Poder en busca de límites
*Por James Neilson. La estrategia de Cristina y sus alegres acompañantes es sencilla: van por todo.
Muchos opositores, frustrados por su propia impotencia, parecen convencidos de que pronto lo tendrán.
Los escasos focos de resistencia a su hegemonía están bajo sitio. Mauricio Macri no sabe qué hacer para impedir que Cristina y los suyos sigan quitándole recursos y los esfuerzos de Daniel Scioli por pasar inadvertido un rato más con la esperanza de que andando el tiempo pueda mudarse a la Casa Rosada sólo sirven para alentar aún más a los cachorros camporistas que le están mordiendo los tobillos y ya tienen los ojos puestos en otras partes de su cuerpo.
Una vez terminada la faena política, Cristina y sus muchachos se encargarán de aquellos pedazos de la economía que aún no manejan: empresas petroleras, minas, bancos, medios periodísticos, cosas así. Al fin y al cabo, la lógica de "vamos por todo" es, por decirlo de algún modo, expansiva. Ante cualquier dificultad, Cristina lanza una nueva ofensiva, como hizo al abalanzarse sobre Repsol, sacando las acciones que tenía en YPF de las garras de los españoles. El cristinismo continuará creciendo hasta que choque contra una barrera insuperable, pero la única que perciben los azorados por lo que está sucediendo es la supuesta por las fronteras nacionales.
Cristina misma es consciente de que la voracidad al parecer insaciable del movimiento que lidera puede dar pie a lo que en su opinión son malentendidos. Fue por eso que se sintió obligada a asegurarnos que no es una "patotera" sino, más bien, la artífice de un proyecto sociopolítico que, una vez realizado, hará de la Argentina una isla de paz, equidad y buenos sentimientos en un mundo convulsionado. Con todo, si bien cree que sería sumamente injusto tomar "esta presidenta" por la jefa de una horda de saqueadores resueltos a aprovechar la debilidad ajena para apoderarse de más botín, el que haya reivindicado el grito de guerra de sus seguidores afirmándose decidida a "ir por todo" no ha contribuido a disipar las dudas.
Como Néstor, Cristina es maniquea por principio. No le gustan las medias tintas, las ambigüedades. Comparte con el ex mandamás norteamericano George W. Bush la idea de que quienes no están con ella son enemigos a derrotar y que quienes se niegan a ver las cosas en blanco y negro, hablándole de matices, diálogos, concesiones mutuas y así por el estilo, son traidores en potencia. Aunque el credo político resultante es un tanto rudimentario, ha mostrado ser muy eficaz. Dijo una vez el difunto Osama bin Laden que, a la hora de elegir entre un caballo fuerte y uno enclenque, la gente siempre optará por el primero. Pues bien: en la Argentina actual Cristina cuenta con un haras repleto de caballos fortísimos, mientras que los opositores sólo disponen de algunos jamelgos piojosos que se parecen más a mulas y burros que a equinos de raza.
Desde el día en que Néstor Kirchner se vio transformado en presidente de la Nación en base a un escuálido 22% de los votos, tanto él como su heredera están procurando ubicar los límites a su poder. No tardaron en averiguar que los que presuntamente existían distaban de ser tan firmes como decían los juristas pedantes, politólogos y otros que les advertían que cometerían un error si administraran el país como si fuera una versión en escala mayor de la provincia de Santa Cruz: mal que les pesara a los escépticos, Néstor podía aplicar la misma metodología sin correr riesgo alguno porque a la mayoría le encantaba el espectáculo brindado por un caudillo que se mofaba de los vacilantes. ¿La Constitución? Se trataba de un conjunto de reglas agradablemente flexibles. ¿El Congreso? Con tal que aprobara los hechos ya consumados, a los kirchneristas les convenía dejarlo modificar algunos detalles mínimos; caso contrario, gobernarían a través de decretazos.
Escasean los políticos democráticos que, por apego a principios determinados, se resistirían a permitir que su propio poder sobrepasara los límites señalados por los teóricos del sistema imperante. En las democracias consideradas avanzadas, los dirigentes se ven constreñidos a hacerlo porque tanto sus congéneres como el grueso de la ciudadanía no suelen tolerar las violaciones de las reglas del juego. Pero la Argentina es distinta. Aquí la tradición caudillista, cuando no monárquica, es tan poderosa que, lejos de rebelarse contra las pretensiones desmedidas de gobernantes como Néstor Kirchner o su viuda, una proporción sustancial de la clase política, suplementada por miles de "militantes" ambiciosos y, claro está, por millones de personas que no quieren que el país se precipite en otra crisis sistémica apenas comprensible, están más preocupados por la realidad cotidiana que por temas tan arcanos como los peligros planteados por la concentración excesiva del poder político y económico.
Últimamente se ha difundido entre los presuntamente enterados la impresión de que Cristina seguirá sacando conejos de la galera, librando una especie de guerra virtual contra el Reino Unido, nacionalizando empresas supuestamente estratégicas para que sean "nuestras", humillando a los adversarios y poniendo personajes claramente inútiles en cargos clave por tratarse, entre otras cosas, de un buen modo de recordarnos que su poder es absoluto. Asimismo, suponen que el año que viene cobrará fuerza incontrastable el operativo "Cristina eterna" al multiplicarse la nómina de legisladores oficialistas.
El clima de resignación así manifestado puede atribuirse a la incapacidad evidente de las diversas facciones opositoras para ofrecer una alternativa convincente a la hegemonía cristinista y a que, luego del breve momento de esperanza que les supusieron las elecciones del 2009, el año pasado los radicales, peronistas disidentes y miembros de agrupaciones como las encabezadas por Elisa Carrió y Hermes Binner fueron aplastados por la aplanadora oficialista. En otras palabras, la experiencia les ha enseñado que el kirchnerismo, como el peronismo de antaño, es irrefrenable. Así y todo, la historia nunca ha sido lineal. De estar en lo cierto los persuadidos de que "el modelo" ya se ha agotado y que con toda probabilidad el país caerá en recesión en la segunda mitad del año corriente, el triunfalismo prepotente que tanto ha ayudado al gobierno comenzará a obrar en su contra, ya que en tal caso lo que reclamaría el país no sería todavía más de lo mismo sino algo radicalmente distinto.
Los escasos focos de resistencia a su hegemonía están bajo sitio. Mauricio Macri no sabe qué hacer para impedir que Cristina y los suyos sigan quitándole recursos y los esfuerzos de Daniel Scioli por pasar inadvertido un rato más con la esperanza de que andando el tiempo pueda mudarse a la Casa Rosada sólo sirven para alentar aún más a los cachorros camporistas que le están mordiendo los tobillos y ya tienen los ojos puestos en otras partes de su cuerpo.
Una vez terminada la faena política, Cristina y sus muchachos se encargarán de aquellos pedazos de la economía que aún no manejan: empresas petroleras, minas, bancos, medios periodísticos, cosas así. Al fin y al cabo, la lógica de "vamos por todo" es, por decirlo de algún modo, expansiva. Ante cualquier dificultad, Cristina lanza una nueva ofensiva, como hizo al abalanzarse sobre Repsol, sacando las acciones que tenía en YPF de las garras de los españoles. El cristinismo continuará creciendo hasta que choque contra una barrera insuperable, pero la única que perciben los azorados por lo que está sucediendo es la supuesta por las fronteras nacionales.
Cristina misma es consciente de que la voracidad al parecer insaciable del movimiento que lidera puede dar pie a lo que en su opinión son malentendidos. Fue por eso que se sintió obligada a asegurarnos que no es una "patotera" sino, más bien, la artífice de un proyecto sociopolítico que, una vez realizado, hará de la Argentina una isla de paz, equidad y buenos sentimientos en un mundo convulsionado. Con todo, si bien cree que sería sumamente injusto tomar "esta presidenta" por la jefa de una horda de saqueadores resueltos a aprovechar la debilidad ajena para apoderarse de más botín, el que haya reivindicado el grito de guerra de sus seguidores afirmándose decidida a "ir por todo" no ha contribuido a disipar las dudas.
Como Néstor, Cristina es maniquea por principio. No le gustan las medias tintas, las ambigüedades. Comparte con el ex mandamás norteamericano George W. Bush la idea de que quienes no están con ella son enemigos a derrotar y que quienes se niegan a ver las cosas en blanco y negro, hablándole de matices, diálogos, concesiones mutuas y así por el estilo, son traidores en potencia. Aunque el credo político resultante es un tanto rudimentario, ha mostrado ser muy eficaz. Dijo una vez el difunto Osama bin Laden que, a la hora de elegir entre un caballo fuerte y uno enclenque, la gente siempre optará por el primero. Pues bien: en la Argentina actual Cristina cuenta con un haras repleto de caballos fortísimos, mientras que los opositores sólo disponen de algunos jamelgos piojosos que se parecen más a mulas y burros que a equinos de raza.
Desde el día en que Néstor Kirchner se vio transformado en presidente de la Nación en base a un escuálido 22% de los votos, tanto él como su heredera están procurando ubicar los límites a su poder. No tardaron en averiguar que los que presuntamente existían distaban de ser tan firmes como decían los juristas pedantes, politólogos y otros que les advertían que cometerían un error si administraran el país como si fuera una versión en escala mayor de la provincia de Santa Cruz: mal que les pesara a los escépticos, Néstor podía aplicar la misma metodología sin correr riesgo alguno porque a la mayoría le encantaba el espectáculo brindado por un caudillo que se mofaba de los vacilantes. ¿La Constitución? Se trataba de un conjunto de reglas agradablemente flexibles. ¿El Congreso? Con tal que aprobara los hechos ya consumados, a los kirchneristas les convenía dejarlo modificar algunos detalles mínimos; caso contrario, gobernarían a través de decretazos.
Escasean los políticos democráticos que, por apego a principios determinados, se resistirían a permitir que su propio poder sobrepasara los límites señalados por los teóricos del sistema imperante. En las democracias consideradas avanzadas, los dirigentes se ven constreñidos a hacerlo porque tanto sus congéneres como el grueso de la ciudadanía no suelen tolerar las violaciones de las reglas del juego. Pero la Argentina es distinta. Aquí la tradición caudillista, cuando no monárquica, es tan poderosa que, lejos de rebelarse contra las pretensiones desmedidas de gobernantes como Néstor Kirchner o su viuda, una proporción sustancial de la clase política, suplementada por miles de "militantes" ambiciosos y, claro está, por millones de personas que no quieren que el país se precipite en otra crisis sistémica apenas comprensible, están más preocupados por la realidad cotidiana que por temas tan arcanos como los peligros planteados por la concentración excesiva del poder político y económico.
Últimamente se ha difundido entre los presuntamente enterados la impresión de que Cristina seguirá sacando conejos de la galera, librando una especie de guerra virtual contra el Reino Unido, nacionalizando empresas supuestamente estratégicas para que sean "nuestras", humillando a los adversarios y poniendo personajes claramente inútiles en cargos clave por tratarse, entre otras cosas, de un buen modo de recordarnos que su poder es absoluto. Asimismo, suponen que el año que viene cobrará fuerza incontrastable el operativo "Cristina eterna" al multiplicarse la nómina de legisladores oficialistas.
El clima de resignación así manifestado puede atribuirse a la incapacidad evidente de las diversas facciones opositoras para ofrecer una alternativa convincente a la hegemonía cristinista y a que, luego del breve momento de esperanza que les supusieron las elecciones del 2009, el año pasado los radicales, peronistas disidentes y miembros de agrupaciones como las encabezadas por Elisa Carrió y Hermes Binner fueron aplastados por la aplanadora oficialista. En otras palabras, la experiencia les ha enseñado que el kirchnerismo, como el peronismo de antaño, es irrefrenable. Así y todo, la historia nunca ha sido lineal. De estar en lo cierto los persuadidos de que "el modelo" ya se ha agotado y que con toda probabilidad el país caerá en recesión en la segunda mitad del año corriente, el triunfalismo prepotente que tanto ha ayudado al gobierno comenzará a obrar en su contra, ya que en tal caso lo que reclamaría el país no sería todavía más de lo mismo sino algo radicalmente distinto.