil a cualquier precio.
Los bombardeos sobre Homs, Deraa y el puerto de Latakia y los tanques entrando en Hama dispararon aquel cálculo de víctimas del invierno pasado, y esta semana la cifra de sangre cruzó la barrera de los nueve mil muertos.
Aunque parezca un volumen espeluznante de víctimas para una represión ordenada por el gobierno, no deben olvidarse algunos antecedentes cercanos, como la sublevación de Hama en 1982.
Entonces, el fundador de la dinastía, Hafez al Assad, mandó a su hermano al frente de los tanques y la represión se cobró 30 mil muertos, según las cifras más prudentes de las organizaciones humanitarias. O sea que no hay techo, por brutal que parezca.
Armar al enemigo. El grupo de los amigos de Siria –unos 80 países, con Estados Unidos, la Unión Europea, la Liga Árabe y Turquía a la cabeza–firmó el 1 de abril en Estambul un ultimátum contra Bachar al Assad.
Pero a pesar de la insistencia de Qatar y de los sauditas, no tomó la decisión de entregar armas a las guerrillas rebeldes del Ejército Libre de Siria (ELS), el rejunte de desertores comandado por el ex coronel Riad al Asaad.
Y si bien reconocieron formalmente al opositor Consejo Nacional Sirio (CNS) como el representante legítimo del país, tampoco le dieron armas.
En mi opinión, fueron dos decisiones afortunadas. Estoy convencido de que la sociedad internacional debe involucrarse en la resolución del conflicto interno sirio, como última salvaguarda de la población civil. Pero lo que pudo ser útil para Libia puede provocar una reacción anárquica y de enfrentamiento religioso en Siria.
Aquí no hay un frente disidente homogéneo: el centenar de grupúsculos en que se divide y se subdivide la oposición a los Assad no tiene ni siquiera contacto entre sí.
Y en cuanto a intentar focalizar la resistencia en el plano militar de las guerrillas rebeldes, no debe obviarse tan rápidamente el hecho de que el ELS está formado por milicianos sunitas, mientras el alto mando y los efectivos de las fuerzas leales son de confesión chiíta.
En ambos casos, la entrega de armas estaría acercando la posibilidad del estallido de una guerra civil a gran escala, con fronteras religiosas. Uno de los peores escenarios posibles.
Llave de oro. En Damasco –a esta altura ya parece claro– no se repetirán las escenas de Túnez y de El Cairo. A los Assad no los voltearán los vientos de la Primavera Árabe.
Esta opción de máxima debería dar lugar a una posibilidad intermedia: negociar con Bachar su continuidad y la de su clan por un tiempo más, a condición de que cesen en forma efectiva la represión y las matanzas.
Y, para ese fin, la buena voluntad de Kofi Annan, el enviado especial de las Naciones Unidas, no será suficiente: la verdadera llave la tienen los rusos.
Pero no fue así. Hillary Clinton, la secretaria de Estado del presidente Barack Obama, y Catherine Ashton, la representante de la política exterior europea, anunciaron entonces el inicio de sanciones para ahogar al gobierno del clan alauita (rama del chiismo) o al menos detener la represión contra los civiles (en su mayoría, sunitas).
Estrategia fallida. Las sanciones, sin embargo, fueron cerrando las puertas a los jerarcas del régimen y eso disparó la violencia represiva.
La Unión Europea emitió una lista negra con los nombres de los altos funcionarios que tienen prohibida la entrada a los 27 países de la organización y con el embargo de todos sus activos depositados en bancos europeos.
La semana pasada, siguió extendiendo la nómina e incluyó a Asma, la esposa del presidente Bachar. Descartada la posibilidad de un exilio dorado en Europa, otras salidas a países cercanos también quedaron fuera de programa: Arabia Saudita, donde descansa el derrocado autócrata tunecino Zine el Abidine Ben Ali con su avión lleno de oro, ni pensarlo; y Turquía, que podría haber sido una opción hasta hace un año, cuando llegaron a Damasco las primeras protestas empujadas por los vientos de la Primavera Árabe, ya rompió todo diálogo.
Los tres regímenes amigos de los Al Assad (el Irán de los ayatolás, el gobierno chiíta de Irak y los sectores del Líbano controlados por Hizbollah) tendrían demasiados problemas internos si decidieran alojar al clan sirio.
Con las puertas de salida cerradas, Bachar y sus hermanos, junto con los pequeños grupos de la élite alauita y del partido Baaz, entendieron que permanecer en Damasco era la única opción y decidieron hundir la rebelión civil a cualquier precio.
Los bombardeos sobre Homs, Deraa y el puerto de Latakia y los tanques entrando en Hama dispararon aquel cálculo de víctimas del invierno pasado, y esta semana la cifra de sangre cruzó la barrera de los nueve mil muertos.
Aunque parezca un volumen espeluznante de víctimas para una represión ordenada por el gobierno, no deben olvidarse algunos antecedentes cercanos, como la sublevación de Hama en 1982.
Entonces, el fundador de la dinastía, Hafez al Assad, mandó a su hermano al frente de los tanques y la represión se cobró 30 mil muertos, según las cifras más prudentes de las organizaciones humanitarias. O sea que no hay techo, por brutal que parezca.
Armar al enemigo. El grupo de los amigos de Siria –unos 80 países, con Estados Unidos, la Unión Europea, la Liga Árabe y Turquía a la cabeza–firmó el 1 de abril en Estambul un ultimátum contra Bachar al Assad.
Pero a pesar de la insistencia de Qatar y de los sauditas, no tomó la decisión de entregar armas a las guerrillas rebeldes del Ejército Libre de Siria (ELS), el rejunte de desertores comandado por el ex coronel Riad al Asaad.
Y si bien reconocieron formalmente al opositor Consejo Nacional Sirio (CNS) como el representante legítimo del país, tampoco le dieron armas.
En mi opinión, fueron dos decisiones afortunadas. Estoy convencido de que la sociedad internacional debe involucrarse en la resolución del conflicto interno sirio, como última salvaguarda de la población civil. Pero lo que pudo ser útil para Libia puede provocar una reacción anárquica y de enfrentamiento religioso en Siria.
Aquí no hay un frente disidente homogéneo: el centenar de grupúsculos en que se divide y se subdivide la oposición a los Assad no tiene ni siquiera contacto entre sí.
Y en cuanto a intentar focalizar la resistencia en el plano militar de las guerrillas rebeldes, no debe obviarse tan rápidamente el hecho de que el ELS está formado por milicianos sunitas, mientras el alto mando y los efectivos de las fuerzas leales son de confesión chiíta.
En ambos casos, la entrega de armas estaría acercando la posibilidad del estallido de una guerra civil a gran escala, con fronteras religiosas. Uno de los peores escenarios posibles.
Llave de oro. En Damasco –a esta altura ya parece claro– no se repetirán las escenas de Túnez y de El Cairo. A los Assad no los voltearán los vientos de la Primavera Árabe.
Esta opción de máxima debería dar lugar a una posibilidad intermedia: negociar con Bachar su continuidad y la de su clan por un tiempo más, a condición de que cesen en forma efectiva la represión y las matanzas.
Y, para ese fin, la buena voluntad de Kofi Annan, el enviado especial de las Naciones Unidas, no será suficiente: la verdadera llave la tienen los rusos.