Poner los ojos para que nos miren
*Por Alejandro Mareco. En la inmensidad de la historia, levantar la cabeza y mirar a los ojos muchas veces han sido gestos que sacudieron al mundo o al menos a un rincón de él.
Puede parecer un gesto de lo más simple: en vez de mirar al piso, levantar la cabeza y mirar a los ojos. Pero acaso es uno de los gestos más difíciles para la gente que no se siente con derecho de mirar a los ojos.
Mirar a los ojos significa un acto de desnudez, una franqueza, una decisión de vida, una resolución.... Cualquiera sabe, aunque no lo diga, que la relación de fuerzas entre la gente la deciden las miradas. Las miradas deciden la relación de poder. O sea, quién está abajo y quién está arriba, en cualquier circunstancia; cabe aquí el reflejo de la relación más cotidiana e individual hasta los comportamientos sociales que han marcado su impronta en la historia.
Hubo muchas veces en la memoria de este mundo dominado por la inteligencia humana en la que los poderosos no permitían ser mirados a los ojos. Claro, en ese plano, mirada contra mirada, igualaba: una vida es siempre igual a otra vida.
Despojada de las circunstancias del tiempo, de las condiciones sociales y del rango político en la estructura de una sociedad, mirada contra mirada es sólo y nada menos que hombre o mujer en coincidencia con hombre o mujer.
Gastamos los años en encontrar a la gente con la que podemos mirarnos a los ojos: nuestro mundo, el individual de cada uno, está hecho de miradas, de miradas en las que se pueda descansar porque hay otra mirada que responde. Algo así es el amor, en todas sus manifestaciones.
Pero mirar a los ojos es un desafío incesante. O porque se busca entrar por la ventana del alma del otro o porque en la mirada establecemos una frontera que dice que los ojos son sólo un espejo y que no habrá manera de atravesarlos. Es decir, es también una herramienta defensiva y, tantas veces, beligerante.
En la inmensidad de la historia, levantar la cabeza y mirar a los ojos muchas veces han sido gestos que sacudieron al mundo o al menos a un rincón de él.
En la memoria argentina, tenemos episodios concretos: cuando nos atrevimos a fijar la mirada a los españoles en 1810; o cuando los peones de campo o los inmigrantes se atrevieron a mirar a los ojos del poder durante la vigencia en el mandato de Hipólito Yrigoyen, o cuando los obreros se animaron a mirar a los ojos de sus patrones en los primeros gobiernos de Juan Perón.
A veces, no mirar a los ojos es una forma de resistencia, de decir: no quiero que compartamos nuestros mundos.
Lo que pasa entre los hombres también pasa entre los pueblos e incluso al menos entre los países que forman parte de la comunidad internacional.
¿Hay quienes todavía no se atreven, dignan o al menos se dan la oportunidad de ver cómo miran los palestinos con su pretensión de ser recocidos como un Estado, es decir una existencia nacional, en la ONU?
Pongamos otro caso: ¿decir que vamos a suspenden los vuelos a las Islas Malvinas no es una manera de mirar a los ojos a las viejas cuencas de un imperialismo ya demasiado ciego?
Lo increíble, a esta altura de la historia del mundo y de la patria, es que haya gente que no se sienta con derecho a mirar a los ojos de los otros.
Basta de mirar para otro lado. Pongamos los ojos para que nos miren.