Planchadita
*Por Ernesto Tenembaum. Lo que sigue es un tema grave. No es un análisis más sobre tal o cual mosca en la sopa que tienen todos los gobiernos de todas partes.
Es un tema estructuralmente serio. Y usted puede desconfiar del autor de estas líneas. Sólo le pido que, si esto es así, chequee la información, pregunte por ahí: es imposible no poner en duda gran parte de los lugares comunes del discurso oficialista cuando uno conoce estos detalles.
En la última semana del 2001, el Congreso argentino vivió un hecho ciertamente conmovedor. El nuevo presidente –no sabíamos aún que duraría sólo una semana– tomó el micrófono y anunció que no se iba a pagar un centavo de deuda externa mientras hubiera argentinos con hambre. Fue ovacionado por una clase política entera, que, casi sin excepciones, había llevado al país al mayor nivel de endeudamiento de su historia. Y el anuncio era una perogrullada: ya no había plata para pagar nada. Transformaban, o intentaban transformar, lo inevitable en algo épico, valiente, histórico, para tapar el desastre que ellos mismos habían contribuido a generar. Había, como siempre, banderas, himnos, orgullo, ovaciones.
Patriotismo para todos.
Salvando ciertas diferencias, en estos días se vive en la Argentina algo parecido con el petróleo. Hace casi cuarenta días –el día en que habló por primera vez sobre la tragedia de Once y prometió que en quince días no le temblaría la mano para tomar medidas contra los responsables– la Presidenta se formuló una pregunta retórica: "¿Cómo puede ser que estemos importando 10 mil millones de dólares de energía?". Era raro, porque dado que ella ha sido parte central de la conducción del país en los últimos nueve años, en lugar de formular preguntas como esa, debería responderlas.
Pero así son las cosas.
Durante la casi década K, la Argentina se convirtió en un país importador de energía. Todas las estadísticas oficiales indican que se produce menos, que se invierte menos, que hay menos reservas y que las importaciones subieron de 0 a 10 mil millones de dólares anuales. Ni el mayor consumo, ni ningún otro factor de contexto alcanzan para explicar semejante debacle. Este tipo de situaciones no se producen de un día para el otro. Sin embargo, durante todo el proceso YPF-Repsol recibió elogios superlativos por parte de la Presidenta de la Nación y su ministro de Infraestructura. Los últimos de esos mimos se distribuyeron en diciembre del año pasado, cuando el país ya se había gastado los diez mil millones del 2011.
Para muestra basta un botón. En diciembre del 2010, Página titulaba en tapa: "Tendremos gas para los próximos 90 años". Parece ciencia ficción. Era una nota de Roberto Navarro a Julio De Vido. Sobre el final, se produjo el siguiente diálogo:
–¿Piensa que el ingreso de capitales argentinos a YPF fue importante para una mayor inversión en exploración?
–Creo que es muy importante; hay un conocimiento mucho más acabado de la economía del país y se articuló la sinergia entre capital argentino y capital español; así se logró la excelencia de la empresa, como dijo la Presidenta. También es importante resaltar que Antonio Brufau, de Repsol, a partir de 2005 toma una visión de apertura, de entender los procesos de la Argentina y por supuesto él fue el que tomó la decisión de incorporar el capital nacional.
Todo estaba sensacional.
Ahora el santo se transformó, repentinamente, en demonio.
Bastaría sólo eso para sospechar sobre la complicidad oficial en el proceso de vaciamiento, que es así como se llama cuando los dueños de una empresa se hacen ricos mientras esta quiebra o pierde patrimonio.
Pero lo increíble es que hay documentos escritos que ratifican la complicidad del Gobierno en todo esto. En el 2008, cuando el grupo Eskenazi entró a YPF, muchos especialistas cuestionaron el extrañísimo acuerdo por el cual una familia de constructores y banqueros argentinos, de repente, se quedaba con el 15 por ciento de esa empresa clave casi sin poner un centavo y prometiendo pagar la deuda, mayoritariamente, con los dividendos futuros. O sea: los españoles se habían vuelto buenos y entregaban parte sustancial de patrimonio, a cambio de percibir en el futuro dividendos que, de todas maneras, ya embolsaban. El grupo que ingresaba al negocio no era cualquiera: se trataba de quienes en los noventa se habían quedado con el Banco de la Provincia de Santa Cruz (que había sido privatizado al igual que casi todos los bancos del país, según los dictados de los organismos internacionales de entonces). Los Eskenazi y los Kirchner, por entonces, eran amigos personales.
En el convenio de ingreso del grupo Eskenazi se especifica textualmente que Repsol-YPF tendría el derecho para repartirse el 90 por ciento de las utilidades. Basta leer los informes oficiales en estos días, muchos de los cuales se publican en Página 12, para descubrir que ninguna petrolera distribuye semejante porcentaje de utilidades porque eso implica dejar de invertir. O sea: consumir la gallina de los huevos de oro. O sea: llevarse la plata. O sea: que haya menos reservas, menos producción, menos todo salvo dinero en el bolsillo de los dueños. Y uno de esos dueños, el nuevo, el que entró sin poner plata, era amigo de Néstor Kirchner. Y el convenio de ingreso fue firmado por autoridades del gobierno nacional, que les permitían llevarse la plata del petróleo a costa de invertir menos.
¿Es necesario ser demasiado perspicaz para percibir qué ocurrió con la energía en estos años? ¿Es necesario forzar demasiado para entender la comparación entre los vivos que en diciembre del 2001 anunciaban que no pagarían la deuda con el hambre del pueblo y los que ahora posan como patriotas para nacionalizar una empresa que antes vaciaron, y que la vaciaron para permitir la entrada de alguien que no era sino simplemente un miembro de la nomenclatura gobernante?
Lo que pasó en estos años con YPF puede entenderse simplemente como producto de la ingenuidad oficial: apostaron a un grupo empresario y estos le fallaron. Esa interpretación tiene un alto grado de complacencia, dados los vínculos personales de los líderes del Gobierno con ese grupo. O puede entenderse como un negociado, nada menos que en el área petrolera, que es tan clave como simbólica.
El kirchnerismo fue un actor clave en la privatización del petróleo argentino en la década del noventa –algo que la mismísima CFK reivindicó en la última apertura de sesiones ordinarias del Congreso, olvidando que hubo 50 mil despidos en ese contexto–, luego gobernó el país mientras el país dejó de autoabastecerse en materia energética, hizo ingresar a YPF en condiciones extrañísimas a un grupo empresario amigo, repartió otras áreas entre Cristóbal López, Lázaro Báez, José Luis Manzano y Osvaldo Lalín. Y ahora anuncia, entre pitos y flautas, la nacionalización parcial.
Nadie sabe aún si la nueva aventura va a funcionar o no. Tampoco se conoce específicamente de qué trata o si el Gobierno sabe de qué va a tratar.
Pero no da para citar a Jauretche y Scalabrini Ortiz, ¿no?
No da como para posar como patriotas, inflar el pecho y envolverse en la bandera.
Más bien correspondería dejarla, como decía Luca Prodan, planchadita, planchadita, planchadita.
En la última semana del 2001, el Congreso argentino vivió un hecho ciertamente conmovedor. El nuevo presidente –no sabíamos aún que duraría sólo una semana– tomó el micrófono y anunció que no se iba a pagar un centavo de deuda externa mientras hubiera argentinos con hambre. Fue ovacionado por una clase política entera, que, casi sin excepciones, había llevado al país al mayor nivel de endeudamiento de su historia. Y el anuncio era una perogrullada: ya no había plata para pagar nada. Transformaban, o intentaban transformar, lo inevitable en algo épico, valiente, histórico, para tapar el desastre que ellos mismos habían contribuido a generar. Había, como siempre, banderas, himnos, orgullo, ovaciones.
Patriotismo para todos.
Salvando ciertas diferencias, en estos días se vive en la Argentina algo parecido con el petróleo. Hace casi cuarenta días –el día en que habló por primera vez sobre la tragedia de Once y prometió que en quince días no le temblaría la mano para tomar medidas contra los responsables– la Presidenta se formuló una pregunta retórica: "¿Cómo puede ser que estemos importando 10 mil millones de dólares de energía?". Era raro, porque dado que ella ha sido parte central de la conducción del país en los últimos nueve años, en lugar de formular preguntas como esa, debería responderlas.
Pero así son las cosas.
Durante la casi década K, la Argentina se convirtió en un país importador de energía. Todas las estadísticas oficiales indican que se produce menos, que se invierte menos, que hay menos reservas y que las importaciones subieron de 0 a 10 mil millones de dólares anuales. Ni el mayor consumo, ni ningún otro factor de contexto alcanzan para explicar semejante debacle. Este tipo de situaciones no se producen de un día para el otro. Sin embargo, durante todo el proceso YPF-Repsol recibió elogios superlativos por parte de la Presidenta de la Nación y su ministro de Infraestructura. Los últimos de esos mimos se distribuyeron en diciembre del año pasado, cuando el país ya se había gastado los diez mil millones del 2011.
Para muestra basta un botón. En diciembre del 2010, Página titulaba en tapa: "Tendremos gas para los próximos 90 años". Parece ciencia ficción. Era una nota de Roberto Navarro a Julio De Vido. Sobre el final, se produjo el siguiente diálogo:
–¿Piensa que el ingreso de capitales argentinos a YPF fue importante para una mayor inversión en exploración?
–Creo que es muy importante; hay un conocimiento mucho más acabado de la economía del país y se articuló la sinergia entre capital argentino y capital español; así se logró la excelencia de la empresa, como dijo la Presidenta. También es importante resaltar que Antonio Brufau, de Repsol, a partir de 2005 toma una visión de apertura, de entender los procesos de la Argentina y por supuesto él fue el que tomó la decisión de incorporar el capital nacional.
Todo estaba sensacional.
Ahora el santo se transformó, repentinamente, en demonio.
Bastaría sólo eso para sospechar sobre la complicidad oficial en el proceso de vaciamiento, que es así como se llama cuando los dueños de una empresa se hacen ricos mientras esta quiebra o pierde patrimonio.
Pero lo increíble es que hay documentos escritos que ratifican la complicidad del Gobierno en todo esto. En el 2008, cuando el grupo Eskenazi entró a YPF, muchos especialistas cuestionaron el extrañísimo acuerdo por el cual una familia de constructores y banqueros argentinos, de repente, se quedaba con el 15 por ciento de esa empresa clave casi sin poner un centavo y prometiendo pagar la deuda, mayoritariamente, con los dividendos futuros. O sea: los españoles se habían vuelto buenos y entregaban parte sustancial de patrimonio, a cambio de percibir en el futuro dividendos que, de todas maneras, ya embolsaban. El grupo que ingresaba al negocio no era cualquiera: se trataba de quienes en los noventa se habían quedado con el Banco de la Provincia de Santa Cruz (que había sido privatizado al igual que casi todos los bancos del país, según los dictados de los organismos internacionales de entonces). Los Eskenazi y los Kirchner, por entonces, eran amigos personales.
En el convenio de ingreso del grupo Eskenazi se especifica textualmente que Repsol-YPF tendría el derecho para repartirse el 90 por ciento de las utilidades. Basta leer los informes oficiales en estos días, muchos de los cuales se publican en Página 12, para descubrir que ninguna petrolera distribuye semejante porcentaje de utilidades porque eso implica dejar de invertir. O sea: consumir la gallina de los huevos de oro. O sea: llevarse la plata. O sea: que haya menos reservas, menos producción, menos todo salvo dinero en el bolsillo de los dueños. Y uno de esos dueños, el nuevo, el que entró sin poner plata, era amigo de Néstor Kirchner. Y el convenio de ingreso fue firmado por autoridades del gobierno nacional, que les permitían llevarse la plata del petróleo a costa de invertir menos.
¿Es necesario ser demasiado perspicaz para percibir qué ocurrió con la energía en estos años? ¿Es necesario forzar demasiado para entender la comparación entre los vivos que en diciembre del 2001 anunciaban que no pagarían la deuda con el hambre del pueblo y los que ahora posan como patriotas para nacionalizar una empresa que antes vaciaron, y que la vaciaron para permitir la entrada de alguien que no era sino simplemente un miembro de la nomenclatura gobernante?
Lo que pasó en estos años con YPF puede entenderse simplemente como producto de la ingenuidad oficial: apostaron a un grupo empresario y estos le fallaron. Esa interpretación tiene un alto grado de complacencia, dados los vínculos personales de los líderes del Gobierno con ese grupo. O puede entenderse como un negociado, nada menos que en el área petrolera, que es tan clave como simbólica.
El kirchnerismo fue un actor clave en la privatización del petróleo argentino en la década del noventa –algo que la mismísima CFK reivindicó en la última apertura de sesiones ordinarias del Congreso, olvidando que hubo 50 mil despidos en ese contexto–, luego gobernó el país mientras el país dejó de autoabastecerse en materia energética, hizo ingresar a YPF en condiciones extrañísimas a un grupo empresario amigo, repartió otras áreas entre Cristóbal López, Lázaro Báez, José Luis Manzano y Osvaldo Lalín. Y ahora anuncia, entre pitos y flautas, la nacionalización parcial.
Nadie sabe aún si la nueva aventura va a funcionar o no. Tampoco se conoce específicamente de qué trata o si el Gobierno sabe de qué va a tratar.
Pero no da para citar a Jauretche y Scalabrini Ortiz, ¿no?
No da como para posar como patriotas, inflar el pecho y envolverse en la bandera.
Más bien correspondería dejarla, como decía Luca Prodan, planchadita, planchadita, planchadita.