Populismo a la francesa
De acuerdo común, Marine Le Pen, la jefa del Frente Nacional, fue la gran triunfadora de la primera vuelta de las elecciones presidenciales que el domingo pasado se celebraron en Francia.
Aunque fue superada por el socialista François Hollande, quien obtuvo el 28% de los sufragios, y el presidente Nicolas Sarkozy, quien tuvo que conformarse con el 27%, y por lo tanto no participará del balotaje, con casi el 18% consiguió muchos votos más de lo provisto y tiene buenos motivos para creerse en condiciones de aprovechar la eventual fragmentación de la alianza conservadora. A diferencia de los candidatos marxistas que pidieron a sus simpatizantes votar por Hollande en la segunda vuelta decisiva que tendrá lugar el 6 de mayo, Le Pen no quiere que los suyos apoyen a Sarkozy, ya que aspira a erigirse en la líder indiscutida de la derecha y confía en que en dicha empresa la ayudaría un gobierno socialista que, en su opinión y la de muchos otros, fracasaría de manera tan penosa que ella quedaría como la única alternativa viable.
Es habitual calificar de "ultraderechista", cuando no de "neofascista", a Marine Le Pen. Puede que en el caso de su padre, el fundador del Frente Nacional Jean-Marie Le Pen, tales epítetos se justificaran, pero en el de su hija se prestan a malentendidos, sobre todo en países como el nuestro en que sus planteos económicos –está en contra de la globalización, de la banca y todo cuanto sabe a "neoliberalismo", mientras que está a favor de medidas proteccionistas y el control nacional de industrias y recursos "estratégicos"– serían considerados típicamente progresistas, o sea, izquierdistas. Por cierto, no desentonarían en el seno del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner que, por razones no muy claras, suele verse ubicado en la zona "centroizquierdista" del mapa ideológico.
Asimismo, aquí el nacionalismo de Le Pen sería considerado menos fervoroso que el de Cristina, el de casi todos los dirigentes radicales y, desde luego, de las distintas fracciones de la izquierda. Si hay una diferencia, se trata de la viva preocupación de los nacionalistas galos por las consecuencias de la inmigración masiva de personas de cultura y creencias religiosas que son radicalmente distintas de las de los "nativos" y que, lejos de procurar integrarse, prefieren mantenerse aparte. Puesto que los nacionalistas argentinos, es decir, la mayoría abrumadora de nuestros dirigentes políticos, no han tenido que enfrentar un desafío remotamente equiparable con el planteado por la presencia en Francia de cinco o seis millones de musulmanes, entre ellos muchos fanáticos que se proclaman en guerra contra el país en que viven, les ha sido fácil tratar a Le Pen y sus seguidores como xenófobos intolerantes, pero de encontrarse en una situación similar su actitud sería con toda probabilidad idéntica.
En su versión actual, el Frente Nacional francés, al parecer depurado por Marine Le Pen de los truculentos elementos antisemitas y racistas que lo habían caracterizado cuando lo dominaba su padre, es un movimiento que se asemeja bastante al kirchnerismo. Es producto de una reacción contra un proceso de cambio que está dejando marginados a sectores cada vez mayores de la sociedad, comenzando con la clase obrera tradicional, y contra las elites económicas, políticas e intelectuales que, conforme a los militantes, son responsables de impulsarlo. No tendrá "la solución" para los problemas provocados por la creciente integración europea, el multiculturalismo que ha transformado ciudades enteras y los estragos laborales causados por el progreso tecnológico, pero ha sabido movilizar a quienes se sienten perjudicados por lo que ha sucedido a partir de los años setenta.
Así las cosas, si Le Pen logra "desdiabolizar" el Frente Nacional para que sus adversarios dejen de estigmatizarlo como una manifestación tardía del viejo fascismo, bien podría haber acertado al afirmar que "nosotros somos la nueva derecha", la alternativa, acaso la única, al progresismo elitista representado por los socialistas de Hollande, por la mayoría de los medios de difusión y, claro está, por los aún muy influyentes intelectuales de izquierda que, a pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas en Francia y en otras partes de Europa, siguen desempeñando un papel clave como custodios de la corrección política.
Es habitual calificar de "ultraderechista", cuando no de "neofascista", a Marine Le Pen. Puede que en el caso de su padre, el fundador del Frente Nacional Jean-Marie Le Pen, tales epítetos se justificaran, pero en el de su hija se prestan a malentendidos, sobre todo en países como el nuestro en que sus planteos económicos –está en contra de la globalización, de la banca y todo cuanto sabe a "neoliberalismo", mientras que está a favor de medidas proteccionistas y el control nacional de industrias y recursos "estratégicos"– serían considerados típicamente progresistas, o sea, izquierdistas. Por cierto, no desentonarían en el seno del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner que, por razones no muy claras, suele verse ubicado en la zona "centroizquierdista" del mapa ideológico.
Asimismo, aquí el nacionalismo de Le Pen sería considerado menos fervoroso que el de Cristina, el de casi todos los dirigentes radicales y, desde luego, de las distintas fracciones de la izquierda. Si hay una diferencia, se trata de la viva preocupación de los nacionalistas galos por las consecuencias de la inmigración masiva de personas de cultura y creencias religiosas que son radicalmente distintas de las de los "nativos" y que, lejos de procurar integrarse, prefieren mantenerse aparte. Puesto que los nacionalistas argentinos, es decir, la mayoría abrumadora de nuestros dirigentes políticos, no han tenido que enfrentar un desafío remotamente equiparable con el planteado por la presencia en Francia de cinco o seis millones de musulmanes, entre ellos muchos fanáticos que se proclaman en guerra contra el país en que viven, les ha sido fácil tratar a Le Pen y sus seguidores como xenófobos intolerantes, pero de encontrarse en una situación similar su actitud sería con toda probabilidad idéntica.
En su versión actual, el Frente Nacional francés, al parecer depurado por Marine Le Pen de los truculentos elementos antisemitas y racistas que lo habían caracterizado cuando lo dominaba su padre, es un movimiento que se asemeja bastante al kirchnerismo. Es producto de una reacción contra un proceso de cambio que está dejando marginados a sectores cada vez mayores de la sociedad, comenzando con la clase obrera tradicional, y contra las elites económicas, políticas e intelectuales que, conforme a los militantes, son responsables de impulsarlo. No tendrá "la solución" para los problemas provocados por la creciente integración europea, el multiculturalismo que ha transformado ciudades enteras y los estragos laborales causados por el progreso tecnológico, pero ha sabido movilizar a quienes se sienten perjudicados por lo que ha sucedido a partir de los años setenta.
Así las cosas, si Le Pen logra "desdiabolizar" el Frente Nacional para que sus adversarios dejen de estigmatizarlo como una manifestación tardía del viejo fascismo, bien podría haber acertado al afirmar que "nosotros somos la nueva derecha", la alternativa, acaso la única, al progresismo elitista representado por los socialistas de Hollande, por la mayoría de los medios de difusión y, claro está, por los aún muy influyentes intelectuales de izquierda que, a pesar de todo lo ocurrido en las décadas últimas en Francia y en otras partes de Europa, siguen desempeñando un papel clave como custodios de la corrección política.