Presidente a pesar suyo
Por James Neilson* Cristina definirá su inminente candidatura agobiada por problemas de gestión y escándalos de corrupción que prefiere no ver.
Son muchos los políticos que tratan de hacer pensar que en verdad son personas humildes, sin ambiciones terrenales de ninguna clase, que quisieran retirarse de la vida pública cuanto antes pero que no pueden hacerlo porque sus compatriotas, deslumbrados por sus cualidades únicas, no lo permitirían. Pocos han ido tan lejos en tal sentido como la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Desde hace meses sus admiradores y dependientes están suplicándole confirmar que sí buscará la reelección, que no los dejará solos, que por favor piense en su marido fallecido y en su deber para con el "modelo" o "proyecto" o lo que fuera que le legó, que no olvide que representa la generación de los setenta.
Pero Cristina se resiste a prestar atención a las plegarias de quienes le dicen que es imprescindible de suerte que debería comprometerse ya. Aunque virtualmente todos dan por descontado que no los defraudará, ha demorado tanto el anuncio que tiene en ascuas al mundillo político que incluso los más infatuados han tenido tiempo suficiente como para considerar la posibilidad de que, si no fuera por las presiones ajenas, la Presidenta no vacilaría un solo instante en abandonar el poder en diciembre, que para ella gobernar se ha vuelto una tarea onerosa y cansadora de la que otros, si los hubiera, deberían encargarse.
De ser cuestión de una maniobra electoralista presuntamente astuta que fue ideada por sus estrategas con el propósito de recordarle a la ciudadanía lo terrible que sería tener que enfrentar el futuro sin Cristina al mando antes de poner en marcha un operativo clamor irresistible, se trata de una muy riesgosa. Mientras que por un lado parece inconcebible que alguien que cuenta con un índice de aprobación envidiable optara por volver a casa cuando podría triunfar con facilidad insultante, por el otro, nadie ignora que tendría motivos de sobra para hacerlo. En vísperas del comienzo de la fase seria de la campaña, pues, la Presidenta que, según las encuestas de opinión lleva todas las de ganar por un margen plebiscitario, se las ha arreglado para convencer a muchos de que preferiría estar en otro lugar donde no tendría que perder el tiempo procurando reparar los daños ocasionados por colaboradores ineptos.
Que la señora haya querido hacerse rogar puede entenderse, pero ha sido tan exagerada su actuación en el papel de la mandataria sacrificada, presa de circunstancias adversas, que los muchos políticos profesionales que están preocupados por su propio futuro han comenzado a familiarizarse con la idea de que en cualquier momento pudiera borrarse, decisión que cambiaría radicalmente el panorama obligándolos a ir en busca de otro "proyecto" al que aferrarse. Asimismo, las alusiones frecuentes al estado de salud de Cristina y, más preocupante aún, la especulación constante en torno a su estado anímico, han servido para crear la imagen de una mujer que se interna cada vez más en su drama personal, distanciándose de todos salvo los integrantes de su pequeño, y nada impresionante, círculo áulico.
La sensación así supuesta no podrá sino incidir de forma sumamente negativa en la evolución política del país. Si Cristina resulta reelegida, la conciencia de que la Presidenta se siente atrapada en una función que no le gusta porque no confía en nadie ampliará la brecha entre la ciudadanía y la clase dirigente, pero es por lo menos factible que su falta de entusiasmo le cueste una elección que según sus partidarios sería a lo sumo un trámite engorroso.
A partir de la muerte de Néstor Kirchner, Cristina ha podido contar con la solidaridad emotiva de la parte sustancial del electorado que está resuelta a respetar su viudez, pero sorprendería que el país continuara sintiéndose obligado a darle el beneficio de toda duda concebible por cuatro años más, como si entendiera que sería muy injusto considerarla personalmente responsable de lo hecho por el conjunto de subordinados inverosímilmente torpes que conforman el gobierno nacional. Mal que le pese a Cristina, no es una monarca que pueda limitarse a reinar y pronunciar discursos desde el trono, ubicándose por encima de los molestos detalles del quehacer cotidiano. También le corresponde manifestar cierto interés en lo que hacen los ministros, secretarios y subsecretarios que la acompañan, además de aquellos "militantes" de agrupaciones que se ocupan difundiendo el evangelio kirchnerista a cambio de cargos públicos, subsidios o lugares en las listas electorales.
A veces parecería que lo que Cristina se ha propuesto es someter su teoría favorita, la del relato, a una prueba definitiva destinada a demostrar que, con tal que resulte atractivo el mito que sirve para justificar su presencia, un gobierno puede conservar el apoyo de la gente aun cuando sea fenomenalmente corrupto, ineficiente y arbitrario. A juicio de quienes viven en un mundo en que las abstracciones importan más que los molestos hechos concretos, la Presidenta está escribiendo una epopeya política, triunfando no solo sobre los demás miembros de la clase política nacional que no han sabido inventar nada mejor sino también sobre la realidad deprimente, obsesión esta de reaccionarios incapaces de comprender los misterios del credo nacional y popular que, nos dice, ha salido de las catacumbas para apoderarse nuevamente del alma criolla.
De estar en lo cierto las encuestas, algo así ha ocurrido; de otro modo, sería difícil explicar los motivos por los que una proporción sustancial del electorado dice querer que la gestión accidentada de Cristina se prolongue hasta diciembre del 2015. En tal caso, al país le esperará otra etapa innecesariamente turbulenta similar a las que siguieron a la implosión de tantas ilusiones colectivas anteriores. Mal que les pese a muchos, la realidad está acostumbrada a vengarse cruelmente de quienes la desdeñan. Así las cosas, la alternativa de "profundizar el modelo", apropiándose de aún más recursos para repartir entre los buenos, le sería inútil.
Según quienes se suponen familiarizados con lo que está sucediendo en la mente presidencial, el affaire poco edificante protagonizado por Sergio Schoklender, un malo caricaturesco, y la canonizada Hebe de Bonafini ha brindado a Cristina un motivo adicional para pensar en la conveniencia de quedarse en su reducto en El Calafate, ya que no le está resultando del todo fácil incorporar este asunto tan vergonzoso en el relato oficial. Aun cuando lograra convencerse de su propia buena fe, sabrá que las ramificaciones del caso Fundación Madres de Plaza de Mayo han servido para destapar un cuadro de negligencia tal vez delictiva en el uso de cantidades siderales de dinero aportadas por los contribuyentes. Además de involucrar al sector más visible de las Madres, el asunto ha tenido que ver con el aprovechamiento económico y político de lo que se suponía era un programa para ayudar a los más pobres a conseguir viviendas decentes, lo que hace más desagradable todavía el escándalo que ha estallado.
Por lo demás, Cristina no puede sino estar preocupada por la evolución de la economía, por las amenazas apenas veladas de sindicalistas como Hugo Moyano que, para indignación de los kirchneristas, no creen que la inflación rampante sea solo un cuco neoliberal, por la probabilidad de que un gobierno cuya estrategia consiste en gastar cada vez más se encuentre un día sin la plata que necesita para mantener llena la caja, que los miembros del improvisado equipo gobernante que se ha formado se las ingenien para provocar más desaguisados que le hagan la vida imposible. No es solo por mala suerte que Cristina esté rodeada de personajes de segunda. Se trata de un problema estructural atribuible a la ausencia de partidos genuinos que se ha visto agravado por la propensión, que heredó de su marido, a mantener a raya a los capaces que podrían hacerle sombra.
Además de atentar contra la calidad del gobierno nacional, el que a la hora de elegir a sus colaboradores la Presidenta haya privilegiado la presunta "lealtad" y la igualmente cuestionable afinidad ideológica de los aspirantes, ha hecho del kirchnerismo un movimiento que en la práctica es unipersonal, de ahí el estupor generalizado que produciría una eventual decisión de su parte de poner fin a su estadía en la Casa Rosada. Si por razones de salud, por el deseo de pasar más tiempo con su familia, o por prever que en los años próximos tendría que enfrentar una serie interminable de escándalos que, combinados con el agotamiento del "modelo", haría de un nuevo período en la presidencia una pesadilla, decidiera dar por terminada su gestión, ningún kirchnerista estaría en condiciones de tomar el relevo.
De acuerdo común, el "plan B" oficialista sería apostar a que Daniel Scioli triunfara en las elecciones y que, una vez atrincherado en el poder, tratara con cierta bondad a los soldados de la Armada Brancaleone de la causa nacional y popular. Puesto que de kirchnerista Scioli tiene muy poco, y que para más señas nunca ha manifestado el menor interés en las lucubraciones ideológicas de Cristina y sus amigos, incluso si lograra trasladarse de La Plata a la Casa Rosada llegaría a su fin el relato protagonizado por la pareja santacruceña y se iniciaría otro que con toda seguridad sería llamativamente distinto.