Primitivismo político
Que muchos políticos odien no sólo a sus adversarios sino también a ciertos partidarios coyunturales no es ningún secreto, pero en las sociedades democráticas casi todos se resisten a permitir que sus sentimientos personales tengan consecuencias institucionales negativas.
Por desgracia, parecería que los oficialistas más fogosos no entienden este principio básico, de ahí sus esfuerzos por impedir que el vicepresidente Julio Cobos sea el encargado de tomarle el juramento a la reelegida presidente Cristina Fernández de Kirchner el 10 de diciembre, como manda la Constitución. Para quienes piensan como ellos, la reglas formales carecen de importancia. A su juicio, lo único que cuenta es su propia voluntad de hacer de la ceremonia una celebración del poder omnímodo de su jefa, alejando al hombre que se animó a discrepar con ella cuando votó en el Senado en contra de las retenciones móviles. A partir de aquel momento tan dramático Cobos es, a ojos de los kirchneristas más rudimentarios, un "traidor", razón por la que quieren que al reasumir Cristina tome el juramento una de las suyas, la esposa del gobernador de Tucumán y por lo tanto senadora Beatriz Rojkés de Alperovich. De ser así, todo quedaría en familia.
Tal y como están las cosas, los peores enemigos de Cristina no son los opositores declarados o personas como Cobos que en situaciones determinadas podrían negarse a obedecer sus órdenes sino los oficialistas más enfervorizados que están procurando convencerla de que, por haber ganado las elecciones de octubre, tiene pleno derecho a pisotear la Constitución y mofarse de las instituciones nacionales, anteponiendo sus propias preferencias a todo lo demás. Antes de llegar a la presidencia en 1977 Cristina se afirmaba decidida a hacer lo posible por mejorar la calidad de las instituciones, pero parecería que una vez en el poder cambió de opinión, acaso por suponer que le sería mucho más fácil gobernar sin tener que preocuparse por las a menudo confusas luchas parlamentarias y los problemas que podría enfrentar si funcionaran como es debido los organismos que en teoría sirven para controlar al Poder Ejecutivo y la Justicia. Como resultado, la Argentina sigue siendo el reino de la discrecionalidad, un país en que el papel del Congreso es apenas testimonial, en términos generales la Justicia no merece confianza a pesar de las esporádicas manifestaciones de independencia de la Corte Suprema y el Estado de derecho es a lo sumo un ideal utópico.
Convendría, pues, que Cristina bajara línea, por decirlo así, ordenando a sus subordinados más obsecuentes poner fin a la campaña mezquina e indigna contra el mandato constitucional según el que a Cobos le corresponde tomarle juramento, para entonces en efecto borrarse.
Sería una forma de decirnos que ella por lo menos, a diferencia de sus seguidores de mentalidad autoritaria, cuando no totalitaria, comprende muy bien la importancia de respetar las instituciones y que no se ha propuesto caer en la tentación de subordinar todo a sus presuntos sentimientos personales. ¿Lo hará? Todavía no lo sabemos, pero es de esperar que la presidenta reconozca que, aun cuando haya conseguido el apoyo de la mayoría de los votantes, la proeza así supuesta no significa que en adelante pueda actuar como si fuera una monarca.
Al aceptar que, por antipático que le parezca, Cobos es vicepresidente y que hay que respetar dicha función, Cristina enviaría un mensaje muy claro al resto del país. Caso contrario, dejaría saber que el gobierno que encabeza está más que dispuesto a violar la Constitución, lo que sería un modo de informar a sus adversarios más tenaces que les sería inútil creer que conseguir el apoyo de una cantidad suficiente de parlamentarios los ayudaría a defender sus intereses o concretar sus aspiraciones. Puesto que es más que probable que en los meses próximos se agudicen los conflictos porque el gobierno se ha visto obligado a poner en marcha un ajuste que con toda seguridad será más severo de lo que prevé la mayoría, el que tanta responsabilidad se haya concentrado en las manos de una sola persona –en lugar de estar repartida como suele ocurrir en democracias sanas– podría generar que la presidenta pronto tuviera motivos para lamentar la debilidad institucional.