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Pueblo

Por Hugo Caligaris* Llámase "pueblo" al grupo de personas que votaron por uno. Entre los que votaron en contra, hay cooptados, vendidos, corruptos y necios, pero también gente de buen corazón que ha sido engañada por nuestros mentirosos adversarios y que puede redimirse mañana si nos apoya para la siguiente reelección.

Esas ovejas descarriadas tienen aún la posibilidad de oler a pueblo, pero para los otros, ni justicia.

El pueblo es maravilloso. Tan noble, mire, que nos adora. El altruismo, que es su condición esencial, se le nota porque al votarnos jamás piensa en su propio provecho, sino en el nuestro. El alma del pueblo es generosa: con razón se le han dedicado tantas zambas. El pueblo está decidido a darlo todo por la causa: qué buen momento para aumentarle los impuestos.

Hay una curiosísima empatía entre nuestra manera de pensar y la del pueblo. Es un espectáculo conmovedor ver cómo nuestros pequeños amigos repiten apasionadamente nuestros argumentos como si fueran de ellos. Eso, el factor copulativo de la política, es algo que no deja de asombrarnos. Por cierto, es muy necesaria esa pasión, porque los otros, los adversarios y enemigos del pueblo, también hacen lo mismo, y con el mismo celo. Nos imitan tan bien que si no fuera porque sabemos que tenemos razón, pensaríamos que los equivocados somos nosotros y no ellos. Vade retro, Satán: esa duda nos haría arriesgar los dineros del pueblo, que son ni más ni menos que los nuestros.

A pesar de sus muchas virtudes, hay una cosa que se le puede reprochar al pueblo: es inconstante. Todo el amor que brinda en un momento lo puede retirar más tarde sin remedio. Ha habido líderes que en sucesivas devaluaciones tuvieron que mudarse de pueblos grandes a otros cada vez más pequeños. Algunos viven hoy en pueblitos de doscientos habitantes y hasta el lechero les falta el respeto. Se dice en esos casos que el pueblo hace tronar el escarmiento, pero en verdad eso no es pueblo: son obtusos a los que habría que mandar a la escuela para que aprendan.